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– ¿Por qué no va y se queda ahí? -dijo, mientras hablaba de aquel lugar-. Es justo lo que necesita para recuperarse de una enfermedad como la suya. Un poco de aire puro de la montaña, buena comida, paz y tranquilidad. Volvería a recobrarse enseguida.

– Es usted muy generoso, ¿no? -comenté-. Para ser médico, me refiero.

– Tal vez usted me guste.

– Lo sé. Es fácil cogerme cariño. Duermo durante todo el día y la mitad de la noche. En realidad, ha visto mi mejor cara, doctor.

Me enderezó la almohada y me miró a los ojos.

– Puede ser que haya visto más de Bernie Gunther de lo que él se cree -dijo.

– Oh, ha encontrado mi cualidad oculta -contesté-. Después de todas las molestias que me tomé para esconderla.

– No está tan bien escondida -dijo-. Siempre que uno sepa lo que busca.

– Está empezando a preocuparme, doctor. Al fin y al cabo, me ha visto desnudo. Ni siquiera llevomaquillaje, y debo de llevar el pelo hecho un desastre.

– Tiene suerte de estar tumbado boca arriba, débil como un gatito -dijo, meneando el dedo hacia mí-. Otro comentario como ése y mis atenciones en el hospital pueden convertirse en cuidados de cuadrilátero. Sepa que en la universidad me consideraban un boxeador con mucho futuro. Créame, Gunther, puedo abrir un corte con la misma rapidez que lo coso.

– ¿Eso no iría en contra del juramento hipocrático, o como lo llaméis vosotros, los administradores de pastillas, cuando os hacéis los importantes? En cualquier caso, algo griego.

– Quizás haga una excepción en su caso y lo estrangule con mi estetoscopio.

– Entonces no llegaría a saber por qué le gusto -dije-. ¿Sabe? Si de verdad le gustara me conseguiría un cigarrillo.

– ¿Con sus pulmones? Olvídelo. Si sigue mi consejo, jamás volverá a fumar. Es muy probable que la neumonía haya dejado una cicatriz en el pulmón. -Se detuvo un momento y añadió-: Una cicatriz tan pronunciada como la que tiene bajo el brazo.

Fuera de la habitación alguien empezó a perforar. Estaban de reformas en el hospital, igual que en el hospital femenino donde murió Kirsten. A veces parecía que no hubiera un solo lugar en Múnich donde no hicieran obras. Sabía que el doctor Henkell tenía razón. Un chalé en Garmisch-Partenkirchen sería mucho más apacible y tranquilo que el depósito de obreros donde me encontraba ahora. Lo que ordenara el médico, aunque éste empezara a sonar sospechosamente como un viejo compañero.

– Tal vez nunca llegué a hablarle de los hombres que me pusieron las garras encima -dije-. Ellos también tienen cualidades ocultas. Ya sabe, como el honor y la lealtad. Y solían llevar sombrero negro con unas señalespequeñas muy divertidas porque querían parecer piratas y asustar a los niños.

– De hecho, me dijo que eran policías -intervino-. Los que le dieron la paliza.

– Policías, detectives, abogados y médicos -dije-. Una lista interminable de profesiones a las que los viejos compañeros pueden dedicarse.

El doctor Henkell no me contradijo.

Cerré los ojos. Estaba cansado, hablar me agotaba. Todo me hacía sentir exhausto. Parpadear y respirar al mismo tiempo me cansaba. Dormir me agotaba, pero nada me extenuaba tanto como los viejos compañeros.

– ¿Qué era usted? -pregunté-. ¿Inspector de campos de concentración? ¿O sólo otro tipo que obedecía órdenes?

– Yo estaba en la 10ª División Panzer SS Frundsberg -respondió.

– ¿Cómo demonios acaba un médico en un tanque? -pregunté.

