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– Qué raro que haya pasado estando tú aquí -dijo.

– Has sido tú la que me ha convencido para que me quedara -repliqué-. ¿Recuerdas?

– Perdona.

– No importa.

Volví al vestíbulo para examinar la cerradura de la puerta. Era una Evva, una cerradura excelente. Entonces vi que el intruso había entrado por la puerta sin necesidad de hurgarla, forzarla o descerrajarla. La llave de la puerta colgaba de un cordel debajo del buzón.

– No ha forzado la puerta -grité-. No le ha hecho falta. Mira. -Vera se asomó a la puerta al tiempo que yo arrancaba el cordel-. No es la cosa más sensata cuando se es una mujer y se vive sola -dije.

– No -repitió ella con timidez-. Normalmente corro el cerrojo cuando me voy a la cama. Pero esta noche debía de tener otras cosas en la cabeza.

Corrí el cerrojo.

– Veo que voy a tener que darte una lección sobre prevención de delitos -dije llevándola hacia el dormitorio.

31

Después de una ceremonia íntima en Karlskirche, en Karlsplatz, el cortejo fúnebre que seguía el ataúd de Elizabeth Gruen atravesó Simmeringer Hauptstrasse hasta llegar al Cementerio Central de Viena. El recorrido desde la iglesia barroca, con su cúpula de cobre oxidado, al cementerio lo hice en un Cadillac Fleetwood conducido por un soldado estadounidense fuera de servicio que había instalado un servicio de choferes junto al economato de Roetzergasse. Casi todo el mundo en Viena tenía negocios aparte, a excepción quizá de los muertos. Aun así, Viena es tal vez el lugar ideal para los muertos. El Cementerio Central, en el distrito 11, es, con sus doscientas hectáreas y sus dos millones de residentes, como una ciudad dentro de la ciudad, una necrópolis de árboles y flores, elegantes avenidas, fina estatuaria y distinguida arquitectura. Si uno tiene dinero, y siempre que esté muerto, desde luego, puede pasar la eternidad rodeado de un esplendor reservado por lo común a emperadores soberbios, monarcas de rancia estirpe y sátrapas despóticos.

El panteón de la familia Gruen estaba formado por un mausoleo de mármol negro del tamaño de una torreta del Bismarck. Cinceladas en modestas letras doradas, se leían las palabras «Familie Gruen» y, cerca de la base, los nombres de los miembros que yacían en el interior, incluido el del padre de Eric, Friedrich. La fachada era escalonada y en ella había una estatua de bronce de una mujer algo ligera de ropa supuestamente postrada de dolor y que, sin embargo, parecía más bien una corista del Club Oriental tras una noche de duro trabajo. La tentación de cubrirla con algo de abrigo y llevarle una taza de café solo bien cargado era casi irresistible.

El panteón era modesto comparado con el de un faraón egipcio, aunque seguro que entre aquellas cuatro esfinges -una en cada esquina- la dinastía de los Ptolomeo se hubiera sentido como en casa. Cuando salí delinterior, tras haber presentado mis respetos a la madre de Eric, casi esperaba que el sacristán me registrara por si había intentado llevarme escarabajos de oro o incrustaciones de lapislázuli. En vez de ello, noté sobre mí multitud de miradas extrañadas y suspicaces, incluso hostiles, como si fuera Mozart resucitado en busca de su propia tumba. Creo que hasta el sacerdote que había oficiado el funeral -que con su capa púrpura parecía una de esas tartas francesas que se ven en las vitrinas de Demel's- me echó mal de ojo.

Tenía la esperanza de que, guardando las distancias respecto al cortejo y con unas gafas oscuras -el día era frío pero soleado-, me mantendría en el anonimato. El abogado Bekemeier había creído que yo era Eric, y eso, dadas las circunstancias, era lo único que me importaba. Con lo que no había contado era con la hostilidad de una de las criadas de Elizabeth Gruen, que me dijo lo que pensaba de la presencia de su hijo en el funeral.

La mujer en cuestión era una criatura rubicunda, huesuda y mal vestida, una especie de costilla de ternera envuelta en un saco; al hablar, la dentadura se le movía como si tuviera un terremoto en la cabeza.

