– Exacto -dije-. No podrías aprovecharte de Engelbertina aunque tu apellido fuera Svengali y quisiera firmar en el Regina Palace Hotel. No, si alguien se aprovecha será ella. Créeme. Eres tú el que debes andarte con cuidado. Jugará contigo como con un Stenway si dejas que se siente en el taburete del piano. A veces es divertido que jueguen contigo. Pero sólo si lo sabes y no te importa. Sólo te lo digo para que no caigas en sus redes. Concretamente: no es de las que se casan. -Se quitó la pipa de la boca y estudió la cazoleta al detalle. Volví a lanzarle las cerillas-. La pura verdad es que ya está casada.
– Lo capto -dije-. Su marido desapareció en un campo de concentración.
– No, en absoluto. Es un soldado americano destinado en Oberammergau. Se casó con él y luego desapareció. Lo más probable es que desertara, de ella y del ejército. Sería una pena que te dejaras embaucar para que la aceptaras como cliente, para buscar al chico. No es bueno, y sería mejor que siguiera desaparecido.
– Eso depende de ella, ¿no? Ya es mayorcita.
– Sí, veo que te has dado cuenta. Tómatelo como quieras, sabueso. Pero no digas que no te lo advertí.
Tiré el cigarrillo y luego solté el freno de la silla.
– Espera y verás -le dije-. Soy experto en rubias y maridos desaparecidos. Fue la búsqueda de un marido desaparecido lo me costó el maldito dedo. Soy fácil de educar de esa manera, como el perro de Pavlov. Un amade casa sospecha que su viejo marido llega tarde de una partida de cartas y tal vez iría a buscarle, pero buscaré un par de guantes de cemento. Eso o una armadura. -Sacudí la cabeza-. Me hago viejo, Eric. No me reboto con tanto ímpetu como antes cuando me dan una paliza.
Llevé a Gruen de vuelta a la casa. Se sentía cansado, así que se acostó, y yo fui a mi habitación. Pasados unos segundos llamaron a la puerta. Era Engelbertina. Tenía una pistola en la mano. Una Mauser. Estaba hecha para disparar a cosas más grandes que ratones. Por suerte no me apuntaba.
– Me preguntaba si podías cuidar de esto por mí -dijo.
– No me digas que has matado a alguien.
– No, pero me temo que Eric podría suicidarse con ella. Ya ves, es su pistola. Y, bueno, a veces se deprime. Lo suficiente para usarla contra sí mismo. Pensé que sería mejor que estuviera en algún lugar seguro.
– Ya es mayorcito -dije, tomé la pistola y comprobé que llevara el seguro. No lo llevaba. Lo puse-. Tiene que ser capaz de cuidar de su pistola. Además, no me parece de los que se suicidan.
– Todo es puro teatro -dijo ella-. Su alegría. En realidad no es así, por dentro está muy deprimido. Mira, iba a tirarla, pero luego pensé que no era buena idea. Alguien podría encontrarla y tener un accidente. Y luego pensé que como tú eras detective, sabrías qué hacer con una pistola. -Me agarró de la mano presurosa-. Por favor. Si tiene que pedírtela, no será capaz de hacer nada sin hablar con alguien antes.
– Está bien -accedí.
Cuando se fue, escondí la pistola tras el depósito de agua caliente del lavabo.
Como de costumbre, algo delicioso se estaba preparando en la cocina. Me pregunté qué había para cenar, y me pregunté si lo que Gruen había dicho de Engelbertina podía ser cierto. No tuve que esperar mucho para resolver las dudas al respecto.
24
De vez en cuando, Engelbertina me tomaba la temperatura, me daba la dosis de penicilina y examinaba el muñón cicatrizado del dedo meñique con la misma preocupación cariñosa que un niño dedicaría a un conejito enfermo. Cuando empezó a besarlo, supe que sus cuidados implicaban más cariño del habitual. Nunca le había preguntado por la historia de su vida. Decidí que si en algún momento quería hablar de lo que había ocurrido, lo haría. Y un día, mientras examinaba mi dedo de la manera insinuante que ya he descrito, lo hizo.
