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Pasaron dos días. Un viento del sur que había atravesado una zona de alta presión empezaba a soplar en la ciudad. Por lo menos eso decía el meteorólogo de Radio Munich. Anunció que era el Föhn, lo que significaba que el viento iba cargado de una gran electricidad estática porque ya había cruzado los Alpes antes de llegar hasta nosotros. De paseo por Munich, sentías el cálido viento deshidratado que secaba la cara y te ponía los ojos llorosos. O tal vez sólo estaba dándole demasiado a la bebida.
Los americanos eran los que más en serio se tomaban el Föhn, por supuesto, y no dejaban salir a los niños a la calle para evitarlo, casi como si portara algo más letal que unos cuantos iones con carga positiva. Quizá sabían algo que el resto ignorábamos. Todo era posible ahora que los Ivanes habían lanzado su bomba atómica hacía un mes. Probablemente el Föhn implicaba mil cosas por las que preocuparse de verdad. En cualquier caso, cumplía una función muy útil. Los habitantes de Múnich culpaban al Föhn de todo tipo de cosas, siempre estaban quejándose de él. Algunos aseguraban que agravaba el asma, otros que les provocaba dolores reumáticos, y bastantes que les causaba dolor de cabeza. Si la leche tenía un sabor raro, era por el Föhn. Y si la cerveza salía sin presión, también era culpa del Föhn. Donde yo vivía, en Schwabing, la mujer de abajo decía que el Föhn interfería en la señal de su radio sin cable. Y en el tranvía llegué a oír a un hombre explicar que se había visto envuelto en una pelea por culpa del Föhn. Supongo que después de culpar a los judíos de todo, al menos era un cambio. Era cierto que el Föhn hacía parecer a la gente más enojada e irascible de lo habitual. Tal vez al principio el nazismo echó raíces así, por culpa del Föhn. Siempre que la gente intenta derrocar un gobierno está enojada e irascible.
Así era el día cuando volví a Wagmullerstrasse y me detuve delante del escaparate de la galería de arte juntoa la oficina de la Cruz Ro ja. Había llegado antes de la hora acordada. Normalmente llego pronto. Si la puntualidad es la virtud de los reyes, entonces soy de esas personas a las que les gusta llegar una o dos horas antes para buscar una mina bajo la alfombra roja.
La galería se llamaba Oscar and Shine. La mayoría de galeristas de la ciudad estaban en el distrito de Brienner Strasse. Compraban y vendían secesionistas y postimpresionistas de Múnich. Lo sabía porque lo leí una vez en el escaparate de una galería de Brienner Strasse. Ésta en concreto parecía un poco diferente de las demás, sobre todo el interior. Por dentro parecía uno de esos edificios de la Ba uhaus tan mal vistos por los nazis. Por supuesto, no sólo la escalera abierta y las paredes autónomas le daban un aspecto futurista. Los cuadros en exposición tenían un aire moderno parecido, es decir, eran tan agradables para los ojos como una astilla afilada.
Sé lo que me gusta, y la mayoría no es arte. Me gustan los cuadros y los adornos. Una vez incluso tuve una figura francesa de zinc de una mujer con un banjo. No era una escultura, sólo un trasto que descansaba sobre el mantel junto a una fotografía de Gath, mi ciudad natal en la tierra de los filisteos. Si quiero que una imagen me hable, voy a ver a Maureen O'Sullivan en una película de Tarzán.
Mientras deambulaba por la galería, una mujer me seguía de cerca con su mirada periscópica, vestida con un traje negro de lana que, debido al Föhn, probablemente se arrepentía de haberse puesto. Era delgada, tal vez demasiado, y la alargada boquilla de marfil que usaba podía haber sido uno de sus dedos huesudos del mismo color. Tenía el pelo largo, castaño y espeso, recogido tan elegantemente hacia atrás que parecía un panecillo de veinticinco peniques. Se dirigió hacia mí, con los brazos cruzados a la defensiva, por si tenía que atravesarme con uno de esos codos puntiagudos, y señaló con la cabeza el cuadro que yo estaba evaluando con un cuidadosocriterio y buen gusto, como si fuera un entendido afeminado con mucha pluma.
