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Era alto y corpulento para su edad, unos sesenta y cinco años según mis cálculos. Tal vez más. Tenía el pelo blanco y rizado como si lo hubiera esquilado del lomo de una oveja. Los dientes parecían de madera. Llevaba unas gafas gruesas de montura metálica, traje oscuro y corbata. Tenía un porte casi militar, y pensé que eso debía de ser lo que les gustaba a los Gruen.

– Está bien, pase. -Cojeaba, una cojera que parecía debida a la cadera más que a la rodilla o el tobillo. Cerré la puerta-. ¿Y bien? ¿De qué se trata? ¿Qué desea?

Medgyessy echó una mirada en torno a la habitación, evidentemente complacido.

– Qué elegante, señor -dijo-. Elegante de verdad. No le culpo por alojarse aquí en vez de en casa de su madre. Sobre todo después de lo sucedido esta mañana en el funeral. Cuánto lo lamento. Qué inconveniencia. Ya le he llamado la atención, señor. He sido el mayordomo de su madre durante quince años, señor, y es la primera vez que oigo a Klara diciendo impertinencias.

– ¿Conque Klara?

– Sí, señor. Mi esposa.

– Mire, vamos a olvidarlo -dije encogiéndome de hombros-. Cuando antes lo olvidemos, mejor, ¿de acuerdo? Le agradezco que haya venido a disculparse, pero de verdad, no tiene importancia.

– Oh, no he venido a disculparme, señor -dijo.

– Ah, ¿no? -pregunté moviendo la cabeza-. ¿Entonces a qué ha venido?

El mayordomo esbozó una extraña sonrisa. Parecía una valla de madera desgastada.

– La cuestión es la siguiente, señor -empezó-. Su madre nos dejó cierta cantidad en su testamento. Lo que pasa es que lo firmó hace bastantes años. Esa suma nos hubiera venido muy bien, si recientemente no hubiera cambiado el valor del chelín. Ella tenía intención de modificarlo, por supuesto, pero al morir tan de repente no le dio tiempo. Mi esposa y yo estamos en una situación complicada. Lo que nos dejó la señora no nos basta para retirarnos, y al mismo tiempo somos demasiado viejos para encontrar otro trabajo. Así que nos preguntábamos si podría usted ayudarnos, señor. Ahora es usted un hombre rico, y nosotros no somos codiciosos. Ni siquiera se lo pediríamos si su madre no hubiera tenido la intención de modificar el testamento. Puede preguntárselo al doctor Bekemeier si no me cree, señor.

– Entiendo -dije yo-. Si me permite que se lo diga, herr Medgyessy, no me pareció que su esposa, Klara, quisiera mi ayuda. Muy al contrario.

El mayordomo cambió el peso de pierna y relajó la postura.

– Estaba dolida, señor, eso es todo. No sólo por la repentina muerte de su madre en el hospital, sino también porque desde entonces la Pat rul la In ternacional no ha dejado de hacer preguntas sobre usted, señor. Querían saber si iba usted a venir para el funeral. Esa clase de cosas.

– ¿Y por qué iba a estar interesada en mí la policía aliada?

Mientras decía esto recordaba la huida del Cementerio Central. Empezaba a pensar que el chofer se había equivocado, y que a quien en verdad perseguía la Pat rul la In ternacional era a Eric Gruen, no a un estraperlista.

Medgyessy volvió a obsequiarme con su ladina sonrisa.

– Sería una lástima, señor -dijo-, porque mi mujer y yo no somos estúpidos, y si nunca hemos dicho nada no es porque no estemos al corriente.

Era evidente que había algo más que una muchacha con un bombo. Pero que mucho más.

– Así que, por favor, no me hable como si fuera idiota, señor. No nos beneficia a ninguno de los dos. Lo único que queremos es seguir al servicio de la familia, señor, y hacerlo de la única manera que nos es posible, dado que me imagino que no se va a quedar usted en Viena. Por lo menos, no oficialmente.

– ¿Y exactamente cómo tienen pensado servirme? -le pregunté haciendo acopio de paciencia.

– Con nuestro silencio, señor. Conozco casi todos los secretos de su madre, señor. Era una mujer muy confiada, y algo descuidada, no sé si me entiende.

– Está intentando chantajearme, ¿verdad? -pregunté-. ¿Por qué no se limita a decirme cuánto?

Medgyessy sacudió la cabeza irritado.

