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– Sí, es verdad -contesté.

Le toqué la cara con la punta de los dedos. No tenía cicatrices en la mejilla, pero no podía evitar pensar en sus cicatrices interiores. Por lo menos cuatrocientas, probablemente. Todo lo que ella había vivido hacía que mi propia experiencia pareciera corriente, aunque sabía que no lo era. Había visto algún servicio durante la segunda guerra mundial, así que probablemente estaba mejor preparado que ella. Algunos hombres podían sentir rechazo ante lo que me había contado, como su yanqui. Yo no. Tal vez hubiera sido más fácil para mí sentirlo. Pero lo que dijo me hizo pensar que teníamos algo en común.

Engelbertina acabó de untarme pomada en el muñón del dedo y luego lo cubrió con un trozo de gasa y tiritas. Dijo:

– De todas formas, ahora que sabes todo eso, sabrás por qué tengo maneras de puta. Y eso no puedo evitarlo.Cuando me gusta un hombre, me acuesto con él. Es así de sencillo. Y me gustas, Bernie, me gustas mucho.

Me habían hecho proposiciones más directas y naturales, pero sólo en sueños. Para ser sincero, la habría juzgado con mayor dureza si se pareciera a Lotte Lenya o a Fanny Blankerskoen. Pero como se parecía a las Tres Gracias en un espectáculo erótico helénico, estaba más que contento de dejar que jugaran conmigo. Como un Steinway, si ella lo prefería. Además, hacía tiempo que una mujer no me miraba con algo más que desconcierto o curiosidad. Así que, más tarde aquella noche, mientras Gruen estaba dormido y Henkell de vuelta en el hospital estatal de Múnich, ella vino a mi habitación para procurarme otro tipo de curación. Y durante los diez días siguientes, mi recuperación dio paso a la mutua satisfacción. Por lo menos la mía.

Es raro cómo te sientes cuando has hecho el amor después de una larga sequía. Como si volvieras a formar parte de la raza humana. Tal y como resultaron las cosas, no había hecho ninguna de las dos cosas. Entonces no lo sabía, pero estaba acostumbrado a no saber qué era cada cosa. Permanecer en la oscuridad es un gaje del oficio para un detective. Incluso cuando se cierra un caso, es mucho lo que todavía no sabes, cuántas cosas permanecen ocultas. Con Britta Warzok no estaba en absoluto seguro de si representaba un caso cerrado o no. Era cierto que me había pagado, y generosamente. Pero había muchas cosas sin explicar. Un día por fin logré recordar su número de teléfono y decidí llamarla y hacerle algunas preguntas directas sobre lo que aún no entendía. Como por qué conocía al padre Gotovina. Es decir, pensaba que era el momento de que ella fuera consciente de lo mucho que me había costado ganar sus mil marcos. Así que, mientras Engelbertina ayudaba a Gruen en el lavabo, descolgué el teléfono y marqué el número que recordaba.

Reconocí la voz de la asistenta de antes. Wallace Beery, con vestido negro. Cuando pedí hablar con suseñora, la voz ya prudente se volvió desdeñosa, como si hubiera sugerido quedar para una cena romántica antes de volver a mi casa.

– ¿Mi qué? -gruñó.

– Su señora -contesté-. Frau Warzok.

– ¿Frau Warzok? -El desdén se convirtió en burla-. No es mi señora.

– Bueno, ¿entonces quién es?

– Eso no es asunto suyo -respondió.

– Mire -dije, esta vez un poco desesperado-. Soy detective, podría hacer que fuera asunto mío.

– ¿Detective? ¿De verdad? -La burla no había disminuido-. No es usted un gran detective si no sabe quién vive aquí.

En eso tenía razón. Me hirió profundamente, como si el comentario lo hubiera hecho Vlad el Empalador.

– Hablé con usted una noche hace unas semanas. Le di mi nombre y mi número de teléfono y le pedí que le dijera a frau Warzok que me llamara. Y como lo hizo, supongo que como mínimo ustedes tienen contacto. Y hay otra cosa. Es un delito obstruir a un policía en la ejecución de su deber -dije.

