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Gruen y yo nos miramos y enseguida supimos que tenía razón. Nos parecíamos mucho. Pero aun así ella agarró un espejo de mano y nos obligó a juntar las cabezas y observar nuestro reflejo.

– Por eso os resultabais familiares cuando os mirabais -anunció, triunfante-. Os recordabais a vosotros mismos, claro.

– Siempre he querido tener un hermano mayor -dijo Gruen.

– ¿Qué quieres decir con mayor? -pregunté.

– Bueno, es la verdad -insistió, y empezó a llenar la pipa-. Pareces una versión mayor de mí. Un poco más gris y desgastado. Más castigado, seguro. Quizás incluso un poco más grueso, en los límites. Y creo que pareces menos inteligente que yo. O tal vez sólo un poco aturdido. Como si no recordaras dónde has dejado el sombrero.

– Te has olvidado de mencionar que soy más alto -dije-. Casi un metro.

Me miró a la cara, sonrió y encendió la pipa.

– No, pensándolo mejor, me refiero a menos inteligente. Tal vez incluso un poco estúpido. El detective estúpido.

Pensé en Britta Warzok y en que no tenía ningún sentido contratarme si sabía que el padre Gotovina formaba parte de la Com pañía. A menos que siempre lo hubiera sabido y yo fuera demasiado estúpido para ver lo que se proponía. Y por supuesto lo era. El detective estúpido. Sonaba bien, como si pudiera ser cierto.

25

Al día siguiente Henry Henkell apareció para pasar el fin de semana y anunció que iba directo al laboratorio. Gruen no se encontraba muy bien y se había quedado en la cama, así que Henkell me ofreció ir con él.

– Además -añadió, como aliciente adicional para acompañarle-, en realidad no has visto Garmisch- Partenkirchen, ¿verdad, Bernie?

– No, todavía no.

– Bueno, entonces tienes que venir y echar un vistazo. Te irá bien salir de aquí un rato.

Descendimos lentamente la montaña, lo que daba igual, porque, en una curva, nos encontramos con un pequeño rebaño de ganado que cruzaba la carretera que iba paralela a la vía del tren. Un poco más adelante, Henkell me explicó lo importante que era la vía para Garmisch-Partenkirchen.

– La línea de ferrocarril proporciona la división más clara entre dos ciudades antiguas -dijo-. Garmisch, a la izquierda y al este de la vía, es un poco más moderna. Sobre todo porque ahí está el estadio olímpico de esquí. Partenkirchen, al oeste de la vía, parece mucho más antigua. También es donde se instalan la mayoría de americanos.

Mientras íbamos hacia Banhofstrasse por Zugspitzstrasse, señalaba las fachadas de las casas decoradas con las llamadas «pinturas al aire». Algunas se parecían a las elaboradas iglesias rococó de Munich. Garmisch- Partenkirchen no podría parecer más católica si el Papa tuviera un chalé de esquí ahí. Pero también parecía una ciudad próspera, y era fácil deducir por qué. Había americanos por todas partes, como si acabara de terminar la guerra. La mayoría de vehículos en la carretera eran todoterrenos y camiones del ejército de Estados Unidos, y en cada edificio colgaba la bandera de las barras y estrellas. Costaba creer que estábamos en Alemania.

– Dios, mira -exclamé-. Lo próximo será pintar frescos de Mickey Mouse en los edificios que han confiscado.

– Bueno, no está tan mal -dijo Henkell-. Y ya sabes, tienen buena intención.

– Igual que la San ta Inquisición -repliqué-. Para en el estanco, necesito comprar Lucky.

– ¿No te dije que no fumaras? -dijo, pero se detuvo de todas formas.

– ¿Con todo este aire puro a mi alrededor? -pregunté-. ¿Qué daño puede hacerme?

Salí del coche y fui al estanco. Compré cigarrillos y luego di varias vueltas a la tienda, disfrutando de la sensación de volver a comportarme como una persona normal. El estanquero me miraba suspicaz.

– ¿Desea algo más? -preguntó, al tiempo que me señalaba con la boquilla de la pipa.

– No, sólo miraba -contesté.

