En los dientes superiores, largos y desgastados, lucía dos puentes de oro además de numerosos empastes.Tenía el cráneo muy parecido a las calaveras de las insignias de gorra de las SS, en extremo huesudo y con las sienes hundidas. Me llamó la atención que pareciera tan judío y se me ocurrió que tal vez eso tuviera algo que ver con la antipatía que profesaba por los judíos.
A partir del momento en que el Romania atracó en Jaffa, a los dos hombres del SD las cosas no les fueron demasiado bien. Los británicos debieron de sospechar que Hagen y Eichmann eran de la In teligencia alemana y, tras una larga discusión, les dieron permiso para pisar tierra sólo durante veinticuatro horas. Yo no me encontré con ningún problema y enseguida me concedieron un visado que me permitía quedarme en el país treinta días. Tuvo su gracia, ya que no pretendía permanecer allí más de cuatro, cinco a lo sumo, pero a Eichmann, cuyos planes se habían desbaratado, le afectó profundamente. En el carruaje que nos llevó a los tres desde el puerto al hotel Jerusalén, cerca de la famosa «colonia alemana» de la ciudad, no dejó de hablar de aquel cambio de planes.
– ¿Y ahora qué vamos a hacer? -se quejó a voz en grito-. Las reuniones más importantes son pasado mañana. Y para entonces ya estaremos de vuelta en el barco.
Sonreí, satisfecho por su consternación. Cualquier revés que sufriera el SD me iría bien. Me alegré, aunque sólo fuera porque aquello me evitaba tener que inventar una historia que contarle a la Ges tapo. Al fin y al cabo, era difícil que pudiera espiar a dos hombres a los que les habían negado el visado. Se me ocurrió incluso que a la Ges tapo le resultaría lo bastante divertido como para perdonarme que no les diera ninguna información concreta.
– Tal vez Papi podría reunirse con ellos -dijo Hagen.
– ¿Yo? Ni lo sueñes, Hiram -respondí.
– Todavía no entiendo que a ti te hayan concedido el visado y a nosotros no -añadió Eichmann.
– Eso se debe a que colabora con ese maldito judío del doctor Six, sin duda -aclaró Hagen-. Es probable que se lo haya conseguido él.
– Puede ser -dije-. Y también puede ser que a vosotros, chicos, no se os den demasiado bien este tipo de trabajos. Si se os dieran bien es probable que no hubieseis elegido haceros pasar por periodistas de un periódico nazi. Y mucho menos de un periódico que los nazis arrebataron a los judíos. Os habríais hecho pasar por algo demenos nivel, creo yo. -Miré a Eichmann y sonreí-. Por vendedores de petróleo, por ejemplo.
Hagen lo pilló, pero Eichmann seguía demasiado enfadado para darse cuenta de que me estaba metiendo con él.
– Franz Reichert -dijo-. De la Agen cia de Prensa alemana. Puedo llamarlo a Jerusalén. Supongo que sabrá cómo localizar a Fievel Polkes. Sin embargo, no tengo ni idea de cómo vamos a contactar con Haj Amin. -Soltó un suspiro-. ¿Qué vamos a hacer?
Me encogí de hombros.
– ¿Qué estarías haciendo ahora? -pregunté-. ¿Qué harías hoy si hubieras obtenido un visado por treinta dias?
Eichmann también se encogió de hombros.
– Supongo que hubiera visitado la colonia masónica alemana de Sarona, hubiera subido al monte Carmelo y echado un vistazo a las explotaciones agrícolas de los judíos en el valle de Jezreel.
– Entonces te aconsejo que hagas exactamente lo que tenías previsto -dije-. Llama a Reichert. Explícale la situación y regresa al barco mañana. Mañana mismo sale hacia Egipto, ¿no? Pues bien, una vez allí ve a la embajada británica de El Cairo y solicita otro visado.
– Tiene razón -dijo Hagen-. Eso es lo que deberíamos hacer.
– Podemos pedir otro -gritó Eichmann-. Claro, podemos obtener el visado en El Cairo y después regresar.
– Como los hijos de Israel -añadí.
