Cuando empecé a encontrarme un poco mejor, sacaba a pasear a Gruen, es decir, lo llevaba de un lado a otro del jardín un rato. Henkell tenía razón. Mönch era un lugar ideal para recuperar la salud. El aire era fresco como el rocío matutino sobre la genciana, y siempre hay algo en la vista de una montaña o un valle que al final penetra en la dura membrana de la propia visión general de las cosas. La vida parece mejor en los prados alpinos, sobre todo cuando el alojamiento es de primera clase.
Un día estaba paseando a Gruen por un camino trazado en la ladera de la montaña cuando me di cuenta de que me miraba la mano en el asidero de la silla de ruedas.
– Acabo de darme cuenta -dijo.
– ¿Darte cuenta de qué? -pregunté.
– Tu dedo meñique. No lo tienes.
– De hecho, sí. Pero hubo una época en que tenía dos, uno en cada mano.
– Y tú te llamas detective -me regañó, y levantó la mano izquierda para revelar que le faltaba la mitad del dedo meñique. Igual que a mí-. Vaya una capacidad de observación. De hecho, empiezo a dudar de si alguna vez fuiste detective, amigo. Y si lo fuiste, no podías ser muy bueno. ¿Qué era lo que le decía Sherlock Holmes al doctor Watson? Ves pero no observas.
Sonrió y se retorció un extremo del bigote, al parecer disfrutaba de mi sorpresa y turbación momentánea.
– Eso es una chorrada y lo sabes -dije-. La idea de venir aquí surgió para que desconectara un poco. Y eso es lo que intento hacer.
– No busques excusas, Gunther. Lo siguiente que dirás es que has estado enfermo, o alguna tontería así. Que no te diste cuenta de que me faltaba un dedo porque la paliza hizo que se te desprendiera la retina. Por eso tampoco has notado que Engelbertina está enamoriscada de ti.
– ¿Qué?
Paré la silla de ruedas, le di un golpe al freno y me coloqué enfrente de él.
– Sí, de verdad, es bastante evidente. -Sonrió-. Y tú dices ser detective.
– ¿Qué quieres decir con que está sólo enamoriscada de mí?
– No digo que esté locamente enamorada de ti -dijo-. Sólo enamoriscada. -Sacó su pipa y empezó a llenarla-. Bueno, ella no lo ha dicho. Pero, al fin y al cabo, la conozco bastante bien. Lo suficiente para saber que sólo es capaz de estar enamoriscada, pobre corderito. -Se palpó los bolsillos-. Creo que me he dejado las cerillas en la casa. ¿Tienes una?
– ¿Qué pruebas tienes?
Le lancé una caja de cerillas.
– Es demasiado tarde para hacerse el detective serio -contestó-. El daño ya está hecho. -Utilizó dos cerillas para hacer que saliera humo y luego me lanzó la caja-. ¿Pruebas? Bueno, no lo sé. La manera de mirarte. La chica es todo un Rembrandt cuando se trata de ti, chaval. Te sigue con la mirada por toda la habitación. La manera de tocarse el pelo todo el rato cuando habla contigo, de morderse los labios cuando te vas de la habitación, como si ya te echara de menos. Hazme caso, Bernie. Conozco las señales. Hay dos cosas en lavida para las que tengo buen olfato: los neumáticos de caucho y los idilios. Lo creas o no, era un hombre bastante mujeriego, puede que esté en una silla de ruedas, pero no he perdido mi percepción de las mujeres. – Dio una chupada a la pipa y me sonrió-. Sí, está enamoriscada de ti. Increíble, ¿verdad? De hecho, a mí también me sorprende un poco. Estoy sorprendido y algo celoso, no me importa confesarlo. Aun así, supongo que es un error bastante común dar por supuesto que sólo porque una chica es muy atractiva también tendrá buen gusto para elegir a los hombres.
Me reí.
– Se habría enamorado de ti si no llevaras esa madeja de alambre en la cara -dije.
