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– Está bien -dijo Polkes, que hablaba bien el alemán-. Pero aquí no. Vayamos a otro lugar. Tengo el coche en la puerta.

Estuve a punto de negarme. Una cosa era tomar un trago en el bar del hotel. Otra muy distinta subirme a un coche con dos hombres cuyas chaquetas abotonadas hasta arriba me contaban que iban armados y que eran, con toda probabilidad, individuos peligrosos. Dándose cuenta de mi indecisión, Polkes añadió:

– No tiene por qué preocuparse, amigo. Nosotros luchamos contra los británicos, no contra los alemanes.

Salimos a la calle y nos metimos en el Riley. Golomb se sentó al volante y se alejó del hotel con lentitud, como si no quisiera llamar la atención. Nos dirigimos al norte y después al este, cruzamos una colonia alemana de casas blancas y elegantes llamada «Pequeña Valhalla», y después giramos a la izquierda, cruzamos la línea de ferrocarril y enfilamos Hashachar Herlz. Otro giro a la izquierda por Lilien Blum y nos detuvimos en un bar que había junto al cine. Nos encontrábamos, según me informó Polkes, en el centro del barrio residencial de TelAviv. En el ambiente flotaba un intenso olor a mar y a azahar. Era una zona más limpia y cuidada que Jaffa. Más europea, vaya. Y así lo comenté con aquellos hombres.

– Aquí debe sentirse como en casa -dijo Polkes-. En esta zona sólo viven judíos. Si fuera por los árabes, el país tendría el aspecto de un urinario.

Entramos en una cafetería con la fachada acristalada en la que había escritas palabras en hebreo. Se llamaba Kapulski. En la radio sonaba lo que a mí me pareció música judía. Una mujer menuda barría el suelo, cubierto con baldosas que formaban un dibujo de cuadros. De la pared colgaba la fotografía de un anciano con pelo revuelto y la camisa desabotonada que se parecía mucho a Einstein, pero sin el bigote chorreando sopa. No tenía la menor idea de quién podía ser. Junto a aquella fotografía había otra, la de un hombre que se parecía a Marx. Supe que se trataba de Theodor Herlz porque Eichmann tenía una foto suya en lo que él llamaba su «archivo de judíos». El barman nos acompañó con la mirada mientras cruzamos una cortina de cuentas y nos adentramos en una recóndita sala de atmósfera asfixiante llena de cajones de cerveza y de sillas apiladas encima de las mesas. Polkes colocó tres sillas en el suelo. Entretanto Golomb sacó tres cervezas de un cajón, les arrancó la chapa con el pulgar y las dejó encima de la mesa.

– Un truco excelente -observé.

– Debería verlo abrir latas de melocotones -dijo Polkes.

Hacía calor. Me quité el abrigo y me subí las mangas. Los dos judíos seguían con sus finas chaquetas abotonadas hasta arriba. Reparé en lo abultado de sus pectorales y asentí.

– Está bien -dije, dirigiéndome a Polkes-. He visto pistolas en otras ocasiones. Le aseguro que si veo las suyas no tendré pesadillas esta noche.

Polkes tradujo mi comentario al hebreo y Golomb dibujó una sonrisa. Tenía los dientes grandes y amarillos, como si estuviera acostumbrado a cenar hierba todos los días. Entonces se quitó la chaqueta. Polkes hizo lo mismo. Cada uno de ellos llevaba un Webley inglés del tamaño de la pata trasera de un perro. Encendimos nuestros cigarrillos, tomamos un trago de cerveza templada y nos miramos los unos a los otros. Centré mi atención en Golomb, pues era él quien parecía estar al mando de la situación. Pasados unos minutos, Polkes dijo:

– Eliahu Golomb forma parte del Consejo de Mando de la Ha ganah. Apoya la política radical de su gobierno en lo relativo a los judíos, pues la Ha ganah está convencida de que esa política no hará sino aumentar la fuerza de la población judía de Palestina. Con el tiempo habrá más judíos que árabes, y entonces podremos tomar el país.

La cerveza templada siempre me había puesto enfermo. Y más enfermo aún me ponía bebería directamente de la botella. Me cabrea tener que beber de la botella. Prefiero no beber.

