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Esperé casi hasta las tres y media, momento en que concluí que Vera Messmann habría reconsiderado la conveniencia de aceptar el dinero de Gruen y que no iba a presentarse.

Liechtensteinstrasse quedaba a veinte minutos a pie por el centro de la ciudad. Llamé al timbre y golpeé la puerta. Incluso grité a través de la ranura del buzón, pero en la casa no había nadie. Claro que no hay nadie, me dije, sólo son las cuatro. Estará en la tienda, al doblar por la esquina, en Wasegasse. Si ayer estaba en casa era sólo porque había cerrado antes, pero hoy es laborable. Vaya un detective estás hecho, Bernie Gunther.

Así que doblé por la esquina. Supongo que daba por hecho que cambiaría de parecer respecto al dinero en cuanto viera la bolsa. El hecho de ver el dinero contante y sonante tiene la propiedad de hacer cambiar de idea a la gente, o por lo menos ésa es mi experiencia. Como es natural, daba por supuesto que con Vera no sería distinto, que cambiaría de idea al ver el dinero y que se dejaría persuadir por mí. Si esto fallaba, me pondría serio y le diría que tenía que coger el dinero de Gruen. ¿Cómo iba a dejar de hacer lo que yo le dijera cuando la noche anterior, en el dormitorio, se había mostrado tan devotamente sumisa?

La tienda daba a la parte trasera del Instituto de Química de la Uni versidad de Viena. En el cartel sobre el escaparate ponía: «Vera Messmann. Corseletes, corpiños, fajas y sujetadores a medida». En el escaparate se veía un maniquí femenino con un corsé de seda rosa y un sujetador a juego. Al lado había un letrero en el que estaba dibujada una muchacha vestida con otro conjunto. Llevaba el pelo recogido en un moño y, de no ser porque le faltaban las gafas, me habría recordado a Vera. Una campanilla tintineó sobre mi cabeza al abrir la puerta. Había un mostrador con superficie de cristal no mayor que una consola y, al lado, otro maniquí con una faja. En el fondo, entraba una luz tenue por la claraboya y caía junto a un probador cubierto por una gruesa cortina. Frente al sanctasanctórum había una silla de brazos que parecía puesta allí para esperar con señorial satisfacción a que laamante o la esposa apareciera de detrás de la cortina con su sofisticada ropa interior. ¿Quién dijo que no tengo imaginación?

– ¿Vera? -llamé-. Vera, soy yo, Bernie. ¿Por qué no te has presentado en el banco?

Abrí un pequeño cajón en el que había una docena de sujetadores negros, unos encima de otros como esclavos camino de las plantaciones de las Indias Occidentales. Cogí uno y, al notar los alambres con la yema de los dedos, pensé que parecía el arnés de un paracaídas.

– ¿Vera? Te he esperado en el banco durante media hora. ¿Te has olvidado o es que has cambiado de idea?

La cuestión era que no me apetecía entrar en la trastienda y encontrarme a una mujerona vienesa en bragas. Abrí otro cajón y cogí algo que se parecía vagamente a un acueducto y que terminé identificando como un liguero. Pasó un minuto. Una mujer se asomó al escaparate, pero debió de sorprenderla ver a un hombre allí de pie, dándole vueltas con el dedo a una pieza de encaje. Dejé el liguero y fui hacia la trastienda, pensando que quizá Vera estuviese en el piso de arriba, si es que había piso de arriba.

– ¿Vera?