No había dicho que era policía. Eso también era un delito.

– Un minuto, por favor.

Dejó el teléfono en algún lado, sonó como si alguien golpeara la tecla más grave de un xilófono. Oí voces apagadas, y se produjo una larga pausa antes de que volviera a coger el auricular y alguien más se añadiera a la conversación. La voz de buena dicción era masculina. Creí reconocerla, pero ¿de dónde?

– ¿Quién es, por favor? -preguntó la voz.

– Me llamo Bernhard Gunther -contesté-. Soy detective. Frau Warzok es mi cliente. Me dio este número para ponerme en contacto con ella.

– Frau Warzok no vive aquí -dijo el hombre. Era frío pero educado-. Nunca ha vivido aquí. Durante una época recogimos mensajes para ella. Cuando estaba en Múnich, pero creo que ahora se ha ido a casa.

– ¿Sí? ¿Y dónde está?

– En Viena -contestó.

– ¿Tiene un número de teléfono donde poder localizarla?

– No, pero tengo una dirección -dijo-. ¿Quiere que se la dé?

– Sí, por favor.

Se produjo otra larga pausa durante la cual, supuse, quienquiera que fuese buscó la dirección.

– Horlgasse, 42 -dijo, por fin-. Apartamento 3, distrito 9.

– Gracias, herr… Oiga, ¿quién es usted? ¿El mayordomo? ¿El antagonista de la asistenta? ¿Qué? ¿Cómo sé que esta dirección no es falsa? Sólo para deshacerse de mí.

– Le he dicho todo lo que puedo -dijo-. De verdad.

– Escuche, amigo, hay dinero de por medio. Mucho dinero. Frau Warzok me contrató para seguirle la pista a una herencia, y hay una sustanciosa recompensa. No puedo cobrar si no le hago llegar un mensaje. Le daré el diez por ciento de lo que me corresponde si me ayuda con un poco de información. Como…

– Adiós -dijo la voz-. Y, por favor, no vuelva a llamar.

La comunicación se cortó. Así que volví a llamar. ¿Qué otra cosa podía hacer? Pero esta vez no obtuve respuesta. Y la vez siguiente la operadora me dijo que el número estaba averiado. Me quedé ahí desorientado y sin más pistas que seguir.

Todavía estaba sopesando la posibilidad de que Britta Warzok me hubiera engañado y ahora fuera una completa desconocida para mí, cuando otro desconocido salió del lavabo. Estaba sentado en la silla de ruedas de Gruen, empujada como de costumbre por Engelbertina, pero, confuso por mi conversación telefónica con Wallace Beery y su amigo, tardé unos segundos en darme cuenta de que el desconocido era Eric Gruen.

– ¿Qué opinas? -preguntó él, mientras se acariciaba la cara afeitada, ahora suave.

– Te has afeitado la barba -dije, como un idiota.

– Ha sido Engelbertina -informó-. ¿Qué te parece?

– Estás mucho mejor sin ella -comentó.

– Ya sé qué opinas tú -dijo-. Le preguntaba a Bernie.

Yo me encogí de hombros.

– Estás mucho mejor sin ella -aseguré.

– Más joven -añadió ella-. Más joven y guapo.

– Sólo lo dices por decir -dijo.

– No, es cierto. ¿Verdad, Bernie?

Asentí y estudié la cara con mayor detenimiento. Había algo familiar en sus rasgos. La nariz rota, el mentón agresivo, la boca estrecha y la frente suave.

– ¿Más joven? Sí, es verdad. Pero hay algo más que no sé decir. -Sacudí la cabeza-. No sé. Tal vez tuvieras razón, Eric. Cuando dijiste que pensabas que nos conocíamos de antes. Ahora que te has quitado la cubierta de la cara, tienes algo que me resulta familiar.

– ¿De verdad?

Ahora sonaba poco claro, como si él no estuviera del todo seguro.

Engelbertina soltó un grito de exasperación.

– ¿Es que no lo veis? Sois idiotas. ¿No es obvio? Parecéis hermanos. Sí, eso es, hermanos.