Выбрать главу

– Con un martillo y un cincel -respondí.

Tanto el médico como la enfermera se estremecieron por empatía. Yo tenía escalofríos. La enfermera me puso una manta sobre los hombros. Seguía temblando, también sudaba y tenía mucha sed. Cuando empecé a bostezar, el médico me dio un pellizco en el lóbulo de la oreja.

– No me diga -dije, con los dientes apretados-. Me encuentra adorable.

– Está en estado de shock -dijo, me levantó las piernas hacia la cama y me ayudó a estirarme. Ambos apilaron algunas mantas más encima-. Tiene suerte de estar aquí.

– Esta noche todo el mundo cree que soy afortunado -repliqué. Empezaba a sentirme pálido y gris como el papel. También nervioso, incluso ansioso. Como una trucha que intenta nadar sobre una mesita de café de cristal -. Dígame, doctor. ¿De verdad la gente puede pillar la gripe y morir en verano?

Respiré hondo y expulsé una bocanada de aire, casi como si hubiera corrido. En realidad me moría por un cigarrillo.

– ¿La gripe? ¿De qué habla? No tiene la gripe.

– Qué raro. Me siento como si la tuviera.

– Y no se va a morir.

– Cuarenta y cuatro millones murieron de gripe en 1918 -dije-. ¿Cómo puede estar tan seguro? La gente muere de gripe continuamente, doctor. Mi esposa, por ejemplo. No sé por qué, pero había algo que no me gustaba. Y no me refiero a ella, aunque no me gustaba. Últimamente no, al principio sí. Me gustaba mucho. Pero no desde el final de la guerra. Y seguro que no desde que llegamos a Múnich. Probablemente por eso merecía la paliza de esta noche. ¿Lo entiende? Lo merecía, doctor. No importa lo que hicieran, se veía venir.

– Tonterías.

El médico dijo algo más. Me hizo una pregunta, creo. No la entendí. No entendía nada. Volvió la niebla, llegó como el humo de una cocina de salchichas un día frío de invierno. Aire de Berlín. Inconfundible, como volver a casa. Pero sólo una mínima parte de mí sabía que nada de eso era cierto y que por segunda vez aquella noche me había desmayado. Que es un poco como estar muerto, pero mejor. Cualquier cosa es mejor que estar muerto. Quizá tuve más suerte de lo que pensaba. Mientras pudiera distinguir entre ambas cosas, todo iba más o menos bien.

18

Era de día. La luz del sol se colaba por las ventanas. Las motas de polvo flotaban en brillantes haces de luz como diminutos personajes de un proyector celestial. Tal vez sólo eran ángeles enviados para guiarme hacia la idea de cielo de alguien. O pequeños hilos de mi alma, deseosa de alcanzar la gloria, que exploraban intrépidos el camino hacia las estrellas por delante del resto de mí, intentando darse prisa. Entonces el haz de luz se movió, casi de forma imperceptible, como las agujas de un reloj gigante, hasta que rozó la parte inferior de la cama e, incluso a través de la sábana y las mantas que la cubrían, calentó los dedos de los pies, como si me recordara que todavía no había hecho mis tareas mundanas.

El techo era rosa. Un gran bol de cristal colgaba de él con una cadena de latón. En el borde inferior del bol había cuatro moscas muertas, como un escuadrón de combatientes abatidos en una espantosa guerra de insectos.

Cuando acabé de observar el techo, miré las paredes. Eran del mismo tono rosa. En una de ellas había un botiquín lleno de botellas y gasas. Al lado había un escritorio con una lámpara, donde a veces se sentaban las enfermeras. En la pared opuesta había una enorme fotografía del castillo de Neuschwanstein, el más famoso de los tres palacios reales construidos para Luis II de Baviera. A veces se le llamaba «el Rey Loco», pero, desde que ingresé en este hospital, creo que lo comprendo mejor que la mayoría de la gente. Sobre todo porque había estado delirando durante una semana o más. En multitud de ocasiones me encontré encerrado en la torre más alta de aquel castillo, aquella con la veleta y una vista panorámica de cuento de hadas. Incluso había recibido visita de los siete enanitos y un elefante con las orejas grandes. Rosa, por supuesto.

Nada de eso era de extrañar, en absoluto. O eso me dijeron las enfermeras. Tenía neumonía porque miresistencia a la infección había sido baja debido a la paliza recibida, y porque era un fumador empedernido. Se manifestó como una gripe muy fuerte y, durante un tiempo, eso pensaban que tenía. Lo recuerdo porque me pareció muy irónico. Luego empeoró. Durante unos ocho o nueve días estuve a 42 grados, que debió de ser cuando me fui a Neuschwanstein. Desde entonces he tenido una temperatura casi normal. Digo casi normal, pero, a juzgar por lo que sucedió después, debía de estar de cualquier manera menos normal. Por lo menos ésa es mi excusa.

