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– Tal vez tendría que comprar el periódico -sugerí.

– Perdí la costumbre -contestó-. Durante la guerra.

Le lancé otra mirada. Me gustaban sus gafas, hacían que pareciera que había leído todos los libros de las estanterías que flanqueaban la entrada a su piso. Si algo hay que me gusta, es una mujer que empieza pareciendo poco agraciada y se vuelve más guapa cuanto más la miras. Vera Messmann era de ese tipo de mujeres. Pasado un rato me daba la impresión de que era una mujer bastante guapa. Una mujer guapa que resultaba que llevaba gafas. Ella no tenía muchas dudas sobre nada de eso, tenía una seguridad serena en la manera de comportarse y de hablar. Si hubiera un concurso de belleza de bibliotecarias, Vera Messmann lo hubiera ganado de sobras. Ni siquiera tendría que quitarse las gafas y soltarse el pelo castaño.

Nos quedamos, un poco incómodos, en el pasillo de la entrada. Aún tenía que darle una alegría, aunque, por lo que decía, mi sola presencia era una agradable novedad.

– Como no he matado a nadie, ni cometido adulterio, en cualquier caso no desde el verano pasado, me intriga saber qué puede querer de mí un detective privado.

– No trabajo con asesinatos -contesté yo-. Desde que dejé de ser poli. Sobre todo me piden que busque a personas desaparecidas.

– Debe de tener mucho trabajo que le mantenga ocupado.

– Es un cambio agradable ser el portador de buenas noticias -comenté-. Mi cliente, que quiere permanecer en el anonimato, desea que tenga usted un dinero. No tiene que hacer nada para recibirlo. Sólo ir mañana por la tarde a un banco Spaengler a las tres y firmar un recibo del dinero en efectivo. Y eso es casi todo lo que puedo decirle, aparte de la cantidad. Veinticinco mil chelines.

– ¿Veinticinco mil chelines? -Se quitó las gafas, y evidenció que tenía toda la razón. Era un bombón-. ¿Está seguro de que no hay ningún error?

– No, si es usted Vera Messmann -contesté-. Necesitará algo que la identifique para demostrar quién es en el banco. Los banqueros son menos confiados que los detectives. -Sonreí-. Sobre todo los bancos como el Spaengler. Está en Dorotheengasse, en la zona internacional.

– Mire, herr Gunther, si es una broma, no es muy divertida. Veinticinco mil chelines para alguien como yo. Para cualquiera, es mucho dinero.

– Puedo irme ahora mismo, si lo prefiere -dije yo-. No volverá a verme nunca. -Me encogí de hombros -. Escuche, entiendo que le ponga nerviosa que venga así. Tal vez yo lo estaría en su lugar. Así que quizá debería irme, pero prométame que irá al banco a las tres. Al fin y al cabo, ¿qué tiene que perder? Nada.

Me volví y toqué el pomo de la puerta.

– No, por favor, no se vaya todavía. -Se dio la vuelta y fue hacia el salón-. Quítese el sombrero y elabrigo y pase.

Obedecí. Me gusta obedecer cuando hay una mujer decente por en medio. Había un piano de media cola con la tapa levantada y una pieza de Schubert en el atril. Enfrente de la ventana francesa había un par de sillas plateadas de color delfín con tapicería almohadillada azul. Contra una pared había un sofá de diseño floral y bordes dorados con apoyabrazos. Había un par de pedestales negros que parecían inmunes al frío y un gran armario tallado con cabezas de Cupido en la puerta, muchos cuadros antiguos y un espejo de pared de cristal de Murano que parecía caro y me presentaba mirando a mí alrededor fuera de lugar, como un elefante en una cacharrería. Vi un reloj de mármol francés con un petimetre de bronce leyendo un libro. Supuse que no era un libro de Agatha Christie. Era de esas habitaciones donde se discutía con más frecuencia de libros que de fútbol, y las mujeres se sentaban con las rodillas juntas y escuchaban música plañidera de cítara en la radio. Me dije que Vera Messmann no necesitaba tanto el dinero como las gafas. Se las volvió a poner y se colocó frente a una bonita mesa auxiliar bajo la ventana.

– ¿Una copa? -preguntó-. Tengo aguardiente, coñac y whisky.

– Aguardiente, gracias -contesté.

– Por favor, fume si quiere. Yo no fumo, pero me gusta el olor.