El carruaje dejó atrás las estrechas y polvorientas callejuelas de la parte antigua y se abrió camino con velocidad por una carretera más ancha en dirección a la zona nueva de Tel Aviv. Frente a una torre de reloj y varias cafeterías árabes se encontraba el banco Anglo-Palestino, lugar en el que debía encontrarme con el encargado y entregarle la carta de presentación de Begelmann y del banco Wassermann, además del baúl que Begelmann me había pedido que sacara de Alemania. No tenía ni idea de qué contenía, pero por el peso deduje que no se trataba de su colección de sellos. No vi ningún motivo por el que debiera retrasar mi visita al banco. Y menos encontrándome en un lugar como Jaffa, poblado de árabes que nos dedicaban miradas de hostilidad. (Claro que lo más probable es que nos tomaran por judíos, y los palestinos no tenían a los judíos en muy alta estima.) Así pues, le pedí al conductor que parara y, con el baúl bajo el brazo y las cartas en el bolsillo, me apeé del carruaje y dejé que Eichmann y Hagen se ocuparan de llevar mi equipaje al hotel.
El encargado del banco era un inglés llamado Quinton. Tenía los brazos demasiado cortos para la chaqueta que llevaba y el pelo rubio tan ralo que apenas se le notaba. Tenía la nariz respingona y cubierta de pecas, y la sonrisa de un joven bulldog. Cuando lo vi no pude evitar imaginarme a su padre, siempre atento a la labor del profesor de alemán de su hijo. Y tengo la sensación de que debió de tener uno bueno, pues el joven Quinton hablaba un alemán excelente con entonación entusiasta, como si estuviera recitando «La destrucción de Magdeburgo» de Goethe.
Quinton me condujo a su oficina. De la pared colgaba un bate de cricket y varias fotografías de equipos de cricket. El ventilador del techo giraba con lentitud. Hacía calor. La ventana de la oficina ofrecía una hermosa vista del cementerio mahometano y más allá, del mar Mediterráneo. El reloj de la torre cercana marcó la hora y el muecín de la mezquita convocó a los fieles a la oración. Me encontraba muy lejos de Berlín.
Quinton abrió los sobres que le había entregado con un abrecartas en forma de pequeña cimitarra.
– ¿Es verdad que los judíos de Alemania no tienen permitido tocar a Beethoven ni a Mozart? -preguntó.
– Tienen prohibido tocar música de esos compositores en eventos culturales judíos -respondí-. Pero no me pida una explicación, mister Quinton. No podría dársela. En mi opinión, el país se ha vuelto loco.
– Pues no se imagina lo que es vivir aquí -añadió-. Aquí los judíos y los árabes se la tienen jurada, y nosotros estamos en medio. La situación es insostenible. Los judíos odian a los británicos por no facilitarles a más de ellos la llegada a Palestina. Y los árabes nos odian por permitir que los judíos entren en el país. Por ahora tenemos suerte de que el odio que se tienen entre sí es mayor que el que sienten por nosotros, pero un día este país nos explotará en las narices, tendremos que irnos, y todo quedará peor de lo que ya estaba. Recuerde mis palabras, herr Gunther.
A la vez que hablaba leía las cartas y clasificaba hojas de papel, algunas de ellas en blanco salvo por una firma estampada. Entonces me explicó qué estaba haciendo:
– Éstas son las cartas de acreditación -aclaró-. Y éstas son las firmas para las nuevas cuentas bancarias. Una de ellas será una cuenta conjunta para usted y el doctor Six, ¿no es así?
Fruncí el entrecejo, no demasiado contento por el hecho de tener algo en común con el jefe del Departamento de Asuntos Judíos del SD.
– No lo sé -respondí.
– Bien. Ésta es la cuenta de la que debe sacar el dinero para alquilar la propiedad aquí en Jaffa -explicó-, así como para sus gastos y honorarios. El importe restante se hará pagadero al doctor Six previa presentación de una libreta de ahorros que le daré a usted y usted le dará a él. Y del pasaporte. Por favor, asegúrese de que le queda claro. Para entregar dinero el banco requiere que el titular de la libreta se identifique con su pasaporte. ¿Entendido?