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El general se colocó enfrente de mí. Estaba a una distancia suficiente para verle los ojos azules arios. Eran fríos e insensibles, duros como zafiros. Esbozaba una sonrisita en la comisura de los labios, como si quisiera contarme algo divertido. Así era, pero todavía no pillaba la broma. Sujetaba algo pequeño y rosa enfrente de la nariz. Primero pensé que era una gamba poco hecha. Cruda y sangrienta en un extremo, sucia en el otro, muypoco apetecible. Luego me di cuenta de que no era nada comestible: era mi dedo meñique. Me sujetó la nariz y luego empujó la mitad superior del dedo meñique en el interior de una de las fosas nasales. La sonrisa se volvió más pronunciada.

– Esto es lo que pasa por meter los dedos en cosas que no le incumben -dijo, con esa voz suave y civilizada de aficionado a Mozart. El caballero nazi-. Y puedes considerarte afortunado de que no nos decidiéramos por tu nariz. Te la habríamos cortado. ¿Me he explicado bien, herr Gunther?

Lancé un débil gruñido. Ya no me quedaban impertinencias. Sentí que el dedo empezaba a deslizarse por la nariz. Pero lo atrapó justo a tiempo y me lo metió en el bolsillo superior, como un bolígrafo prestado.

– Un recuerdo -dijo. Se dio la vuelta y ordenó al hombre del bombín-: Lleve a herr Gunther a donde él quiera.

Me devolvieron a rastras al coche y me empujaron al asiento trasero. Cerré los ojos. Sólo quería dormir mil años, como Hitler y el resto.

Se cerraron las puertas del coche. Arrancó el motor. Uno de mis compañeros me despertó de un codazo.

– ¿Dónde quiere ir, Gunther? -preguntó.

– A la policía -dijo alguien. Para mi sorpresa, era yo-. Quiero denunciar una agresión.

Se oyeron unas risas en los asientos delanteros.

– Nosotros somos la policía -dijo una voz.

Tal vez era cierto, quizá no. Poco me importaba. Ya no. El coche empezó a moverse y aumentó enseguida la velocidad.

– ¿Entonces dónde lo llevamos? -dijo alguien pasados uno o dos minutos.

Miré por la ventana con los ojos entrecerrados. Parecía que nos dirigíamos hacia el norte. El río nos quedaba a la izquierda.

– ¿Qué tal una tienda de pianos? -susurré.

Lo encontraron muy divertido. Casi me río yo, si no me doliera intentar respirar.

– Este tío es muy duro -comentó el hombretón-. Me gusta.

Encendió un cigarrillo e, inclinándose hacia mí, me lo colocó en la boca.

– ¿Por eso me habéis cortado el dedo?

– Cierto -dijo-. Tienes suerte, me gustas, ¿eh?

– Con amigos como usted, Golem, ¿quién necesita enemigos?

– ¿Qué te ha llamado?

– Golem.

– Es una palabra de jaboneros -dijo el del bombín-. Pero no me preguntes qué significa.

– ¿Jaboneros? -Todavía susurraba, pero me oían bien-. ¿Qué es eso?

– Judío -dijo el grandullón. Y luego me dio en el costado, sentí mucho dolor-. ¿Es una palabra de jaboneros? ¿Como ha dicho?

– Sí -contesté. No quería provocarle más, con nueve dedos todavía en las pezuñas. Me gustaban mis dedos y, lo más importante, a mis novias también, en la época en que tenía novias. Así me contuve de decirle que el Golem era un monstruo grande, tonto y sólo ligeramente humano que era feo como el diablo. No estaba preparado para tal grado de sinceridad. Y yo tampoco, así que añadí-: Significa tío grande. Un tío muy duro.

– Sí, él es así -dijo el conductor-. Ellos no son muy grandes. Y seguro que no más duros.

– Creo que me estoy mareando -anuncié.

Al oírlo, el tipo grande me quitó el cigarrillo de la boca, abrió la ventana y lo tiró, luego me empujó hacia el frío aire nocturno que corría junto al coche.

– Necesitas aire fresco, eso es todo -dijo-. Estarás bien en un minuto.

– ¿Está bien? -El conductor lanzaba miradas nerviosas-. No quiero que vomite en este coche.

– Está bien -dijo el gigante. Abrió una petaca y vertió un poco más de coñac en mi boca-. ¿Verdad, tío duro?

