A Engelbertina no parecía gustarle el humo y se lo apartaba de la cara. Gruen no le hacía caso y pensé que yo no debía hacerlo, sino fumar fuera un rato.
– Era policía en Berlín. Detective en la brigada criminal, antes de la guerra.
– ¿Alguna vez atrapó a un asesino? -preguntó ella.
Por lo general me hacía el sueco ante una pregunta así, pero quería impresionarla.
– Una vez -respondí-. Hace mucho tiempo. Un estrangulador llamado Gormann.
– Lo recuerdo -dijo Gruen-. Fue un caso famoso.
Yo me encogí de hombros.
– Como he dicho, fue hace mucho tiempo.
– Tendremos que llevar cuidado, Engelbertina -dijo Gruen-. De lo contrario, herr Gunther descubrirá nuestros secretos más terribles. Supongo que ya ha empezado a examinarnos.
– Relájense -les dije-. La verdad es que nunca fui del todo policía. Tengo un problema con la autoridad.
– Eso no es muy alemán por su parte, amigo -dijo Gruen.
– Por eso estaba en el hospital -contesté-. Me dieron un aviso por un caso que estaba investigando, y no tuvo efecto.
– Supongo que debe de ser muy observador -dijo Engelbertina.
– Si lo fuera, tal vez no me hubieran dado una paliza.
– Bien pensado -admitió Gruen.
Durante un minuto, Engelbertina y él comentaron su historia de detectives preferida, que me dio pie para desconectar brevemente. Odio las historias de detectives. Miré a mi alrededor. Las cortinas de cuadros rojos y blancos, los postigos verdes, los armarios pintados a mano, las gruesas alfombras de piel, las vigas de roble de doscientos años de antigüedad, la chimenea, los cuadros de vides y flores y, ninguna casa alpina estaba completasin él, un arnés de buey. La sala era grande pero acogedora como una rebanada de pan en una tostadora.
Sirvieron la comida. Comí más de lo que esperaba, y luego me dormí en una butaca. Cuando me desperté, estaba a solas con Gruen. Parecía que llevaba ahí un rato, me miraba de una forma curiosa que sentí que merecía una explicación.
– ¿Quería algo, herr Gruen?
– No, no -contestó-. Y, por favor, llámame Eric. -Retiró la silla un poco-. Sólo es que tengo la sensación de que nos conocíamos de antes, usted y yo. Su cara me resulta muy familiar.
Me encogí de hombros.
– Supongo que tengo ese tipo de cara -dije, al recordar que el americano del hotel de Dachau hizo un comentario parecido-. Supongo que tuve suerte de hacerme policía. De lo contrario, mi fotografía podría estar colgada por algo que no hubiera hecho.
– ¿Alguna vez ha estado en Viena? -preguntó-. ¿O Bremen?
– En Viena, sí. Pero en Bremen no.
– Bremen. No es una ciudad interesante -comentó-. No como Berlín.
– Parece que hoy en día no hay ningún lugar tan interesante como Berlín. Por eso no vivo ahí, es demasiado peligroso. Si vuelve a haber una guerra, empezará en Berlín.
– Pero difícilmente será más peligrosa que Munich -dijo Gruen-. Para usted, me refiero. Según Heinrich, los hombres que le pegaron casi le matan.
– Casi -contesté-. Por cierto, ¿dónde está el doctor Henkell?
– Ha ido al laboratorio, en Partenkirchen. No le veremos hasta la cena, tal vez ni siquiera entonces. Ahora que está aquí no, herr Gunther.
– Bernie, por favor.
Hizo un gesto educado con la cabeza.
– Lo que quiero decir es que no se sentirá obligado a cenar conmigo, como es habitual. -Se inclinó, me agarró de la mano y la apretó en un gesto amistoso-. Estoy muy contento de que esté aquí. A veces esto es muy solitario.
– Tiene a Raina y a Engelbertina. No me pida que le compadezca.
– Oh, las dos son muy amables, por supuesto. No me malinterprete, no sabría qué hacer sin que Engelbertina me cuidara. Pero un hombre necesita a otro hombre con quien hablar. Y a ella no le gusta mucho la conversación. Diría que no es de extrañar, ha tenido una vida dura. Supongo que se lo explicará en el momento oportuno. Cuando esté preparada.
Asentí mientras recordaba el número tatuado en el antebrazo de Engelbertina. Con la posible excepción de Erich Kaufmann, el abogado judío que me pasó el primer caso en Múnich, nunca había conocido un judío de los campos de concentración nazis. La mayoría estaban muertos, claro. El resto estaban en Israel o Estados Unidos. Y el único motivo por el cual sabía lo del número era porque había leído un artículo de revista sobre los prisioneros judíos que eran tatuados y, en aquel momento, me impresionó que siquiera un judío pudiera llevar ese tatuaje con cierto orgullo. Mi número de las SS, tatuado bajo el brazo, había desaparecido, con bastante dolor, con la ayuda de un mechero.
