Me uní al 316º batallón directamente desde Berlín, en un lugar llamado Zamosc, Polonia. Anteriormente, el 316º y el 322º, con los que habíamos operado, habían estado en Cracovia. En aquella época, por lo que yo sabía, ninguno de esos dos batallones policiales había llevado a cabo un asesinato múltiple. Sabía que muchos de mis colegas eran antisemitas, pero había la misma proporción de gente que no lo era, y nada de eso supuso un problema hasta que llegamos a Minsk, donde hice mi informe. También entregué las dos docenas de juegos de papeles de identificación que habíamos confiscado antes de ejecutar a sus propietarios asesinos. Era el 7 de julio.
Mi superior, un coronel de las SS llamado Mundt, me felicitó por nuestra exitosa acción y, al mismo tiempo, me soltó una reprimenda por no haber llevado a las dos mujeres para que fueran colgadas. Parecía que Berlín había emitido una nueva orden: todas las mujeres de la NKVD y partisanas debían ser colgadas, en público, como ejemplo para la población de Minsk.
Mundt hablaba ruso mejor que yo en aquella época, y también podía leerlo. Antes de enrolarse en el Grupode Acción Especial B de Minsk, había estado en la Ofi cina Judía de la RSHA. Y él fue quien se percató de algo acerca de los prisioneros de la NKVD que habíamos ejecutado. Pero incluso al leer en voz alta sus nombres no lo comprendí.
– Kagan -dijo-. Geller, Zalmonowitz, Polonski. ¿No lo capta, Obersturmführer Gunther? Todos son judíos. Habéis ejecutado a un escuadrón de la muerte judío de la NKVD. Eso lo demuestra, ¿no? Que el Führer tiene razón al decir que los bolcheviques y los judíos son el mismo veneno.
Ni siquiera entonces me parecía tan importante. Incluso entonces me dije que yo no sabía que todos eran judíos cuando los fusilamos. Me convencí de que probablemente eso no habría cambiado nada, que habían asesinado a miles de personas a sangre fría y merecían morir. Pero aquello sucedió el 7 de julio. Por la tarde empecé a mirar la acción policial que dirigía con otros ojos. Por la tarde había oído lo del «registro», cuyo resultado fue que dos mil judíos fueron identificados y fusilados. Luego, al día siguiente, acabé en un pelotón de fusilamiento de las SS, dirigido por un policía joven que había conocido en Berlín. Seis hombres y mujeres fueron fusilados y sus cuerpos cayeron en una fosa común, donde tal vez descansaban ya cien cadáveres. En ese momento me di cuenta del verdadero propósito de los batallones policiales. Entonces mi vida cambió, para siempre.
Tuve suerte de que el general que comandaba el Grupo de Acción Especial B, Arthur Nebe, fuera un viejo amigo mío. Antes de la guerra era el jefe de la policía criminal de Berlín, un detective de carrera, como yo. Así que fui a pedirle un traslado a la Weh rmacht para realizar tareas en primera línea. Me preguntó mis motivos. Le dije que si me quedaba sería sólo cuestión de tiempo que me fusilaran por desobedecer una orden. Le dije que una cosa era disparar a un hombre porque era miembro de un escuadrón de la muerte de la NKVD, pero otra muy diferente dispararle sólo porque era judío. Nebe pensó que era extraño.
– Pero el Obersturmbannführer Mund me dijo que las personas que fusilasteis eran judías -replicó.
– Sí, pero no los fusilé por eso, señor -contesté.
– La NKVD está llena de judíos -dijo-. Lo sabes, ¿no? Si hay opción de que atrapes a otro escuadrón de la muerte, serán judíos. ¿Y entonces qué?
Me quedé en silencio. No sabía qué contestar.
– Sólo sé que no me voy a pasar esta guerra asesinando a gente.