– Qué valor, presentarse aquí de esta manera -dijo la bruja, con evidente desdén-. Después de todos estos años. Después de lo que hizo. Vergüenza sentía su madre, vergüenza y asco de que un Gruen pudiera hacer lo que hizo usted. Deshonra, esto es lo que usted le trajo a esta familia. Deshonra. Su padre lo hubiera corrido a latigazos.

Yo contesté con algún tópico sobre el tiempo que había pasado y a continuación me dirigí hacia la entrada principal, donde había dejado al chofer con el coche. Pese al frío, en el cementerio había bastante gente. A esa misma hora había otros entierros y muchas otras personas hacían el mismo camino que yo, aunque apenas les presté atención. Tampoco reparé en el Jeep de la PI que estaba aparcado a poca distancia del Cadillac. Subí alcoche y el chofer arrancó a toda velocidad, cual criminal a la fuga.

– ¿Pero qué demonios pasa? -grité en cuanto me levanté del suelo del vehículo-. Vengo de un funeral, no de atracar un banco.

El conductor, un muchacho con el pelo crespo y las orejas como las asas de un trofeo, hizo un gesto hacia el retrovisor.

– Patrul la In ternacional -dijo en un alemán aceptable.

Me di la vuelta para mirar por la ventanilla trasera. Efectivamente, el Jeep nos venía pisando los talones.

– ¿Qué quieren? -le grité, al tiempo que él pisaba a fondo y giraba por una callejuela transversal de Simmeringer.

– O le persiguen a usted, amigo -dijo-, o me persiguen a mí.

– ¿A usted? ¿Y qué ha hecho?

– Este coche lleva gasolina del economato -dijo él gritando-. Exclusiva para las tropas de ocupación, como el coche. Y como los cigarrillos y el alcohol y las medias del maletero.

– Estupendo -dije yo-. Muchísimas gracias. Es justo lo que necesitaba, vérmelas con la policía el día que entierran a mi madre.

Esto lo dije sólo para hacerle sentir mal.

– No se preocupe -dijo sonriendo de oreja a oreja-. Primero tendrán que atraparnos y este coche tiene las de ganar frente a un Jeep con cuatro elefantes a cuestas. Mientras no pidan refuerzos por radio, les daremos esquinazo seguro. Además, seguro que el que conduce es americano. Son las normas. Como el vehículo es nuestro, también el piloto. Y en general los americanos no estamos locos. Aunque si el que conduce es el Iván, tal vez tengamos problemas. Esos tipos son un peligro cuando se ponen al volante.

Yo ya había ido en coche con rusos y sabía que no exageraba.

Nos acercábamos a toda velocidad al centro desde el este. El Jeep nos siguió hasta la vía del tren, pero luego lo dejamos atrás.

– Tome -dije mientras dejaba unos cuantos billetes en el asiento trasero; estábamos ya en Am Modenapark. -. Déjeme en la esquina, seguiré a pie. Tengo los nervios de punta.

Bajé, cerré de un portazo y vi cómo el Cadillac arrancaba haciendo derrapar los neumáticos y se perdía por Zaunergasse. Caminé hasta Stalin Platz y luego bajé por Gusshausstrasse en dirección al hotel. Como mañana no estaba mal, pero el día no había hecho más que empezar.

Tomé un almuerzo ligero y luego subí a la habitación para descansar antes de la cita con Vera Messmann en el banco. No llevaba mucho tiempo en la cama cuando alguien llamó suavemente a la puerta; creyendo que sería la camarera, me levanté para abrir. El que estaba allí era un hombre al que reconocí del funeral. Por un momento pensé que iba a tener que soportar más agresiones verbales referentes al oprobio que por mi culpa había caído sobre el nombre de la familia Gruen. En vez de ello, el hombre se quitó respetuosamente el sombrero y se quedó sosteniéndolo por el ala como si fueran las riendas de una calesa.

– ¿Sí? -dije-. ¿Qué desea?

– Soy el ex mayordomo de su madre, señor -dijo con un acento que me sonaba a búlgaro-. Tibor, señor. Tibor Medgyessy, señor. ¿Me permitiría hablar con usted un instante, señor? Se lo ruego. -Echó una mirada nerviosa hacia el pasillo del hotel-. ¿En privado, señor? Sólo unos minutos, si es tan amable.