En aquel lugar reinaba un fuerte olor a incienso, madera recién cortada y mortero de construcción. Un hombre con un parche afinaba un piano espléndido de una forma que hacía pensar que probablemente perdía el tiempo. Unas seis o siete filas delante de mí, había una mujer arrodillada rezando. Una gran cantidad de luz entraba por las altas ventanas arqueadas y, por encima de ellas, las ventanitas redondas. El techo parecía la tapa de una caja de galletas muy elaborada. Alguien movió una silla y, en el cavernoso interior de la iglesia, sonó como un asno que soltaba un fuerte rebuzno de discrepancia. Ahora que volvía a verlo, el altar, de mármol negro y oro, me recordaba a una sofisticada góndola funeraria veneciana. Era de ese tipo de iglesias donde casi esperas que haya un botones que te ayude a llevar el cantoral.
El efecto de la anfetamina empezaba a pasarse un poco. Quería estirarme. El banco de madera pulida en el que estaba sentado comenzaba a tener un aspecto muy cómodo y tentador. Entonces la cortina verde del confesionario se movió, la corrieron del todo y salió una mujer atractiva de unos treinta años. Sujetaba un rosario, se santiguaba más como formalidad que por otra cosa. Llevaba un vestido rojo ajustado y era fácil ver por qué había pasado tanto tiempo en el confesionario. Por su mirada, ninguno de los pecados veniales la hubiera retenido. Estaba hecha para un solo tipo de pecado, el pecado mortal que profería un fuerte grito a los cielos cuando conseguías tocarla en el lugar adecuado. Cerró los ojos un momento e inspiró hondo de tal manera que disparó mi libido hasta realcanzar la cúspide de las columnas rococó y la volvió a calmar. Los guantes de terciopelo iban a juego con el bolso, que a su vez conjuntaba con los zapatos, que iban a conjunto con el pintalabios, que combinaba con el velo del sombrerito que cumplía con su función. El escarlata era un color muy adecuado para ella. Parecía la palabra hecha carne, mientras la palabra fuera «sexo». Una especie de epifanía. La campeona de peso pesado de todas las mujeres de vida disoluta vestidas de escarlata. Cuando la veías, pensabas que el Libro de las Revelaciones probablemente tenía un nombre adecuado. Era Britta Warzok.
Ella no me vio. No hizo ningún acto de contrición ni penitencia. Sólo se volvió sobre sus tacones altos, caminó rápido por la nave lateral y salió de la iglesia. Por un momento me quedé demasiado sorprendido parareaccionar. Si no me hubiera asombrado tanto, hubiera llegado al confesionario a tiempo para volarle los sesos al padre Gotovina. Pero para cuando hube recobrado la compostura, el cura estaba fuera del confesionario y caminaba hacia el altar. Habló un momento con el cura de mirada tímida y luego desapareció por una puerta en la parte trasera de la iglesia.
No me había visto. Por un momento pensé en perseguir al cura croata hasta la sacristía, si es que iba hacia allí, y matarle. Pero ahora había preguntas que necesitaban una respuesta, para las que todavía no tenía la fuerza suficiente. Preguntas sobre Britta Warzok, que tendrían que esperar hasta que me sintiera con fuerzas. Preguntas que requerían un poco más de reflexión antes de formularlas.
Recogí mi bolsa de herramientas y salí lentamente de la iglesia hacia Viktualienmarkt, donde el aire fresco me hizo revivir un poco. La campana de la iglesia tocaba la media hora. Di unos pasos y luego me apoyé en la chica de Nivea que adornaba una columna de pósteres.
Podría haber usado todo un bote de Nivea en mi alma. Aún mejor, un bote entero de la chica.
El escarabajo de Stuber vino rápido hacia mí. Durante un minuto pensé que iba a atropellarme. Pero se detuvo con brusquedad, se inclinó sobre el asiento del copiloto y abrió la puerta. Me preguntaba por qué tenía tanta prisa. Luego recordé que probablemente estaba trabajando con la hipótesis de que había disparado y matado a alguien en la iglesia. Sujeté la puerta del coche.
– No pasa nada -dije-. No hay prisa, no lo he hecho.
