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– Herr Klingerhoefer -dije-. Creo que le debemos una disculpa. No es la primera vez que ocurre algo así. Sabe, la chica es demasiado presumida para llevar gafas. Es bastante probable que se conocieran de antes, pero me temo que veía demasiado mal para reconocerle de donde fuera que se conociesen. ¿Creo que dijo en un avión?

Klingerhoefer se levantó, educado.

– Sí -contestó-. En un vuelo desde Viena. Voy a menudo por negocios. Ahí vive, ¿no? ¿En Viena?

– ¿Eso le dijo?

– Sí -respondió, con una evidente consternación ante mi pregunta-. ¿Está en apuros? Mi madre me ha dicho que es usted detective.

– Es cierto. No, no tiene problemas. Me encargo de su seguridad personal. Como una especie de guardaespaldas. -Sonreí-. Ella vuela, yo voy en tren.

– Qué mujer más guapa -dijo frau Klingerhoefer, mientras arrancaba el tuétano del hueso de cordero con la punta del cuchillo.

– Sí, ¿verdad? Frau Warzok se está divorciando de su marido -añadí-. Por lo que yo sé, no acaba de decidir si instalarse en Viena o vivir aquí, en Múnich. Por eso me sorprendió un poco oír que le habló de vivir Viena.

Klingerhoefer parecía pensativo y sacudía la cabeza.

– ¿Warzok? No, estoy seguro de que no utilizó ese nombre -dijo.

– Supongo que usó su apellido de soltera -sugerí.

– No, seguro que era frau no sé qué -insistió-. Y no fräulein. Ya me entiende, con una mujer tan atractiva es lo primero que quieres oír, si está casada o no. Sobre todo si eres un soltero con ganas de casarse como yo.

– Encontrarás a alguien -dijo su madre, que lamía el tuétano del cuchillo-. Hay que tener paciencia, nada más.

– ¿Era Schmidt? -pregunté.

Era el nombre que utilizó la primera vez que se puso en contacto con herr Krumper, el abogado de mi última esposa.

– No, no era Schmidt -contestó-. Eso también lo recordaría.

– Mi apellido de soltera es Schmidt -explicó su madre, amable.

Me quedé quieto un segundo con la esperanza de que recordara el nombre que utilizó. Pero no lo hizo. Pasado un rato, volví a disculparme y me dirigí a la puerta.

El maître apareció presuroso a mi lado, con los codos en alto dándole impulso como un bailarín.

– ¿Todo bien, señor? -preguntó.

– Sí -dije, y le entregué sus dólares-. Dígame una cosa. ¿Había visto antes a esa mujer?

– No, señor -contestó-. La recordaría en cualquier parte.

– Me ha dado la sensación de que tal vez se conocían de antes -dije. Hurgué en el bolsillo y saqué un billete de cinco marcos-. ¿O quizás era ésta la mujer que usted reconoció?

El maître sonrió y casi parecía tímido.

– Sí, señor -dijo-. Creo que era ella.

– No tiene de qué temer. No muerde, esta mujer no. Pero si jamás vuelve a ver a esa otra mujer, me gustaría saberlo.

Metí el billete y la tarjeta en el bolsillo superior del chaqué.

– Sí, señor. Por supuesto, señor.

Salí a Marstallstrasse con la vaga esperanza de alcanzar a ver a Britta Warzok subiendo a un coche, pero se había ido. La calle estaba desierta. Decidí pasar de ella y me dirigí hacia donde había dejado el coche.

Todos los clientes son unos mentirosos.