– ¿Sinceramente? Pensé que estaría más seguro dentro de un tanque. Y, en la mayoría de casos, era cierto. Estuvimos en Ucrania de 1943 hasta junio de 1944, cuando nos enviaron a Francia. Entonces estuvimos en Arnhem y Nimegen. Luego Berlín, después Spremberg. Yo fui afortunado. Conseguí entregarme a los yanquis, en Tangermünde. -Se encogió de hombros-. No me arrepiento de haberme unido a las SS. Los hombres que sobrevivieron conmigo serán mis amigos para el resto de mis días. Haría cualquier cosa por ellos. Cualquier cosa.

Henkell no me preguntó por mi servicio en las SS. Sabía que era mejor no preguntar. Era algo de lo que hablabas o no. Yo nunca quería volver a hablar de eso. Me daba cuenta de que sentía curiosidad, pero eso sólo reforzaba mi determinación de no decir nada. Que pensara lo que quisiera, en realidad no me importaba.

– De hecho -dijo-, me haría un gran favor. Si fuera a Mönch, es el nombre de mi casa en Sonnenbichl. Un amigo mío está viviendo allí ahora, podría hacerle compañía. Está en silla de ruedas desde la guerra y tiende a deprimirse. Podría ayudarle a mantenerse con la moral alta. Sería bueno para ambos, ya ve. Hay una enfermera y una mujer que va a cocinar. Estaría muy cómodo.

– Ese amigo suyo…

– Eric.

– No será también un antiguo compañero, ¿verdad?

– Estuvo en la 9ª División Panzer SS -contestó Henkell-. Hohenstaufen. También estuvo en Arnhem. Su tanque fue atacado por una pistola de 77 milímetros británica en septiembre de 1944. -Henkell hizo una pausa -. Pero no es un nazi, si es eso lo que le preocupa. Ninguno de los dos fuimos jamás miembros del Partido.

Sonreí.

– Para lo que importa -dije-, yo tampoco lo fui. Pero déjeme que le dé un consejo: jamás le diga a la gente que nunca fue miembro del Partido. Pensarán que tiene algo que esconder. No logro entender adonde huyeron todos esos nazis. Supongo que los tendrán los Ivanes.

– Nunca lo he pensado así -dijo.

– Yo sólo fingiré no haber oído lo que ha dicho y luego no me sentiré tan decepcionado cuando resulte ser el hermano listo de Himmler, Gebhard.

– Le gustará -dijo Henkell.

– Seguro que sí. Nos sentaremos junto al fuego y nos cantaremos el uno al otro la canción de Horst Wessel antes de acostarnos por la noche. Le leeré algunos capítulos de Mein Kampf y él me deleitará con Treinta artículos de guerra para el pueblo alemán del doctor Goebbels. ¿Qué le parece?

– Que he cometido un error -dijo Henkell en un tono grave-. Olvide que lo he mencionado, Gunther. Acabo de cambiar de opinión. Al fin y al cabo, no creo que usted le hiciera ningún bien. Está usted incluso más amargado que él.

– Levante el pie del acelerador Panzer, doctor -dije-. Iré. Cualquier sitio será mejor que éste. Necesitaré un sonotone si me quedo aquí.

19

Una de las enfermeras era de Berlín. Se llamaba Nadine, nos llevábamos bien. Vivía en Güntzelstrasse, en Wilmersdorf, muy cerca de mi antiguo domicilio, en Trautenaustrasse. Prácticamente habíamos sido vecinos. Había trabajado en el Charité Hospital, donde la violaron veintidós Ivanes en el verano de 1945. Después de aquello, perdió el entusiasmo por la ciudad y se mudó a Munich. Tenía un rostro más bien refinado, casi noble, el cuello erguido, los hombros anchos, la espalda larga y fuerte y las piernas correctamente formadas. Era corpulenta como una yegua de Oldenburg. Era tranquila, con un temperamento agradable y, por algún motivo, yo le gustaba. Después de unos días ella también me gustaba. Nadine llevó un mensaje al pequeño Faxon Stuber, el taxista sólo de extranjeros, donde le pedía que me visitara en el hospital.