– No, señor. Nada de chantajes. Lamento que me haya interpretado así. Lo único que queremos es servir a la familia Gruen, señor. Nada más. Una modesta recompensa por nuestra lealtad, sólo se trata de eso. Tal vez hizo usted lo que debía hacer, no seré yo quien lo juzgue, pero debería reconocer que está en deuda con nosotros, señor. Por no revelar su paradero a la policía, por ejemplo. Garmisch, ¿verdad? Bonito lugar. Yo nunca heestado, pero me han dicho que es precioso.

– ¿Cuánto?

– Veinticinco mil chelines, señor. No es tanto, en realidad. No si se piensa bien, señor.

Apenas sabía qué decir. Había quedado claro que Eric Gruen no me había dicho toda la verdad, y que por alguna razón el hecho de que se encontrara en Viena era importante para los Aliados. ¿O quizá sí, después de todo? ¿Sería por la ejecución de aquellos prisioneros de guerra, en Francia, de los que había hablado Engelbertina? ¿Por qué no? Después de todo, los Aliados tenían a docenas de hombres de las SS encerrados en Landsberg por la masacre de Malmedy. ¿Por qué no iba a estar involucrado Eric Gruen en otra masacre? Fuera cual fuera la razón, una cosa era evidente: tenía que cerrar la boca de Medgyessy hasta hablar con Gruen en persona. No me quedaba más opción que ceder al chantaje, por el momento. Con todos mis documentos a nombre de Eric Gruen, no podía hacerme pasar por Bernie Gunther.

– De acuerdo -dije-. Pero necesitaré un tiempo para reunir el dinero. Ni siquiera se ha verificado el testamento todavía.

El semblante se le endureció.

– No me tome por estúpido, señor -contestó-. Yo nunca lo traicionaría, pero no puedo decir lo mismo de mi esposa. Tal vez ya lo ha notado en el funeral. ¿Pongamos veinticuatro horas? Mañana a esta hora. -Echó un vistazo a su reloj de bolsillo-. Las dos en punto. Tiene tiempo de sobra para ir a Spaengler y hacer los trámites necesarios.

– Está bien -dije-. Hasta mañana a las dos.

Le abrí la puerta y salió renqueando, como si bailara solo. Tenía que admitir que él y su esposa habían escogido una buena estrategia. El poli bueno y el poli malo. Y todas aquellas chorradas sobre la lealtad. Buen pretexto. Y la forma en que había dejado caer lo del banco Spaengler y Garmisch.

Cerré la puerta, descolgué el teléfono y le pedí a la operadora del hotel que me pusiera con la casa de Henkell en Sonnenbichl. Al cabo de unos minutos la operadora me llamó y me dijo que no contestaban, de modo que me puse el abrigo y el sombrero y cogí un taxi para Dorotheengasse.

La mayoría de los edificios de aquella estrecha calle adoquinada habían sido restaurados. En uno de los extremos se levantaba una iglesia de estuco blanco con una aguja como un cohete V2 y, en el otro, una fuente ornamentada con una dama que había elegido un mal día para hacer topless. La enorme puerta verde del banco Spaengler, con su portada barroca, parecía el tren de Hitler encallado en medio de un túnel. Me acerqué a un empleado que llevaba un sombrero de copa, le di el nombre de la persona a la que había ido a ver y me indicó una sala que podría haber pasado por la Gru ta del Rey de la Mon taña. Luego subí unas escaleras anchas como una autopista; mis pasos resonaban contra el techo como el tintineo de una campana resquebrajada.

Herr Trenner, el director del banco de los Gruen, me esperaba al final de la escalera. Era más joven que yo, pero parecía haber nacido con las canas, las gafas y el chaqué. Era servil como una parra japonesa. Frotándose las manos como si esperara que de las uñas le manara la leche de la amabilidad, me hizo pasar a una sala amueblada con una mesa y dos sillas. Sobre la mesa había veinticinco mil chelines y una cantidad en metálico para mis gastos, conforme a lo acordado. En el suelo, junto a la mesa, había una bolsa de piel para guardar el dinero. Trenner me entregó la llave de la sala y me informó de que, mientras estuviera en el edificio, él estaría a mi servicio, se inclinó en señal de respeto y me dejó a solas. Me guardé el dinero para los gastos en el bolsillo, cerré la puerta con llave y bajé las escaleras para esperar a Vera en la entrada. Eran las tres menos diez.