Puso el freno y salió, más calmado, para ayudarme a entrar en el coche como si fuera su anciana madre y me encendió otro cigarrillo cuando por fin me acomodó. De nuevo en el asiento del conductor, aceleró el coche, esperó que un pequeño grupo de ciclistas pasara pedaleando, y luego nos pusimos en camino.
– ¿Por qué has cambiado de opinión? -preguntó.
– Una mujer.
– Supongo que eso buscan -dijo-. Suena a que era una enviada de Dios.
– Ésta no -contesté. Di una calada al cigarrillo y esbocé una mueca de dolor cuando el calor golpeó en la cicatriz más reciente-. No sé quién demonios la envía, pero voy a descubrirlo.
– Una mujer misteriosa, ¿eh? Sabes, tengo una teoría: el amor es sólo una forma transitoria de enfermedad mental. En cuanto lo sabes, puedes enfrentarte a él. Enfrentarte a él, medicarte contra él.
Stuber continuó hablando sobre una novia que tuvo que lo trató mal y yo dejé de escucharlo un rato. Estaba pensando en Britta Warzok.
Una pequeña parte de mi cerebro me decía que tal vez era mejor católica de lo que yo pensaba. En tal caso, su reunión con el padre Gotovina podría haber sido una mera coincidencia. Tal vez la suya fuera una auténtica confesión y siempre había sido trigo limpio. Presté atención a esta parte de mi cerebro un minuto o dos y luego lo dejé. Al fin y al cabo, esa parte aún creía en la capacidad de perfección del ser humano. Gracias a Adolf Hitler, todos sabemos de qué sirve.
22
Pasaban los días. Me recuperé un poco. Llegó el fin de semana y el doctor Henkell dijo que estaba listo para viajar. Tenía un Mercedes sedán nuevo de color granate, de cuatro puertas, había recorrido todo el camino hasta la fábrica de Sindelfingen para recogerlo, y estaba muy orgulloso de él. Me dejó sentarme en la parte de atrás para que estuviera más cómodo en el trayecto de noventa kilómetros a Garmisch-Partenkirchen. Salimos de Munich por la autovía número 2, una carretera bien trazada que nos llevó por Starnberg, donde le hablé a Henkell sobre el eponimo barón y la fantástica casa donde vivía en el Maybach Zeppelin, que usaba para agotar las tiendas. Y, como le gustaban mucho los coches, también le hablé de la hija del barón, Helene Elisabeth, y del Porsche 356 que conducía.
– Es un coche bonito -dijo-. Pero a mí me gustan los Mercedes.
Y procedió a hablarme de otros coches guardados en su garaje de Ramersdorf. Ahora incluía mi Hansa, que Henkell había tenido la amabilidad de quitarlo del lugar donde lo dejé la noche en que me atraparon los compañeros.
– Los coches son como una afición para mí -me confesó mientras íbamos hacia Traubing y los Alpes-. Igual que el alpinismo. He subido todos los grandes picos de los Alpes Ammergau.
– ¿Incluido el Zugspitze?
El Zugspitze, la montaña más alta de Alemania, era el motivo principal por el que la mayoría de la gente iba a Garmisch-Partenkirchen.
– Eso no es alpinismo -contestó-. Es un paseo. Tú lo estarás subiendo en unas semanas. -Sacudió la cabeza-. Pero mi verdadero interés es la medicina tropical. En Partenkirchen hay un pequeño laboratorio que los americanos me dejan usar. Mantengo una buena relación con uno de los oficiales de alto rango. Viene a jugar al ajedrez con Eric una o dos veces por semana. Te gustará. Habla alemán a la perfección, y juega muy bien al ajedrez.
– ¿Cómo os conocisteis?
Henkell se echó a reír.
– Yo era su prisionero. Había un campo de prisioneros de guerra en Partenkirchen. Yo dirigía el hospital, ellaboratorio formaba parte de él. Los americanos tienen su propio médico, por supuesto. Un buen tipo, pero no hace mucho más que endosar pastillas. Nada quirúrgico, normalmente me lo piden a mí.
– ¿No es un poco extraño investigar la medicina tropical en los Alpes? -comenté.