Al fin y al cabo, me pedía honestidad.
– Le absolvo, herr Gunther. ¿Se siente mejor?
– Como si me hubiera quitado un peso de los hombros. Caspa, tal vez.
– Eso está bien. El sentido del humor le irá bien en su nueva vida.
– Yo no quiero una nueva vida.
– ¿Ni siquiera a través de Cristo? -Se rió. O tal vez sólo se aclarara la garganta de sentimientos más elevados-. Cuénteme más acerca de Minsk -dijo, con tono distinto. Menos divertido. Más profesional-. ¿Cuándo cayó la ciudad en manos de las fuerzas alemanas?
– El 28 de junio de 1941.
– ¿Qué sucedió entonces?
– ¿Lo sabe o quiere saberlo?
– Quiero saber qué sabe usted. Quiero indagar en su persona para saber si es grata o non grata. Minsk.
– ¿Quiere los detalles o sólo unas cuantas pinceladas?
– Pinte el cuadro entero, hágame el favor.
– Está bien. Horas después de la ocupación de la ciudad, cuarenta mil hombres y niños fueron detenidos y llevados a un campo, donde los vigilaban metralletas y reflectores. Estaban todas las razas. Judíos, rusos, gitanos, ucranianos. Tras unos días, los médicos judíos, abogados y académicos tuvieron que identificarse. Miembros de la In teligencia los llamaban. Dos mil así lo hicieron. Y creo que esos mismos dos mil fueron conducidos a un bosque cercano, donde los fusilaron.
– Y naturalmente usted no tuvo nada que ver con aquello -dijo el padre Gotovina, como si hablara con un llorica.
– A decir verdad, yo seguía en la ciudad, investigando otra atrocidad, en esa ocasión cometida por los Ivanes.
En el oficio que tenía lugar en la iglesia, el sacerdote dijo «Amén» y yo musité la misma palabra. Por alguna razón me pareció que encajaba en el relato de Minsk.
– ¿Cuánto hacía que había llegado cuando se estableció el gueto de Minsk?
– Menos de un mes. El 20 de julio.
– ¿Y cómo se creó ese gueto?
– Lo formaban unas tres docenas de calles, creo, además del cementerio judío. Estaba cercado por gruesas hileras de alambre de espino y varias torres de vigilancia. Trajeron a cien mil personas procedentes de lugares tan alejados como Bremen o Fráncfort.
– ¿Diría que en ese sentido el gueto de Minsk era algo fuera de lo normal?
– No sé si entiendo la pregunta, padre. Nada de lo que sucedió allí fue normal.
– Lo que intento preguntarle es dónde encontraron la muerte la mayoría de los judíos de aquel gueto. ¿En qué campo?
– Ah, ya entiendo. No. Creo que la mayoría de los que estaban en Minsk murieron en Minsk. Sí. Eso era poco habitual. Cuando el gueto fue desmantelado, en octubre de 1943, sólo quedaban ocho mil. De los cien mil que habían llegado. No tengo ni idea de qué ocurrió a aquellos ocho mil.
Aquello resultaba mucho más difícil de lo que había previsto. La mayor parte de lo que le contaba acerca de Minsk lo sabía por mi servicio en la Ofi cina de Crímenes de Guerra y, en particular, por el caso de Wilhelm Kube. En julio de 1943 Kube, comisario general de las SS en la Ru sia Blanca, a la que pertenecía Minsk, había presentado una queja formal en la Ofi cina alegando que Eduard Strauch, comandante del SD en la zona, había asesinado a setenta judíos que trabajaban para Kube y se había apropiado de sus pertenencias. Y me tocó a mí hacerme cargo de la investigación. Strauch, culpable de aquellos asesinatos -entre muchos otros-, había presentado a su vez una queja contra Kube en la que afirmaba que su superior había permitido que más de cinco mil judíos eludieran la muerte. Resultó que Strauch decía la verdad, pero no se quedó tranquilo hasta que se hubo vengado. Así que lo más probable es que fuera él quien colocara una bomba debajo de la cama de Kube en septiembre de 1943, sin darme tiempo a sacar ninguna conclusión. Pese a mis esfuerzos se inculpó del asesinato a la sirvienta rusa de Kube, que fue ahorcada de inmediato. Como sospechaba de la implicación de Strauch en el asesinato de Kube inicié una investigación, pero la Ges tapo se apresuró a ordenarme que abandonara el caso. Me negué. Y poco después me mandaron al frente ruso. Pero no podía contarle nada de aquello al padre Gotovina. Seguro que no le gustaría oír que simpatizaba con el pobre Kube. Menos mal que Dios era misericordioso.
