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– Dios mío, Gunther -exclamó-. Pareces un chucrut de la semana pasada.

– Lo sé. Debería de estar en el hospital. Pero ¿qué puedo hacer? Uno tiene que ganarse la vida, ¿no?

– No podría estar más de acuerdo. Y espero que por eso esté yo aquí.

Sin más preámbulos, le indiqué el armario donde colgaba mi ropa, la cartera en el bolsillo interior y las diez señoras rojas que esperaban ahí.

– ¿Las has encontrado?

– Señoras rojas. Mis chicas favoritas.

– Hay diez y son tuyas.

– Yo no mato a gente -declaró.

– He visto cómo conduces y sólo es cuestión de tiempo, chaval.

– Pero que sepas que cuentas con mi ayuda.

Le conté lo que quería hacer. Tuvo que sentarse cerca de mi cama para oír lo que le decía porque a veces hablaba muy bajo. Sonaba como una rana en la garganta del Holandés Errante.

– Déjame que lo aclare -dijo-. Igual que la otra vez, te saco fuera, te llevo a donde quieras ir y te devuelvo aquí, ¿correcto?

– Será durante la hora de visitas, así que nadie sabrá que me he ido -le dije-. Además, llevaremos monos de obreros. Me lo pondré encima del pijama. Los obreros son invisibles en esta ciudad. ¿Qué ocurre? Pareces un gato dando vueltas alrededor de la leche.

– Si suena raro es porque no te veo saliendo de aquí en otra cosa que no sea una caja de madera, Gunther. Estás enfermo. He visto insectos con pinta de tener más fuerzas. No llegarías ni al aparcamiento.

– Eso ya lo he pensado -repliqué, y le enseñé una botellita de líquido rojo que tenía escondida bajo las sábanas-. Metanfetamina. La robé.

– ¿Y crees que eso te hará tenerte en pie?

– Lo suficiente para hacer lo que quiero hacer -respondí-. Se lo daban a los pilotos de la Luf twaffe durante la guerra. Cuando estaban extenuados. Volaban sin necesidad de avión.

– De acuerdo -dijo, al tiempo que se guardaba las señoras rojas-. Pero si te escapas o te caes no esperes que yo me encargue de transportarte. Enfermo o no, todavía eres un hombre grande, Gunther. Ni Josef Manger podría levantarte si su medalla de oro olímpica no dependiera de ello. Y otra cosa. Por lo que he oído, esa drogatiene tendencia a convertir a la gente en charlatana. Pero yo no quiero saber nada, ¿de acuerdo? Sea lo que sea lo que estés tramando, no quiero saberlo. Y en cuanto me lo digas, me sentiré con derecho a no hacerte caso. ¿Queda claro?

– Claro como media botella de Otto -contesté.

Stuber sonrió.

– De acuerdo -dijo-. No lo he olvidado. -Sacó medio litro de Fürst Bismarck del bolsillo y lo deslizó debajo de mi almohada-. Pero no bebas demasiado. El aguardiente y un puñado de matones no deben de ser una buena combinación. No quiero que vomites en mi taxi como un Popov apestoso.

– No te preocupes por mí, Faxon.

– No me preocupo por ti. Si parece que estoy preocupado es porque me preocupo por mí. No lo parece, pero hay una gran diferencia, ¿ves?

– Claro, lo entiendo. Es lo que los loqueros llaman Gestalt.

– Sí, bueno, tú lo sabrás mejor que yo, Gunther. Por lo que he oído hasta ahora, probablemente quieras que te examinen la cabeza.

– Todos queremos, Faxon, amigo. Todos queremos. ¿No has oído hablar de la culpa colectiva? Tú eres igual de malvado que Joseph Goebbels, y yo, igual que Reinhard Heydrich.

– ¿Reinhard qué?

Sonreí. Era cierto, Heydrich llevaba muerto más de siete años. Pero era un poco desconcertante descubrir que Stuber nunca había oído hablar de él. Tal vez fuera más joven de lo que imaginaba.

O eso, o era mucho mayor de lo que me parecía. Y eso era muy poco probable.