16

Mientras iba por la Mar stallstrasse hacia Maximilianstrasse, ya pensaba en lo que iba a hacer al día siguiente. Iba a ser un día sin criminales de guerra nazis, camisas pardas, curas croatas corruptos ni misteriosas viudas ricas. Iba a pasar la mañana con mi esposa, disculpándome por mi desatención anterior. Por fin iba a llamar a herr Gartner, el de las pompas fúnebres, y le iba a proporcionar las palabras que quería que figuraran en la placa conmemorativa de Kirsten. También iba a hablar con Krumper para decirle que bajara el precio del hotel. Otra vez. Tal vez hiciera buen tiempo en el cementerio. No creía que a Kirsten le molestara si, mientras estaba en el jardín del recuerdo donde se esparcirían sus cenizas, tomaba un poco el sol en la cara. Luego, por la tarde, tal vez volvería a aquella galería de arte, la de al lado del edificio de la Cruz Ro ja, para ver si me podía matricular en un curso intensivo de crítica de arte. De esos en los que una mujer joven, delgada pero atractiva, te agarra de la oreja y te acompaña a unos cuantos museos y te dice qué sí y qué no, y cómo averiguar cuándo un chimpancé pintó un cuadro y otro lo hizo un tipo con una pequeña boina negra. Y si eso no resultara, iría al Hofbrauhaus con mi diccionario de inglés y un paquete de tabaco y pasaría la tarde con una bonita morena. Probablemente muchas morenas, de esas silenciosas, con la cabeza bonita y cremosa y sin una historia de desgracia, todas alineadas en la barra del bar. Fuera lo que fuera lo que acabara haciendo, iba a olvidarme de todo lo que ahora me molestaba de Britta Warzok.

Había dejado el coche aparcado unas manzanas al este del Vier Jahreszeiten, orientado al oeste hacia Ramersdorf, por si me atraía la idea de comprobar la dirección que me había dado. No me apetecía mucho, con dos Gibsons encima. Por lo menos Britta Warzok tenía razón en eso. En el Vier Jahreszeiten servían cócteles excelentes. Cerca del coche, Maximilianstrasse se amplía en una plaza alargada llamada el Forum. Supongo que alguien pensó que la plaza le recordaba a la antigua Roma, probablemente porque hay cuatro estatuas con un ligero aire clásico. Me atrevería a decir que se parece más al antiguo foro romano que antes, porque el MuseoEtnográfico, a la derecha de la plaza en dirección al río, es una ruina bombardeada. Y el primero vino de esa dirección. Corpulento como una atalaya y con un traje de lino beige muy arrugado, se acercó a mí haciendo eses con los brazos extendidos, como un pastor que intenta atrapar a una oveja que ha escapado.

No tenía ganas de que nadie me atrapara, mucho menos alguien de las dimensiones de ese tipo, así que giré enseguida hacia el norte, en dirección a santa Anna, y me encontré a un segundo hombre que venía hacia mí por Seitzstrasse. Llevaba un abrigo de piel, un bombín y bastón. Había algo en su rostro que no me gustaba. Era simplemente su cara. Tenía los ojos de color cemento y la sonrisa de sus labios agrietados me recordaba a un alambre de espino. Los dos hombres echaron a correr cuando giré rápido sobre mis talones y volví corriendo por Maximilianstrasse, directo hacia un tercer hombre que avanzaba hacia mí desde la esquina con Herzog-Rudolf- Strasse. Tampoco parecía una hermanita de la caridad.

Agarré la pistola del bolsillo unos cinco segundos demasiado tarde. No había seguido el consejo de Stuber de dejar una bala en el cañón, y habría tenido que abrir el cargador para poner una en la punta y tenerla lista para disparar. Lo más seguro es que no hubiera servido de nada. En cuanto la tuve en la mano, el hombre del bastón me alcanzó y me dio un golpe en la muñeca con él. Por un instante pensé que me había roto el brazo. La pequeña pistola chocó inofensiva contra el pavimento y yo casi me desplomo con ella del dolor que sentía en el antebrazo. Por suerte tengo dos brazos, y el otro le clavó el codo en el estómago. Fue un golpe duro y contundente, lo bastante bueno para cortarle un poco la respiración a mi atacante del bombín. Lo oí pasar silbando por la oreja, pero no fue suficiente para tirarlo al suelo.

Para entonces los otros dos ya estaban encima de mí. Levanté las zarpas, me puse en guardia, le di fuerte a uno en la cara y al otro le encajé un gancho de derecha muy decente en la barbilla. Sentí que su cabeza se movíacontra los nudillos como un globo atado a un palo y esquivé un puño del tamaño de una montañita de los Alpes. Pero fue inútil. El bastón me dio un golpe fuerte en los hombros, y se me soltaron las manos como los brazos de un batería. Uno me bajó la chaqueta de los hombros para inmovilizarme los brazos a los lados, y luego otro me dio un puñetazo en el estómago que rozó la columna vertebral y me hizo caer sobre las rodillas y vomitar los restos de la cena de cebolla del cóctel en la pequeña Beretta.