– Que les quede muy claro lo siguiente: no es mi gobierno. Odio a los nazis, y si ustedes tuvieran un poco de sentido común también los odiarían. No son más que un montón de malditos mentirosos, por lo que no se puede confiar en ellos. Ustedes creen en su causa. Me parece bien. Pero en Alemania hay muy poco en lo que merezca la pena creer. Salvo, por ejemplo, en que la cerveza debe servirse siempre fría y con la debida cantidad de espuma.

Polkes tradujo mis palabras y Golomb gritó algo en hebreo. Sin embargo, yo no había terminado con mi diatriba.

– ¿Quieren saber en qué creen los nazis? ¿Las personas como Hagen y Eichmann? Creen que merece la pena engañar por Alemania. Mentir si es necesario. Y ustedes son un par de bobos si piensan lo contrario. En estos momentos esos dos payasos nazis planean encontrarse con su amigo, el Gran Muftí, en El Cairo. Harán un trato con él y después regresarán a Alemania y esperarán a que Hitler decida a por quién va.

El barman llegó con tres cervezas frías en vaso y las dejó sobre la mesa. Polkes sonrió.

– Creo que a Eliahu le ha caído bien -dijo-. Quiere saber qué ha venido a hacer a Palestina. Con Eichmann y Hagen.

Les conté que era detective privado y les hablé de Paul Begelmann.

– Y para que vean que mis acciones tienen poco de noble, dejen que les diga que cobro una cantidad nada despreciable por mis servicios.

– No tengo la impresión de que sea un hombre que se mueve por dinero -dijo Golomb, a través de Polkes.

– No puedo permitirme tener principios -respondí-. Al menos no en Alemania. La gente con principios termina en el campo de concentración de Dachau. Estuve allí y no me gustó.

– ¿Ha estado en Dachau? -preguntó Polkes.

– El año pasado. Una visita relámpago, podríamos decir.

– ¿Había muchos judíos?

– Aproximadamente una tercera parte de los presos eran judíos. El resto eran comunistas, homosexuales,testigos de Jehová, unos cuantos alemanes con principios.

– ¿Y a qué grupo pertenecía usted?

– Yo era un hombre que hacía su trabajo. Ya le he dicho que soy detective privado. Y en ocasiones me meto en líos. Hoy en día, en Alemania, es algo común. A veces se me olvida, pero es así.

– Tal vez podría trabajar para nosotros -dijo Golomb-. Nos resultaría útil conocer la mente de esos dos hombres con los que teníamos que reunimos. Y más útil aún sería saber a qué acuerdo han llegado con Haj Amin.

Me reí. Era como si en aquellos días todo el mundo quisiera que me dedicara a espiar a otra gente. La Ges tapo quería que espiara al SD. Y ahora la Ha ganah también me pedía que los espiara. A veces se me pasaba por la cabeza que me había equivocado de profesión.

– Podríamos pagarle -dijo Golomb-. El dinero no nos falta. Fievel Polkes es nuestro hombre en Berlín. Cada cierto tiempo podrían reunirse e intercambiar información.

– No creo que les fuera de mucha utilidad -respondí-. No en Alemania. Como ya les he dicho, soy un simple detective privado que trata de ganarse la vida.

– Entonces colabore con nosotros aquí en Palestina -repuso Golomb. Tenía una voz grave y ronca que concordaba a la perfección con la cantidad de vello que tenía por todo el cuerpo. Parecía un oso amaestrado-. Lo llevaremos hasta Jerusalén, donde usted y Fievel podrán tomar un tren con destino a Suez, y de allí ir a Alejandría. Le pagaremos cuanto nos pida. Ayúdenos, herr Gunther. Ayúdenos a hacer algo por este país. Todo el mundo odia a los judíos, y no sin razón. No conocemos el orden ni la disciplina. Llevamos demasiado tiempo ocupándonos de nosotros mismos. Nuestra única esperanza de salvación es la inmigración masiva a Palestina. En Europa no hay futuro para los judíos, herr Gunther.

Polkes terminó de traducir y se encogió de hombros.

– Eliahu es un sionista radical -añadió-. Pero su opinión es la más generalizada entre los miembros de la Ha ganah. Yo no comparto eso que dice de que los judíos merezcan ser odiados. Pero tiene razón cuando dice que necesitamos su ayuda. ¿Cuánto quiere? ¿En libras esterlinas o en marcos? ¿En libras de oro, tal vez?