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Por ejemplo, me di cuenta de que siempre se levantaba cuando Gruen o Henkell entraban en una habitación. Me resultaba un poco extraña la deferencia que mostraba hacia ellos, que rayaba en lo servil. También me percaté de que nunca les miraba a los ojos. Siempre que uno de los dos miraba hacia ella, ella bajaba la vista, y a veces incluso inclinaba la cabeza. Bueno, tal vez no fuera tan poco común en una relación entre patrón y empleado alemanes. Sobre todo teniendo en cuenta que ellos eran médicos y ella enfermera. Los médicos alemanes pueden ser unos tiranos, algunos, y bastante intimidantes, como descubrí cuando Kirsten se estaba muriendo.

Algunas de las otras rarezas que había notado en Engelbertina también las encontraba irritantes, como hilos de una telaraña que me iba apartando de la cara a medida que avanzaba nuestra relación. Como su tendencia al infantilismo. Su habitación estaba repleta de juguetes blandos que le habían comprado Henkell y Gruen. La mayoría ositos de peluche, debía de haber tres o cuatro docenas. Hombro con hombro, con los ojos redondos, brillantes y atentos, la boca estrecha y cosida con fuerza, parecía que planearan un golpe de Estado para adueñarse de la habitación. Y, por supuesto, sospechaba que yo sería la primera víctima de la purga urgente que se sucedería a su asalto. Los ositos de peluche y yo no nos entendíamos. Excepto en una cosa, tal vez. Era muy probable que la segunda víctima de la purga fuera su radiofonógrafo de mesa Philco, un regalo de boda de su americano desaparecido. Y si no era el fonógrafo, seguro que la única grabación que parecía tener. Era una balada más bien melancólica, del musical Blue Paradise de Sigmund Romberg, y en su version cantada por Lale Andersen. Engelbertina la ponía una y otra vez, y pronto hizo que me subiera por las paredes.

Luego estaba la devoción a Dios de Engelbertina. Todas las noches, incluso cuando había hecho el amor conmigo, salía de la cama y, arrodillada al lado, con las manos juntas con la misma fuerza con que cerraba los ojos, oraba en voz alta, como si se entregara a la clemencia de un juez prusiano. Y mientras rezaba, a veces, las noches en que yo estaba demasiado cansado para levantarme e irme de su habitación, la oía y me impresionaba descubrir que las esperanzas y aspiraciones de Engelbertina para sí misma y el mundo eran tan banales que habrían dejado a un panda disecado anonadado del aburrimiento. Después de la oración, siempre abría la Bib lia y literalmente hojeaba las páginas en busca de la respuesta de su Dios. La mayoría de las veces su elección aleatoria del capítulo y el verso le permitía llegar a la conclusión improbable de que en efecto había obtenido una respuesta.

Pero lo más extraño e irritante de Engelbertina era su idea de que poseía el don de las manos curativas. A pesar de su formación médica, que era real, a veces se ponía una toalla con té en la cabeza, con bastante naturalidad, y colocaba las manos sobre su víctima/paciente y a continuación entraba en una especie de trance que la hacía respirar de forma llamativa por la nariz y sufrir violentas convulsiones, como alguien que está en una silla eléctrica. Una vez lo hizo conmigo, me colocó las manos en el pecho y entró en su rutina de madame Blavatsky, y de lo único de lo que logró convencerme es de que era una loca de remate.

Por entonces el único momento en que disfrutaba de su compañía era cuando estaba arrodillada delante de mí, con las manos agarradas a la sábana como si esperara que todo acabara pronto. Y normalmente así era. Quería alejarme de Engelbertina del mismo modo que un gato quiere escapar de los pegajosos tentáculos de un niño cariñoso pero torpe. Y lo antes posible.