– Ya no importa -dijo el del bombín-. Ya estamos.

El coche se detuvo.

– ¿Dónde estamos? -pregunté.

Me sacaron del coche y me arrastraron hacia una entrada bien iluminada donde me apoyaron contra un montón de ladrillos.

– Es el hospital estatal -dijo el hombretón-. En Bogenhausen. Descanse un rato. Alguien le encontrará enun minuto, espero. Arréglese. Se pondrá bien, Gunther.

– Muy amable -respondí, e intenté pensar un momento, lo suficiente para concentrarme en la matrícula del coche.

Pero veía doble y, por un instante, no vislumbré nada. Cuando abrí los ojos de nuevo, el coche no estaba y había un hombre con chaqueta blanca arrodillado enfrente.

– Le ha dado bien, ¿no, señor? -dijo.

– Yo no -respondí-. Otro. Y a quien han dado duro es a mí, doctor. Como si fuera el saco de arena preferido de Max Schmeling.

– ¿Está seguro? -preguntó-. Apesta a coñac.

– Me dieron un trago. Para hacerme sentir mejor después de cortarme el dedo.

Agité el puño sangriento en su cara a modo de declaración jurada.

– Mmm… -Sonaba como si todavía no estuviera convencido-. Nos llegan muchos borrachos que se autolesionan y vienen aquí -dijo-. Creen que estamos sólo para arreglar sus desastres.

– Mire, señor Schweitzer -susurré-. Me han hecho papilla. Si me dejara estirado en el suelo podría imprimir el periódico de mañana en mi cuerpo. Bueno, ¿me va a ayudar o no?

– Tal vez. ¿Me puede decir su nombre y domicilio? Sólo para no sentirme como un idiota cuando encuentre la botella en su bolsillo. ¿Cómo se llama el nuevo canciller?

Le dije mi nombre y dirección.

– Pero no tengo ni idea de cómo se llama nuestro nuevo canciller. Todavía estoy intentando olvidar el último.

– ¿Puede caminar?

– A lo mejor hasta una silla de ruedas, si me señala una.

Fue a buscar una al otro lado de la puerta doble y me ayudó a sentarme.

– Por si la enfermera de sala pregunta -dijo, mientras me empujaba hacia dentro-. El nuevo canciller alemán es Konrad Adenauer. Si le huele antes de que podamos cambiarle de ropa, tiene tendencia a preguntar. No le gustan los borrachos.

– A mí no me gustan los cancilleres.

– Adenauer era el alcalde de Colonia -dijo el hombre de la chaqueta blanca-. Hasta que los británicos despidieron por incompetente.

– Entonces lo hará bien.

Arriba encontré a una enfermera que me ayudó a desnudarme. Era una chica atractiva, incluso en un hospital debía de haber cosas más agradables de ver que mi cuerpo blanco. Tenía tantas franjas azules que parecía la bandera de Baviera.

– Jesús -exclamó el médico cuando volvió para examinarme. Tras lo ocurrido, ahora me hacía una mejor idea de cómo se había sentido después de que los romanos acabaran con él-. ¿Qué le ha pasado?

– Se lo dije -respondí-. Me han dado una paliza.

– ¿Pero quién? ¿Y por qué?

– Dijeron que eran policías. Pero podría ser que sólo quisieran que les recordara con cariño. Siempre pensando lo peor de la gente. Es un defecto de mi carácter. Además de no ocuparme de mis asuntos ni controlar mi lengua viperina. Leyendo entre moratones, diría que eso es lo que intentaban decirme.

– Tiene bastante sentido del humor -comentó el médico-. Me da la sensación de que lo necesitará por la mañana. Estos moratones tienen mala pinta.

– Lo sé.

– Ahora mismo vamos a hacerle radiografías, para ver si tiene algo roto. Luego lo atiborraremos de calmantes y le echaremos otro vistazo a ese dedo.

– Ya que pregunta, está en el bolsillo de la chaqueta.

– Supongo que se refiere al muñón. -Le dejé que retirara el pañuelo y examinara los restos de mi dedo meñique-. Habrá que poner puntos. Y algún antiséptico. Dicho esto, es un trabajo limpio para una herida traumática. Las dos articulaciones superiores han desaparecido. ¿Cómo lo hicieron? Quiero decir, ¿cómo lo cortaron?