– ¿Qué opina? -preguntó, al tiempo que agitaba la boquilla hacia la pared.
Ladeé la cabeza con la vaga esperanza de que una perspectiva ligeramente distinta del cuadro me permitiera mejorar la valoración inicial, como a Bernard Berenson. Traté de imaginar a ese loco hijo de puta pintándolo, pero seguía pensando en un chimpancé borracho. Estuve a punto de decir algo. Luego cerré la boca. Había una línea roja que iba en una dirección, una azul en otra, y una franja negra que pretendía figurar que no tenía mucho que ver con las otras dos. Era una típica obra de arte moderno, eso lo veía. Es más, era obvio que había sido ejecutada con la misma artesanía y destreza de alguien que hubiera estudiado con esmero cómo hacer regaliz. El hecho de colgarlo en la pared quizá daba que pensar a las moscas que huían del Föhn por la ventana abierta. Volví a mirar y descubrí que en realidad me hablaba. Decía: «No te rías, algún idiota pagará un montón de dinero por esto». Señalé la pared y dije:
– Creo que habría que hacer algo con esa humedad, antes de que se extienda.
– Es de Kandinsky -replicó ella, sin inmutarse lo más mínimo-. Fue uno de los artistas más influyentes de su generación.
– ¿Y cuáles fueron sus influencias? ¿Johnnie Walker? ¿O Jack Daniel's?
Ella sonrió.
– Así -dije yo-, sabía que podría hacerlo si lo intentaba. Es más de lo que puedo decir a favor de Kandinsky.
– A algunos les gusta -contestó.
– Bueno, ¿por qué no lo decía? Me llevaré dos.
– Me encantaría que se llevara uno -dijo-. Hoy el negocio está un poco lento.
– Es por el Föhn -le contesté.
La mujer se desabrochó la chaqueta y se abanicó con la mitad de ella. En cierto modo yo también lo disfruté. No sólo por la brisa perfumada que provocó para nosotros, también por la blusa escotada de seda que llevabadebajo. Si hubiera sido artista lo hubiera llamado inspiración. O como lo llamen los artistas cuando ven que los pezones de una chica presionan a través del tejido como dos timbres de mansión. En cualquier caso, merecía gastar un poco de papel y carboncillo.
– Supongo -dijo, y soltó una bocanada de aire y humo de cigarrillo hacia su propia frente-. Dígame, ¿ha entrado para mirar o sólo para reírse?
– Creo que ambas cosas. Al menos eso recomendaba lord Duveen.
– Para ser un bruto vulgar está usted bien informado, ¿no?
– La verdadera decadencia implica no tomarse nada demasiado en serio -dije-. Mucho menos el arte decadente.
– ¿De verdad lo piensa? ¿Que es decadente?
– Seré sincero -contesté-. No me gusta. Pero me encanta verlo expuesto sin que interfiera la gente que sabe tan poco de arte como yo. Mirarlo es como observar la cabeza de alguien que discrepa de ti en casi todo. Me hace sentir incómodo. -Sacudí la cabeza apesadumbrado y suspiré-. Supongo que eso es la democracia.
Entró otro cliente, mascaba chicle. Llevaba unos zapatos enormes y una Kodak Brownie plegable. Un auténtico entendido. Como mínimo, alguien forrado de dinero. La chica fue a escoltarle en su ronda por los cuadros. Poco después apareció el padre Gotovina y salimos de la galería al jardín inglés, donde nos sentamos en un banco junto al monumento a Rumford. Encendimos los cigarrillos sin hacer caso del cálido viento que nos daba en la cara. Una ardilla se acercó dando saltos por el camino, como una bufanda de piel fugitiva, y se paró cerca de nosotros a la espera de un bocado. Gotovina sacudió su cerilla y luego movió la punta de la bota negra y pulida hacia la oscilación peluda. Era obvio que el cura no era un amante de la naturaleza.