– La guerra es la guerra -dijo, impaciente-. Y, francamente, puede que hayamos intentado abarcar demasiado en Rusia. Tenemos que ganar en este terreno lo antes posible si queremos ponernos a salvo en invierno. Eso significa que no hay lugar para los sentimientos. Sinceramente, ya tenemos suficiente con ocuparnos de nuestro propio ejército para hacerlo también con los prisioneros del Ejército Rojo y la población local. Tenemos un arduo trabajo por hacer, no te equivoques. No todo el mundo sirve. A mí no me importa mucho, Bernie. ¿Me he explicado bien?
– Con suficiente claridad -dije-. Pero preferiría disparar a gente que me devuelva los disparos. Soy así de raro.
– Eres demasiado mayor para estar en primera línea. No durarías ni cinco minutos.
– Probaré, señor.
Me miró un segundo más y luego se acarició la larga nariz imponente. Tenía cara de policía. Astuto, duro, de buen talante. Hasta entonces nunca había pensado en él como un nazi. Sabía que sólo tres años antes había formado parte de una conspiración militar para derrocar a Hitler en cuanto los británicos declararon la guerra a Alemania tras la anexión de los Sudetes. Por supuesto, los británicos jamás declararon la guerra. No en 1938. En cuanto a Nebe, era un superviviente. Y de todas formas, en 1940, cuando Hitler derrotó a los franceses en sólo seis semanas, muchos de sus opositores en el ejército cambiaron de opinión sobre él. Aquella victoria les pareció una especie de milagro a muchos alemanes, incluso a los que no les gustaba Hitler y todo lo que defendía.Suponía que Nebe era uno de ellos.
Podría haberme fusilado, aunque nunca oí que fusilaran a nadie por desobedecer la llamada Orden de Comisario, que se convirtió en poco más que una licencia para matar civiles rusos. Me podría haber enviado a un batallón de castigo. Existían. En cambio, Nebe me envió a unirme a la Sec ción de Inteligencia del Este de Ejércitos Extranjeros de Gehlen, donde pasé varias semanas organizando registros de la NKVD. Y después fui trasladado a Berlín, al Servicio de Crímenes de Guerra del Alto Comando Alemán. Supongo que era la idea que tenía Arthur Nebe de una broma. Siempre tuvo un extraño sentido del humor.
Pensé en todo tipo de excusas para lo que sucedió en Lutsk. Que yo no sabía que eran judíos. Que eran asesinos. Que habían matado casi a tres mil personas, probablemente a más. Que seguro que habrían matado a muchos más prisioneros políticos si no les hubiéramos fusilado.
Pero siempre me parecía lo mismo.
Había ejecutado a treinta judíos. Ellos habían matado a todos aquellos prisioneros sólo para evitar que colaboraran con los invasores nazis, algo que era casi seguro. Stalin había reclutado grandes cantidades de judíos para la NKVD porque sabía que se jugaban más. Yo había participado en el mayor crimen de la historia oficial.
Me odiaba por ello, pero más a las SS. Odiaba la manera en que me había convertido en cómplice de su genocidio. Nadie sabía mejor que yo lo que se había hecho en nombre de Alemania, y ése era el verdadero motivo por el que entraba en esa iglesia con el asesinato en mente. No se trataba sólo de una dura paliza y la pérdida de mi dedo meñique. Era algo mucho más importante. En todo caso, la paliza me había despertado los sentidos en cuanto quién era esa gente y lo que habían hecho, no sólo a millones de judíos, sino a millones de alemanes como yo. A mí. Valía la pena matar por eso.
21
Me senté en la nave lateral de la iglesia del Espíritu Santo, del siglo xv, cerca del confesionario, y esperé a que estuviera libre. Estaba más o menos seguro de que Gotovina estaba dentro porque tenía a la vista a los otros dos curas que había visto en mi visita anterior. Uno de ellos, un auténtico cura comprensivo con una sonrisa de aguantar a los niños pequeños, mantenía una discreta conversación con una mujer grandecita que iba al mercado justo en el interior de la puerta principal. El otro, de aspecto delicado, con el pelo oscuro y bigote de proxeneta, que sujetaba un bastón con el mango de plata, renqueaba hacia el altar mayor como un insecto de sólo tres patas, como si algo le hubiera dado un fuerte manotazo y se encaminara a rezar por ellos.