– Aunque ahora que lo pienso -dije-, sí recuerdo qué sucedió con esos ocho mil judíos. Seis mil fuerontrasladados a Sobibor. Y dos mil fueron agrupados y asesinados en Maly Trostinec.
– Y desde entonces vivimos en paz -dijo Gotovina entre risas-. Para haberse ocupado sólo de los crímenes de la NKVD está muy informado de todo lo que sucedió en Minsk, herr Gunther. ¿Sabe qué me parece? Me parece que se hace el modesto. Creo que ha tenido que esconder la lámpara debajo de una vasija, tal y como dice Lucas en el capítulo once del versículo treinta y tres al treinta y seis.
– De modo que usted sí ha leído la Bib lia -dije con admiración.
– Por supuesto -respondió-. Y ahora estoy dispuesto a hacer de buen samaritano. Para ayudarle. Con dinero. Con un pasaporte. Con un arma, si la necesita. Y con un visado para escapar a donde quiera, siempre y cuando sea a Argentina. Casi todos nuestros amigos están allí.
– Como ya le he dicho, padre, no quiero una nueva vida.
– Entonces, ¿qué quiere exactamente, herr Gunther? -dijo con tono de evidente tensión.
– Se lo diré. Ahora soy detective privado. Trabajo para una mujer que está buscando a su marido. Un hombre de las SS. A día de hoy debería haber recibido ya una postal de Buenos Aires, pero hace más de tres años y medio que no sabe nada de él. Así que me ha contratado para que descubra qué le ha sucedido. Lo vio por última vez en Ebensee, cerca de Salzburgo, en marzo de 1946. Aún estaba en la Com pañía, escondido en un lugar seguro a la espera de documentación y billetes. No quiere nada de él. Sólo pretende descubrir si está vivo o muerto. En el segundo de los casos, volverá a casarse. En el primero, no. Ya lo ve, el problema es que ella es como usted, padre. Una buena católica.
– Una historia muy bonita -dijo.
– A mí me gustó.
– No, me lo diga. -Soltó una carcajada que parecía de otra persona. Como la de un desequilibrado-. Usted es el botarate con quien se quiere volver a casar.
Esperé a que dejara de reírse. Tal vez fuera por la impresión. Uno no se encuentra a diario con un sacerdote que pliega los labios hacia atrás y los suelta de golpe como Peter Lorre.
– No padre, es tal y como se lo he contado. Al menos en eso soy como un sacerdote. La gente llega a mí consus problemas y yo trato de solucionarlos. La única diferencia es que a mí no me ayuda el tipo del altar mayor.
– ¿Tiene un nombre esta esposa?
– Se llama Britta Warzok. Y su marido Friedrich Warzok.
Le conté todo lo que sabía sobre él.
– Me cae bien ese hombre -dijo el padre Gotovina-. ¿Tres años sin noticias? Es muy probable que esté muerto.
– Si le digo la verdad, no creo que ella quiera escuchar buenas noticias.
– ¿Entonces por qué no le dice lo que quiere escuchar?
– Eso no sería ético, padre.
– Hace falta mucho valor para contarme todo esto -dijo con calma-. Y eso es algo que admiro en un hombre. Podría decirse que la Com pañía se alarma con facilidad. Todo lo que está ocurriendo en Landsberg con los camisas pardas no ayuda. Hace ya cuatro años que terminó la guerra y los yanquis siguen intentando colgar a la gente, como si se creyeran estúpidos sheriffs de películas del oeste chapuceras.
– Sí, imagino que eso debe de poner nerviosos a unos cuantos compañeros. Nada como la horca para hacer que un hombre se trague sus escrúpulos.
– Veré qué puedo averiguar. Acuda a la galería de arte que hay junto a la Cruz Ro ja pasado mañana. A las tres en punto. Si llego tarde, al menos allí estará distraído.
Comenzaron a oírse pasos junto al confesionario. El padre Gotovina descorrió la cortina y se mezcló con los fieles. Esperé un minuto y salí santiguándome únicamente para no llamar la atención. Me parecía una estupidez. Otro comportamiento peculiar de los humanos que incluir en los textos de antropología. Como mecerse frente a una pared, arrodillarse en la dirección de una ciudad de Oriente Medio o levantar el brazo al frente y gritar «Sieg Heil». Ninguno de aquellos gestos significaba nada más que problemas para otra gente. Si algo me ha enseñado la historia es que resulta peligroso creer en algo con demasiado fervor. Sobre todo en Alemania. Nuestro problema es que nos tomamos las creencias demasiado en serio.