Me dio la copa y me condujo a las sillas azules.

Me senté, saqué la pipa, la miré un momento y luego me la volví a meter en el bolsillo. Ahora era Bernie Gunther, no Eric Gruen, y Bernie Gunther fumaba cigarrillos. Encontré unos Reemtsmas y empecé a liar un cigarrillo con el tabaco de pipa.

– Me encanta ver a un hombre que se lía uno de ésos -dijo, y se inclinó hacia delante en la silla.

– Si no tuviera los dedos tan fríos, podría haberlo hecho mejor -dije.

– Lo está haciendo bien -dijo ella-. A lo mejor le doy una calada cuando haya terminado.

Acabé el proceso, encendí el cigarrillo, le di una calada y se lo pasé. Se lo fumó con auténtico placer, como fuera el manjar más selecto. Luego me lo devolvió, tras toser un poco.

– Por supuesto, sé quién es -dijo-. Mi benefactor anónimo. Es Eric, ¿verdad? -Sacudió la cabeza-. Está bien. No tiene que decir nada, pero lo sé. Resulta que vi un periódico, hace unos días. Decía algo de la muerte de su madre. No hace falta ser Hercule Poirot para deducir esa cadena concreta de causalidades. Ha puesto las garras en su dinero y ahora quiere compensarme. Siempre suponiendo que sea posible después de su terrible comportamiento. No me sorprende nada que le enviara a usted en vez de venir en persona. Supongo que no se atreve a dar la cara por miedo, sea lo que sea lo que asusta a alguien como él. -Se encogió de hombros y dio un sorbo a su copa-. Sólo para su información, cuando me abandonó en 1928, sólo tenía dieciocho años. Supongo que él no era mucho mayor. Di a luz a una niña, Magda.

– Sí, iba a preguntarle por su hija -dije-. Tengo que darle la misma cantidad que a usted.

– Bueno, no puede -dijo ella-. Magda está muerta. Murió durante un ataque aéreo, en 1944. Una bomba cayó en su escuela.

– Lo siento -dije.

Vera Messmann se quitó los zapatos y colocó los pies con calcetines bajo su bonito trasero.

– Para lo que sirve, no le reprocho nada de eso. Comparado con lo que ocurrió durante la guerra, no es un gran crimen, ¿no? ¿Abandonar a una chica en apuros?

– No, supongo que no -dije.

– Pero me alegra que le enviara -dijo-. No me gustaría volver a verle. Sobre todo ahora que Magda está muerta, sería demasiado desagradable. Además, sería mucho más reticente a aceptar su dinero si estuviera él en persona. Pero veinticinco mil chelines… no puedo decir que no me vayan bien. Pese a lo que ve, no tengo mucho ahorrado. Todos estos muebles son bastante valiosos, pero eran de mi madre, y este piso es el único recuerdo quetengo de ella. Era suyo, tenía un gusto excelente.

– Sí -dije, y miré a mi alrededor con educación-. Es cierto.

– Pero no tiene sentido vender nada -dijo-. Ahora mismo no. No hay dinero para este tipo de cosas. Ni siquiera los americanos lo quieren. Todavía no, estoy esperando a que vuelva el mercado. Pero ahora -brindó conmigo, en silencio-, quizá no tendré que esperar al mercado. -Bebió un poco más-. ¿Y lo único que tengo que hacer es ir a ese banco y firmar un recibo?

– Eso es todo. Ni siquiera tiene que mencionar su nombre.

– Es un alivio -confesó.

– Sólo atraviese la puerta y la estarán esperando. Iremos a una sala privada y yo le haré entrega del dinero. O un cheque bancario, como prefiera. Así de sencillo.

– Sería bonito pensar así -dijo ella-. Pero nada que implique dinero es sencillo.

– A caballo regalado no le mires los dientes. Es mi consejo.

– Es un mal consejo, herr Gunther -repuso ella-. Piénselo. Todos esos recibos de veterinarios si el jamelgo no es bueno. Y no olvidemos lo que les pasó a esos pobres troyanos ingenuos. Tal vez si hubieran escuchado a Casandra en vez de a Sinón, lo hubieran evitado. Y si le hubieran mirado «el dentado» al caballo regalado de los griegos, hubieran visto a Odiseo y a sus amigos griegos hacinados dentro. -Sonrió-. Es la ventaja de recibir una formación clásica.