Se tocó la barba con afectación.
– ¿Crees que debería quitármela?
– Si fuera tú, la tiraría a un saco con piedras pesadas y luego buscaría un bonito río profundo. Sólo estarías sacando a la pobre criatura de su miseria.
– Pero me gusta esta barba. Tardó mucho en crecer.
– Igual que una calabaza, y no por eso te llevarías una a la cama.
– Supongo que tienes razón -dijo, con su buen humor de siempre-. Aunque se me ocurren motivos mejores que una barba para que no se interese por mí. No sólo perdí el uso de las piernas en la guerra, ya sabes.
– ¿Cómo ocurrió?
– En realidad no hay mucho que contar. Se podría explicar igual de bien cómo funciona una bala perforante. Una bala de manganeso sólido revestida con una estructura fuerte de acero. No hay carga explosiva. La bala de manganeso depende de la energía cinética para penetrar en el armazón del tanque, luego simplemente rebota en el interior del tanque como una bola de goma, mata y mutila todo lo que toca hasta que se queda sin vapor. Sencillo pero eficaz. Fui el único del interior de mi tanque que sobrevivió. Aunque no como me habrías visto en aquella época. Fue Heinrich quien me salvó la vida. Si él no hubiera sido médico, ahora no estaría aquí.
– ¿Cómo os conocisteis?
– Nos conocemos de antes de la guerra -contestó-. Nos conocimos en la escuela médica, en Fráncfort, en 1928. Yo habría estudiado en Viena, donde nací, si no hubiera tenido que marcharme a toda prisa. Dejé a una chica atrapada. Ya sabes cómo son esas cosas. Un momento deshonroso, me temo. Aun así, o eso pasa, ¿eh? Después de la escuela médica, conseguí trabajo una temporada en un hospital en África occidental. Luego Bremen. Cuando empezó la guerra ni a Heinrich ni a mí nos interesaba salvar vidas, me temo. Así que nos unimos a las SS. A Heinrich le interesaban los tanques, igual que le interesa casi todo lo que tenga motor. Yo me dejaba llevar, por así decirlo. A mis padres no les gustó mucho mi elección del servicio militar. No les gustaba Hitler ni los nazis. Ahora mi padre está muerto, pero mi madre no me habla desde la guerra. De todos modos, las cosas nos fueron bien hasta las últimas semanas de la guerra. Entonces me hirieron. Eso es todo. Ésa es mi historia. Sin medallas, ni gloria. Y sin duda sin lástima, si no te importa. Sinceramente, lo veía venir. Una vez hice algo mal. Y no me refiero a esa pobre chica a la que dejé inflada. Me refiero en las SS. La manera en que pasamos por Francia y Holanda matando a gente sin más cuando se nos ocurría la idea.
– Todos hicimos cosas de las que no nos sentimos orgullosos -comenté.
– Tal vez -contestó-. A veces me cuesta mucho creer que todo aquello ocurriera de verdad.
– Es la diferencia entre la paz y la guerra, eso es todo -le dije-. Lo que hace que matar parezca factible y natural. En tiempos de paz, no lo es. No de la misma manera. En tiempos de paz todo el mundo se preocupa sólo de que matar a alguien dejará la alfombra hecha un desastre. Preocuparse de la alfombra sucia y de si importa es la única verdadera diferencia entre la guerra y la paz. -Le di una calada al cigarrillo-. No es Tolstoi, peroestoy trabajando en ello.
– No, me gusta -dijo-. Por lo menos es mucho más breve que Tolstoi. En aquella época me quedaba dormido leyendo cualquier cosa que fuera más extensa que un billete de autobús. Me gustas, Bernie. Lo suficiente para darte un buen consejo respecto de Engelbertina.
– Tú también me gustas, Eric. Pero no hace falta que me digas que la deje en paz porque pienses en ella como en una hermana. Lo creas o no, no soy de los que se aprovechan.