– ¿Es judía? -pregunté.
No sabía si Zehner era un apellido judío. Pero no veía otra explicación para los números azules del brazo. Gruen asintió.
– Estuvo en Auschwitz-Birkenau. Era uno de los peores campos. Está cerca de Cracovia, en Polonia.
Sentí que arqueaba las cejas.
– ¿Lo sabe? ¿Lo de usted y Heinrich? ¿Y lo mío? ¿Que todos estábamos en las SS?
– ¿Usted qué cree?
– Creo que si lo supiera se iría en el primer tren al campo de desplazados de Landsberg -contesté-. Y luego en el primer barco para Israel. ¿Por qué diablos iba a quedarse? -Sacudí la cabeza-. No creo que me guste esto, después de todo.
– Bueno, pues se va a llevar una sorpresa -dijo Gruen, casi con orgullo-. Lo sabe. Lo mío y lo de Heinrich, en cualquier caso. Es más, no le importa.
– Por Dios, ¿por qué? No lo entiendo.
– Porque después de la guerra -explicó Gruen- se convirtió al catolicismo. Cree en el perdón y en el trabajo que se realiza en el laboratorio. -Frunció el ceño-. Oh, no ponga esa cara de sorpresa, Bernie. Suconversión tiene precedentes. Los judíos son los primeros cristianos, ya lo sabe. -Hizo un gesto de asombro-. La admiro por cómo lleva lo que le ha ocurrido.
– Supongo que es difícil no sentir admiración al mirarla.
– Además, toda aquella locura ha quedado atrás.
– Eso me habían hecho creer.
– Perdona y olvida. Eso dice Engelbertina.
– Es curioso lo del perdón -dije-. Alguien tiene que fingir y actuar como si lo sintiera para que exista alguna posibilidad real de perdón.
– Todo el mundo en Alemania siente lo ocurrido -dijo Gruen-. Tú lo crees así, ¿no?
– Seguro que lo sentimos. Sentimos que nos derrotaran, que nuestras ciudades fueran bombardeadas hasta quedar reducidas a escombros. Sentimos que nuestro país esté ocupado por los ejércitos de otros cuatro países, que nuestros soldados sean acusados de crímenes de guerra y encarcelados en Landsberg. Sentimos haber perdido, Eric. Pero no mucho más. No veo indicios.
Gruen dejó escapar un suspiro.
– Quizá tenga razón -admitió.
Le contesté encogiéndome de hombros.
– ¿Qué demonios sé yo? Sólo soy detective.
– Vamos -dijo, con una sonrisa-. ¿No se supone que sabe quién lo hizo? ¿Quién cometió el crimen? Debe de tener razón en eso, ¿no?
– La gente no quiere que los policías tengan razón -repuse-. Quieren que un cura tenga razón, o un gobierno, incluso un abogado, a veces. Pero nunca un policía. Sólo en los libros la gente quiere que los policías tengan razón. La mayoría de las veces prefiere que estemos equivocados en casi todo. Eso les hace sentir superiores, supongo. Además, Alemania está llena de gente que siempre tenía razón. Lo que necesitamos ahora son unos cuantos errores sinceros.
Gruen parecía abatido. Le sonreí y dije:
– Diablos, Eric, dijo que quería tener una conversación de verdad. Parece que lo ha conseguido.
23
Gruen y yo nos llevábamos bastante bien. Pasados unos días incluso me gustaba, hacía bastantes años que no tenía un amigo. Era una de las cosas que más echaba de menos de Kirsten. Durante una época había sido mi mejor amiga, además de mi esposa y amante. No fui consciente de lo mucho que añoraba tener un amigo hasta que empecé a hablar con Gruen. Había algo en aquel hombre que me llegaba, en positivo. Tal vez era el hecho de que estuviera en silla de ruedas y aun así se las arreglara para estar alegre. Más que yo, en todo caso, lo que no era mucho decir. Tal vez fuera el hecho de que se mantuviera de buen humor pese a su mal estado de salud, algunos días estaba demasiado enfermo para salir de la cama, así que me quedaba a solas con Engelbertina. A veces, cuando se encontraba bien, iba con Henkell al laboratorio de Partenkirchen. Antes de la guerra también era médico y le gustaba ayudar a Henkell con el trabajo de laboratorio. Entonces también me quedaba a solas con Engelbertina.