28

Alcé la vista hacia el plomizo cielo austriaco del cual caía ahora nieve sobre el tejado del vehículo de la Pat rul la In ternacional, que iba a la deriva como una capa de nata batida. De los cuatro elefantes de dentro del vehículo, probablemente sólo el cabo ruso sentía nostalgia al ver la nieve. Los otros tres solamente parecían tener frío y estar hartos. Incluso los diamantes de una joyería colindante parecían un poco fríos. Me subí el cuello del abrigo, me coloqué el sombrero sobre las orejas y caminé rápido por el Graben, pasando por el monumento barroco erigido en memoria de los cien mil vieneses fallecidos con la plaga de 1679. A pesar de la nieve, o tal vez incluso gracias a ella, en el Café Graben había mucho ajetreo. Mujeres bien vestidas y fornidas se apresuraban a atravesar la puerta giratoria con sus compras. Como tenía media hora libre antes de mi reunión con los abogados de la familia Gruen, corrí tras ellas.

En la sala de atrás había un escenario preparado para una pequeña orquesta, y unas cuantas mesas donde algunos peces muertos disfrazados de hombres jugaban al dominó, sostenían tazas de café vacías en la mano o leían el periódico. Cuando encontré una mesa vacía junto a la ventana, me senté, me desabroché el abrigo, miré a una morena guapa y luego pedí un café negro en un vaso alto con sólo un centímetro de crema encima. También pedí un coñac largo por el frío, o eso me dije, en cualquier caso. Pero sabía que tenía más que ver con el primer encuentro con los abogados de los Gruen. Los abogados me incomodan, como la idea de contraer la sífilis. Me bebí el coñac, pero sólo la mitad del café. Tenía que pensar en mi salud. Luego volví a salir.

Ubicada en la parte más alta de Graben, Kohlmarkt era una típica calle vienesa, con una galería de arte en un extremo y un pastelero de lujo en el otro. Kampfner y Asociados ocupaban tres plantas del número 56, entre una tienda que vendía productos de piel y otra relicarios antiguos. Cuando atravesé la puerta, casi sentí la tentación de comprarme un par de rosarios, por aquello de la suerte.

Tras el mostrador de recepción de la primera planta había una pelirroja sentada con todos los adornos. Le dije que iba a ver al doctor Bekemeier. Me pidió que tomara asiento en la sala de espera. Caminé hacia una silla, no le hice caso y me quedé mirando la nieve por la ventana, igual que cuando te preguntas si tus zapatos están preparados para eso. Había un buen par de botas en Breschneider que mis gastos y yo estábamos pensando en adquirir. Siempre que las cosas salieran bien con el abogado. Observé la nieve hasta la ventana de la tienda de bordados de enfrente, donde Fanny Skolmann, según el nombre que estaba pintado en la ventana, y sus muchos empleados daban puntadas con una luz que prometía volverles ciegos en muy poco tiempo.

Oí un discreto carraspeo por detrás y me di la vuelta para encontrar a un hombre que llevaba un prolijo traje gris con un cuello de camisa de esmoquin que parecía confeccionado por Pitágoras. Debajo de las polainas blancas, sus zapatos negros brillaban como el metal de una bicicleta nueva. O tal vez sólo era más crema encima de más café negro. Era un hombre bajo, y, cuanto más bajo, más empeño parece que pones en su atuendo. Éste estaba sacado de un escaparate. Me lanzó una mirada intensa. No medía más de metro y medio y aun así tenía la mirada de una criatura que mataba ratas con los dientes. Era como si su madre hubiera rezado para tener un cachorro de terrier y hubiera cambiado de opinión en el último momento.

– ¿Doctor Gruen? -preguntó.

Por un instante tuve que recordar que me hablaba a mí. Asentí. Me hizo un gesto de cortesía con la cabeza.

– Soy el doctor Bekemeier -dijo. Me hizo entrar en el despacho tras él y siguió hablando con una voz que chirriaba como la puerta de un castillo de Transilvania-. Por favor, doctor, pase por aquí.