20

La metanfetamina en las venas me hacía sentir como si fuera mi vigésimo primer aniversario. Era fácil entender por qué les daban esa sustancia a los pilotos de la Luf twaffe. Con la cantidad suficiente de ese jugo acelerador en la sangre no te lo pensarías dos veces para aterrizar un Messerschmitt en el tejado del Reichstag. Me sentía mejor de lo que parecía, por supuesto. Y sabía que ni me acercaba siquiera a la fuerza que me hacía sentir la droga. Caminaba como si aprendiera a andar de nuevo. Sentía como si hubiera tomado prestadas las piernas y manos de uno de los juguetes descartados de Geppetto. Con la cara pálida, un mono negro sucio y demasiado grande, el pelo sudoroso y unos zapatos inexplicablemente pesados, me dije que sólo me faltaba un tornillo en el cuello para hacer el casting final de una película de Frankestein. Era peor cuando hablaba. Mi voz hacía que el monstruo sonara como Marlene Dietrich.

Caminé hasta el ascensor y luego me senté en una silla de ruedas. El hospital estaba lleno de visitas y nadie nos prestaba atención, mucho menos los médicos y enfermeras que, por lo general, aprovechaban la hora de visitas para hacer una pausa o ponerse al día con el papeleo. Todos tenían sobrecarga de trabajo y estaban mal pagados.

Stuber me llevó rápido a su taxi Volkswagen. Me coloqué en el asiento de atrás, ahorré energías y dejé que cerrara la puerta. Corrió hacia delante, entró de un salto y ya estaba acelerando el motor de cortacésped antes de que le dijera adónde íbamos. Encendió dos cigarrillos, me colocó uno entre los labios, soltó el embrague y luego se dirigió rápido hacia la rotonda de Maximilianstrasse, desde donde podríamos haber ido en cualquier dirección.

– Bueno, ¿dónde vamos? -preguntó, al tiempo que sujetaba el volante con fuerza a la izquierda para seguir dando vueltas.

– Cruza el puente -dije-. Al oeste por Maximilianstrasse y luego por Hildegard Strasse, hacia Hochbruchen.

– Sólo dime dónde vamos -gruñó-. Soy taxista, ¿recuerdas? Esa pequeña licencia que ves ahí de laOficina Municipal de Transporte significa que conozco esta ciudad como el conejo de tu mujer.

Mi metanfetamina dejó pasar ésa. Además, le prefería así. Una disculpa o muestra de rubor lo hubiera aplacado. Necesitaba velocidad y eficacia, antes de que el zumo de anfeta y mi malicia se agotaran.

– La iglesia del Espíritu Santo, en Tal -anuncié.

– ¿Una iglesia? -exclamó-. ¿Para qué quieres ir a una iglesia? -Lo pensó un momento mientras cruzábamos el puente como un rayo-. ¿O te estás arrepintiendo? ¿Es eso? Porque si es así, la de Santa Ana está más cerca.

– Pues vaya unos conocimientos de ginecología -comenté-. La de Santa Ana todavía está cerrada. – Mientras pasábamos por el Forum, vi de reojo la esquina de la calle donde los compañeros me habían dado un aperitivo de porra antes de meterme a empujones en su coche-. Y no me estoy arrepintiendo. Además, ¿no me dijiste que no debía ser charlatán? ¿Qué te importa lo que me interesa de una iglesia? No es asunto tuyo. Mejor que no lo sepas, eso dijiste.

Se encogió de hombros.

– Pensé que te estabas arrepintiendo de esto. Eso es todo.

– Cuando me arrepienta, serás el primero en saberlo -dije-. Bueno, ¿dónde está la carraca?

– Allí abajo. -Hizo un gesto con la cabeza. Había una bolsa de herramientas de piel en el suelo. Estaba tan colocado que no la había visto-. En la bolsa. Hay llaves inglesas y destornilladores dentro para darle un poco de compañía decente. Por si alguien se poner nervioso.

Me incliné poco a poco hacia delante y levanté la bolsa hasta el regazo. En un lado estaba el escudo de armas de la ciudad y ponía «Oficina de Correos de Motorbus Services, Luisenstrasse».

– Pertenecía a un mecánico de autobús, supongo -dijo-. Alguien se lo dejó en el taxi.

– ¿Desde cuándo los mecánicos de autobús toman taxis para extranjeros? -pregunté.

– Desde que empezaron a tirarse a enfermeras americanas -contestó-. Ella también era un verdadero bombón. No me extraña que se olvidara las herramientas, no podían despegar las caras. -Sacudió la cabeza-. Yo les observaba por el retrovisor. Era como si ella buscara con la lengua la llave de su casa en la oreja de él.

– Estás dibujando un cuadro muy romántico -comenté, y abrí la bolsa.