Henkell sacudió la cabeza.
– No tiene ni idea de lo que realmente nos impulsa -dijo-. Es un poco cínico. ¿Verdad, Jonathan?
– Si tú lo dices, cabezacuadrada.
Miré alrededor del laboratorio-invernadero. Había dos bancos de trabajo, uno a cada lado de la sala. Uno alojaba una variedad de equipamiento científico, incluidos muchos microscopios. En el otro había alineada una docena de recipientes de cristal calientes. Bajo una ventana que daba a otra parte del prolijo jardín había tres piletas. Pero lo que me llamó la atención fueron los recipientes de vidrio. Dos de ellos estaban repletos de insectos. Incluso a través del cristal se oía el zumbido de la multitud de mosquitos, como diminutos cantantes de ópera que intentaban mantener una nota aguda. Se me ponía la piel de gallina sólo de verlos.
– Ésos son nuestros VIP -dijo Henkell-. Culex pipen. Una variedad de mosquito de aguas estancadas y, por lo tanto, la más peligrosa, ya que es portadora de la enfermedad. Intentamos criar los nuestros en el laboratorio, pero de vez en cuando necesitamos que nos envíen nuevos especímenes desde Florida. Los huevos y larvas son sorprendentemente fuertes a las bajas temperaturas del transporte aéreo de larga distancia. Son fascinantes, ¿verdad? Que algo tan pequeño pueda ser tan letal. Eso es la malaria, desde luego. Para la mayoría de la gente, en cualquier caso. Algunos estudios que he repasado demuestran que casi siempre es mortal en los niños. Pero las mujeres son más resistentes que los hombres, nadie sabe por qué.
Me estremecí y me aparté del recipiente de cristal.
– No le importan tus amiguitos, Heinrich -dijo Jacobs-. Y no puedo culparle. Odio a esos pequeños cabrones, tengo pesadillas con que uno de ellos saldrá y me morderá.
– Estoy seguro de que tienen mejor gusto -dije.
– Por eso necesitamos más dinero. Para tener mejores salas de aislamiento y un equipo para manipularlos. Un microscopio de electrones. Recipientes para los especímenes. Nuevos sistemas de tinte transparente. -Todo eso iba dirigido al comandante Jacobs-. Para evitar que ocurra un accidente de ese tipo.
– Estamos trabajando en ello -dijo Jacobs y bostezó ostentosamente, como si ya lo hubiera oído muchas veces. Sacó un paquete de cigarrillos y luego pareció que se lo pensaba mejor al ver la mirada de reproche de Henkell-. No se fuma en el laboratorio -murmuró, mientras se volvía a meter el paquete de tabaco en el bolsillo-. De acuerdo.
– Te has acordado -comentó Henkell, sonriente-. Vamos progresando.
– Eso espero -dijo Jacobs-. Me gustaría que te acordaras de mantener todo esto oculto. -Me miró de reojo al decirlo-. Como acordamos. Se supone que este proyecto es secreto.
Él y Henkell empezaron a discutir de nuevo.
Yo les di la espalda y me incliné sobre un número antiguo de la revista Life que había en el banco, junto a un microscopio. Hojeé las páginas para ejercitar un poco mi inglés. Los americanos parecen tan sanos… Como otra raza dominante. Empecé a leer un artículo titulado La cara maltrecha de Alemania. Era una serie de fotografías aéreas del aspecto de los pueblos y ciudades alemanes después de que terminaran las fuerzas aéreas británicas y la 8ª sección de las fuerzas aéreas de Estados Unidos. Mainz parecía un pueblo de ladrillos de barro de Abisinia. Julich, como si alguien hubiera estado experimentando con una primera bomba atómica. Era suficiente pararecordar las dimensiones de nuestra aniquilación.
– No importaría tanto -decía Jacobs- si no dejaras papeles y documentos por todas partes. Cosas que son delicadas y secretas.
Y al decirlo me quitó la revista y volvió por la doble puerta de vidrio a la oficina.
Yo le seguí, lleno de curiosidad, igual que Henkell.
Enfrente del escritorio, Jacobs sacó un llavero del bolsillo del pantalón, abrió un maletín y metió la revista. Luego volvió a cerrarlo. Me pregunté qué había en la revista, seguro que nada secreto. Todas las semanas la revista Life se vendía en todo el mundo, con una tirada de millones. A menos que utilizaran Life como un libro de códigos. Había oído que así se hacían esas cosas hoy en día.