– Soy austriaca -dijo-. ¿Te lo había dicho? No, tal vez no. A veces digo que soy de Canadá. No porque sea cierto, sino porque Canadá me salvó la vida. No el país, no me refiero al país. Canadá era el nombre de una de las zonas de clasificación de Auschwitz donde las chicas, éramos unas cinco mil, tenían que examinar las pertenencias de todos los prisioneros que llegaban en busca de objetos de valor, antes de matarlos en la cámara de gas. -Hablaba sin emoción, como si describiera un trabajo rutinario de una fábrica cualquiera-. En Canadá recibíamos mejor comida, ropa más bonita, dormíamos lo suficiente. Incluso nos dejaban que nos creciera el pelo. Fui a Auschwitz en 1942. Primero trabajé en los campos, aquello era muy duro. Hubiera muerto de haber seguido haciéndolo, creo. Y el trabajo me destrozó las manos. Fui a Canadá en 1943. Por supuesto, no era un camping de vacaciones, seguían pasando cosas. Cosas malas. Me violaron tres veces hombres de las SS mientras estuve allí. -No se dejó afectar por ello-. La primera vez fue la peor. El segundo me pegó. Por el sentido de culpa, supongo. Pero podría haberme matado con la misma facilidad, a veces ocurría por miedo a que la chica lo contara. La segunda y tercera vez no me resistí, así que no sé si en realidad se puede llamar violación. Yo no quería, pero tampoco que me hicieran daño. La tercera vez incluso intenté disfrutarlo, fue un error. Porque cuando abrieron el burdel del campo más adelante ese mismo año, alguien se acordó y me trasladaron a trabajarallí, como prostituta. Nadie lo llamaba burdel, claro. Y de hecho nosotras no nos considerábamos prostitutas en aquella época. Estábamos haciendo nuestro trabajo, que era seguir vivas. Sólo era el bloque 24 y nos trataban bien en comparación con las demás. Teníamos ropa limpia, duchas, hacíamos ejercicio y teníamos acceso a atención médica. Incluso teníamos perfume. No puedo contarte cómo era aquello. Volver a oler bien, después de apestar a sudor y a cosas peores durante un año entero. Los hombres con los que teníamos relaciones sexuales no eran de las SS. A ellos no se les permitía. Algunos se arriesgaban. Pero la mayoría se limitaba a observar por la mirilla de la puerta mientras lo hacíamos. Hice un amigo en la brigada de bomberos de Auschwitz. Un hombre checo, que me trataba con mucha amabilidad. Un día caluroso, incluso me pasó a hurtadillas a la piscina de los bomberos. No llevaba bañador. Recuerdo la maravillosa sensación del sol sobre el cuerpo desnudo. Y lo amables que eran todos los hombres. Me trataban como un objeto de veneración y culto. Me pareció el día más feliz de mi vida. Era católico, y celebramos una especie de ceremonia secreta de matrimonio dirigida por un cura. Las cosas nos fueron bien hasta octubre de 1944, cuando hubo un motín en el campo. Mi novio estaba implicado y lo ahorcaron. Luego, con el Ejército Rojo a sólo unos kilómetros, nos obligaron a salir de ahí. Aquella marcha fue lo peor, más que todo lo que había experimentado antes. La gente se desplomaba en la nieve y les disparaban al caer. Al final nos hacinaron en trenes y fuimos a Bergen-Belsen, que era mucho peor que Auschwitz y más terrible de lo que describo. Para empezar, no había comida. Nada. Me morí de hambre durante dos meses. Si no me hubieran alimentado tan bien en el bloque 24, seguro que hubiera muerto en Belsen. Cuando los británicos liberaron el campo en abril de 1945, pesaba sólo treinta y cuatro kilos. Pero estaba viva, eso era lo principal. Nada más importa aparte de eso, ¿verdad?
– Nada -dije yo.
Ella se encogió de hombros.
– Ocurrió. Tuve relaciones sexuales cuatrocientas dieciséis veces en Auschwitz. Las conté una a una para saber con exactitud lo que me había costado sobrevivir. Estoy orgullosa de mi supervivencia. Y por eso te lo cuento, y porque quiero que la gente sepa lo que se les hizo a los judíos, comunistas, gitanos y homosexuales en nombre del nacionalsocialismo. También te lo explico porque me gustas, Bernie, y porque si resulta que un día quieres acostarte conmigo, es mejor que conozcas los hechos. Después de la guerra me casé con un americano. Huyó al descubrir el tipo de mujer que era. Eric cree que eso me molesta, pero en realidad no. No me molesta en absoluto. ¿Y por qué tendría que importar con cuántos hombres me he acostado? Nunca he matado a nadie. A mí eso me parecería algo mucho más difícil de soportar. Como Eric. Él disparó a algunos partisanos franceses como represalia por haber matado a algunos hombres en una ambulancia militar alemana. Bueno, no quiero que le remuerda la conciencia. Creo que cargar con el asesinato en la conciencia sería algo mucho peor que el recuerdo con el que yo debo convivir. ¿No crees?