Se volvió a colocar la pipa en su petulante boquita y se balanceó con sus zapatos decorados con edelweiss, hojas de roble y cintas bávaras azules y blancas. Sólo les faltaba una Blue Max o una cruz de hierro para ser los zapatos más alemanes que hubiera visto jamás. Dijo:

– Esto es una tienda, no un museo.

– Pues no lo parece -contesté, y salí presuroso, con la campanita de la tienda sonando por detrás.

– Seguro que este lugar es muy acogedor en invierno -le dije a Henkell cuando volví al coche-. La gente de aquí es tan afable como una horca fría.

– En realidad son bastante simpáticos cuando los conoces -dijo.

– Es curioso. Es lo mismo que dice la gente cuando te ha mordido su perro.

Seguimos hacia el sudoeste de Partenkirchen, hacia el pie del Zugspitze, pasado el Post Hotel, el Club de Oficiales Americanos, el hotel General Patton, la oficina central del Comando de la Zo na Sudeste del ejército estadounidense y el pabellón de esquí Green Arrow. Podría estar en Denver, Colorado. Nunca he estado allí, pero me imaginaba que probablemente se parecía mucho a Partenkirchen. Patriótico, afectado, excesivamente decorado, desagradable de un modo agradable y, en última estancia, más que un pequeño absurdo.

Henkell pasó por una calle de viejas casas típicas de los Alpes y se dirigió a la entrada de una mansión de dos plantas con un estucado blanco, un balcón de madera cruzado y un tejado que sobresalía tan grande como lacubierta de un portaaviones. En la pared había un fresco de un esquiador olímpico alemán. Sabía que era alemán porque parecía que quería coger algo con el brazo derecho, pero no había manera de decir qué podía ser porque alguien había pintado sobre la mano y la muñeca. Y tal vez sólo un alemán se hubiera dado cuenta de por qué la mano derecha del esquiador estaba levantada. Todo en Garmisch-Partenkirchen parecía tan comprometido con el tío Sam y su bienestar que costaba creer que el tío Adolf hubiera estado ahí alguna vez.

Salí del Mercedes y alcé la vista hacia el Zugspitze que se cernía sobre las casas como una ola petrificada de grises aguas marinas. Era geología en estado puro.

Al oír los disparos me estremecí, probablemente incluso me agaché un poco, y luego miré hacia atrás. Henkell se rió.

– Los americanos tienen un campo de tiro al plato al otro lado del río -dijo, y fue hacia la puerta delantera -. Todo lo que ves a tu alrededor fue requisado por ellos. Me dejan utilizar este lugar para mi trabajo, pero antes de la guerra era el laboratorio científico del hospital local, en Maximilianstrasse.

– ¿El hospital ya no necesita laboratorio?

– Después de la guerra, el hospital se convirtió en la enfermería de la cárcel -contestó, mientras buscaba su llave de la puerta-. Para los prisioneros de guerra alemanes con enfermedades incurables.

– ¿Qué les pasaba?

– Casos psiquiátricos la mayoría, pobres diablos -respondió-. Neurosis de guerra, ese tipo de cosas. En realidad no era mi línea. La mayor parte moría después de un ataque de meningitis viral. Al resto los trasladaron a un hospital en Munich, hace unos seis meses. Ahora están convirtiendo el hospital en una zona de descanso y ocio para el personal americano.

Abrió la puerta y entró. Yo me quedé donde estaba, mirando un coche aparcado al otro lado de la calle. Lo había visto antes, un bonito Buick Roadmaster de dos puertas. Verde brillante, con neumáticos de banda blancaun trasero grande como una ladera alpina y una calandra delantera como el paciente estrella de un dentista.

Seguí a Henkell y entré en un estrecho pasillo que estaba muy caliente. En las paredes había muchas fotografías de campeones olímpicos de invierno: Maxi Herber, Ernst Baier, Willy Bognor haciendo el juramento olímpico, y un par de esquiadores de saltos que debieron pensar que podían llegar hasta Valhalla. En la casa el ambiente tenía un punto químico, algo así como descompuesto y botánico, como un par de guantes de jardinería.