Pasó otra semana, un largo fin de semana en Kassel, durante el cual no sucedió nada en absoluto y no había nada que mirar. Ni siquiera mis enfermeras eran entretenidas. Eran macizas amas de casa alemanas, con maridos, niños, papada, antebrazos imponentes, piel de naranja y el pecho como una almohada. Con sus delantales y gorras blancos y rígidos, tenían aspecto y se comportaban como si estuvieran blindadas. No es que hubiera cambiado mucho de haber sido más atractivas. Me sentía débil como un recién nacido. Y la libido de un hombre se frena cuando el objeto de su atención es quien va a buscar, lleva y, era de suponer, vacía su orinal. Además, reservaba toda mi energía mental para pensamientos que no tenían nada que ver con el amor. La venganza era mi constante preocupación. La única pregunta era: ¿vengarse de quién?

Aparte de la certeza de que los hombres que me hicieron picadillo eran enviados del padre Gotovina, no sabía nada de ellos. Excepto que eran antiguos miembros de las SS como yo, y posiblemente policías. El cura era mi única pista real y, poco a poco, decidí vengarme en la persona del padre Gotovina.

Sin embargo, no subestimaba la gravedad y dificultad de dicha tarea. Era un hombre grande y poderoso y, en mi estado de extrema debilidad, sabía que no era capaz de acometer la tarea de eliminarlo. Una niña de cincoaños con una bolsa de caramelos en el puño y un buen derechazo hubiera limpiado el suelo de la guardería conmigo. Pero, aunque hubiera sido lo bastante fuerte para enfrentarme a él, seguro que me reconocería y luego les diría a sus amigos de las SS que me matasen. No me parecía el tipo de cura con escrúpulos para algo así. Así que, fuera lo que fuera a hacerle al cura, requeriría un arma de fuego y, en cuanto lo comprendí, también me di cuenta de que tenía que matarlo. No parecía haber alternativa. Una vez apuntara la pistola hacia él, no habría lugar para medias tintas. Lo mataría o seguro que lo haría él.

Matar a un hombre porque ha instado a otros hombres a hacerme daño puede parecer desproporcionado, y tal vez lo fuera. Mi equilibrio mental podía haberse visto perjudicado por todo lo sucedido. Pero tal vez había otro motivo. Después de lo que había visto y hecho en Rusia, tenía menos respeto a la vida humana que antes, la mía incluida. Tampoco había sido nunca un cuáquero. En tiempos de paz maté a muchos hombres. No disfruté con ello, pero una vez has matado, luego resulta más fácil volver a hacerlo. Incluso a un cura.

Una vez resuelto quién, las preguntas se centraron en el cuándo y el cómo. Y eso me llevó a percatarme de que si lograba matar al padre Gotovina, me convendría irme de Múnich una temporada. Tal vez para siempre. Por si uno de sus amigos cortadedos de la Com pañía sumaban dos más dos y me atrapaban. Fue mi médico, el doctor Henkell, quien me ofreció una solución al problema de dónde ir si me iba de Múnich.

Henkell era alto como una farola, con el pelo gris propio de la Weh rmacht y la nariz como las charreteras de un general francés. Tenía los ojos de un tono azul lechoso, con el iris del tamaño de puntos de lápiz. Parecían bolitas de caviar sobre platos de porcelana Meissen. Tenía una arruga en la frente tan pronunciada como los raíles de una vía, y un hoyuelo hacía que el mentón pareciera la insignia de un Volkswagen. Era un rostro solemne e imponente que podría perfectamente pertenecer a un duque de bronce del siglo XV, montado sobre un caballo hecho de cañones fundidos y colocado frente a un palacio con salas de tortura de frío y calor. Llevaba unas gafas con la montura de acero que la mayoría del tiempo estaban en la frente y pocas veces en la nariz y, alrededor del cuello, una llave Evva del botiquín de mi habitación y muchas otras como ésa para otros lugares del hospital. Se robaban medicamentos con frecuencia en el hospital estatal. Estaba bronceado y tenía un aspecto saludable, algo que no era de extrañar, ya que tenía un chalé cerca de Garmisch-Partenkirchen al que acudía casi todos los fines de semana: en verano para hacer senderismo y alpinismo, en invierno para esquiar.