Henkell cerró las puertas de vidrio con cuidado tras él y soltó una carcajada.
– Ahora cree que estás loco -dijo-. Probablemente yo también.
– Me importa un bledo lo que piense -repuso Jacobs.
– Caballeros -dije yo-. Ha sido interesante, pero creo que tengo que marcharme. Hace buen día y podría hacer algo de ejercicio. Así que, si no te importa, Heinrich, intentaré volver caminando a la casa.
– Son seis kilómetros, Bernie -afirmó Henkell-. ¿Estás seguro de que puedes hacerlo?
– Creo que sí. Me gustaría intentarlo.
– ¿Por qué no te llevas mi coche? El comandante Jacobs me puede llevar cuando hayamos acabado aquí.
– No, de verdad -dije yo-. Estaré bien.
– Siento que él haya sido tan maleducado -comentó Henkell.
– No te preocupes -le dijo Jacobs-. No es personal. Me sorprendió que apareciera aquí de nuevo, nada más. No me gustan las sorpresas en mi negocio. La próxima vez nos veremos en la casa, tomaremos una copa. Así será más distendido. ¿De acuerdo, Gunther?
– Claro -contesté-. Tomaremos una copa y luego iremos a cavar al jardín. Como en los viejos tiempos.
– Un alemán con sentido del humor -dijo Jacobs-. Me gusta.
26
Cuando te convierten en policía te ponen a tono. Te hacen andar para que tengas tiempo suficiente para darte cuenta de las cosas. No se observa mucho desde el interior de un vagón de rayas a cincuenta kilómetros por hora. Cuando llevas botas con tachuelas te vienen a la cabeza palabras como «pasma» o «sabueso». Si me hubiera ido del laboratorio de Henkell en el Mercedes, nunca hubiera mirado por la ventana del Buick del comandante Jacobs ni hubiera visto que se lo había dejado abierto. No hubiera vuelto a mirar la mansión y recordado que era imposible ver la carretera y el coche desde la ventana de la oficina. No me gustaba el comandante Jacobs, pese a su pseudodisculpa. No era razón para registrar su coche, por supuesto. Pero bueno, la palabra «fisgón» también me va muy bien para mi profesión. Soy un rastreador profesional, un metomentodo, un cotilla, y sentía mucha curiosidad por un hombre que había cavado en mi jardín trasero en busca de oro judío y que era lo bastante reservado, por no decir paranoico, para quitar un número antiguo de la revista Life con tal de que dejara de mirarla.
Me gustaba su Buick. El asiento delantero era grande como una litera de un coche cama pullman, con un volante del tamaño de una rueda de bicicleta y una radio que parecía prestada de una máquina de discos de cafetería. El velocímetro decía que alcanzaba los ciento ochenta kilómetros por hora, y con su ocho en línea y la transmisión Dynaflow, pensé que era bueno por lo menos para ir a cien. A un metro del velocímetro, en la parte soleada del salpicadero, había un reloj, para que supieras cuándo había que ir a comprar más gasolina. Debajo del reloj había una guantera para un hombre con manos más grandes que las de Jacobs. En realidad parecía una guantera para la diosa Kali con espacio para unas cuantas guirnaldas y calaveras.
Me estiré en el asiento, lo abrí con el dedo y revolví un momento. Había una Smith and Wesson corta delcalibre treinta y ocho, con el armazón en forma de J y el mango revestido de caucho. Con ella me había apuntado en Dachau. Un mapa de carreteras Michelin de Alemania. Una tarjeta conmemorativa para celebrar el segundo centenario del aniversario de Goethe. Una edición americana de los Diarios de Goebbels. Una Guía Azul del norte de Italia. Dentro, en las páginas de Milán, había un recibo de una joyería. El nombre del joyero era Primo Ottolenghi, y era un recibo de diez mil dólares. Parecía lógico deducir que Jacobs había vendido en Milán la caja de objetos de valor judíos que sacó de mi jardín trasero, sobre todo porque el recibo tenía fecha más o menos de una semana después de su estancia con nosotros. Había una carta del Rochester Strong Memorial Hospital, en el estado de Nueva York, con una lista de equipamiento médico entregado a Garmisch-Partenkirchen, vía la base aérea de Rhein-Main. Había un bloc de notas. La primera página estaba en blanco, pero podía deducir por las marcas lo que había escrito en la página anterior. Arranqué las primeras páginas con la esperanza de que más tarde pudiera desentrañar lo que Jacobs había escrito.