Fue entonces cuando lo vi y el corazón me dio un vuelco. De debajo de la cortina del probador sobresalía un pie de mujer. Llevaba medias, pero estaba descalzo. Cogí la cortina y por un instante me quedé inmóvil, preparándome para lo que estaba a punto de encontrar. La descorrí. Era Vera, y estaba muerta. La media de nailon con que la habían asesinado todavía estaba apretada en torno a su cuello, como una serpiente invisible. Suspiré y cerré los ojos un momento. Pasados uno o dos minutos dejé de comportarme como un ser humano normal y empecé a pensar como un detective. Fui hacia la entrada y cerré, por si acaso. Lo último que quería en ese momento era que entrara alguna de las clientas de Vera y me encontrara examinando su cadáver. Volví al probador, corrí la cortina tras de mí y me arrodillé junto a ella para asegurarme de que estaba muerta. Tenía lapiel fría y mis dedos no notaron nada al colocarlos entre la media y la yugular. Llevaba varias horas muerta. Tenía sangre seca en los orificios de la nariz, las encías y los lados de la cara. Y muchos arañazos y marcas de dedos en torno a la barbilla y cerca del nudo de la media. Los ojos estaban cerrados. He visto borrachos vivos con peor aspecto. Tenía el pelo revuelto y las gafas estaban en el suelo, rotas. La silla del probador también estaba en el suelo y el espejo de la pared tenía una grieta considerable. Estaba claro que había opuesto mucha resistencia. Mi conclusión se confirmó al examinarle las manos y ver las magulladuras de los nudillos. Por lo visto había conseguido golpear al agresor, puede que incluso más de una vez.

Me puse en pie para echarle un vistazo al suelo, vi una colilla y la recogí. Para desgracia mía, era Lucky. Había un cenicero lleno de Lucky en mi habitación del hotel. Me guardé la colilla en el bolsillo. Ya había suficientes pruebas circunstanciales contra mí, no había necesidad de regalarle otra a la policía. La noche anterior habíamos hecho el amor y yo no llevaba condón. Vera había dicho que no pasaba nada. La autopsia revelaría mi grupo sanguíneo.

Busqué el bolso de Vera con la esperanza de encontrar la llave de la casa y así entrar y recuperar mi tarjeta de visita. Pero el bolso había desaparecido. Me pregunté si se lo habría llevado el asesino. Lo más probable es que fuera la misma persona que había entrado en el apartamento la noche anterior. Me maldije por haber arrancado el cordel, de no haberlo hecho, hubiera podido entrar. La policía encontraría mi tarjeta, sin duda; y sin duda también la vecina que me había visto volver al apartamento medio desnudo y con un palo de hockey podría darles una buena descripción. Su descripción encajaría con la de la mujer que me había visto a través del escaparate unos minutos antes. Sin duda, la situación era preocupante.

Apagué la luz y fui por toda la tienda limpiando con unas bragas todo lo que había tocado. Mis huellas debían de estar por todo el apartamento, desde luego, pero me parecía inconveniente dejarlas también en escenario del crimen. Abrí la puerta y limpié el picaporte, cerré, le di vuelta a la llave y cerré las cortinillas de la puerta y el escaparate. Con un poco de suerte no encontrarían el cadáver hasta dentro de uno o dos días.

La puerta trasera daba a un patio. Me levanté las solapas del abrigo, me bajé el ala del sombrero hasta taparme los ojos, cogí la bolsa que contenía el dinero de Vera y salí sin hacer ruido. Empezaba a oscurecer. Caminé por el centro del patio, lejos de la luz de las ventanas y los primeros reflejos de la luna. El patio conducía hasta un pasaje; abrí una puerta y vi que desembocaba en Horlgasse, la calle perpendicular a Wasagasse. Horlgasse, Horlgasse. Por alguna razón el nombre me decía algo.

Caminé hacia el sureste hasta llegar a Roosevelt Platz. En medio de la plaza se erguía una iglesia. La iglesia Votiva. Había sido edificada en agradecimiento a Dios por haber salvado la vida del joven emperador Francisco José tras un intento de asesinato. Me sonaba que Roosevelt Platz se había llamado en algún momento Göring Platz. Llevaba mucho tiempo sin pensar en Göring. Hubo un tiempo, en 1936, en que había sido cliente mío. Pero Horlgasse no dejaba de rondarme la cabeza. Horlgasse, Horlgasse. Y entonces lo recordé. Horlgasse. Era la dirección de Britta Warzok. La misma dirección que había descubierto en el bloc de notas del Buick del mayor Jacobs. Saqué mi libreta y comprobé el número de puerta. Me había propuesto hacerle una visita a Britta Warzok en cuanto liquidara el asunto de Gruen, pero aquel momento me pareció tan bueno como cualquier otro. Me pregunté si la cercanía entre ambas direcciones -la de Britta Warzok y la de Vera Messmann- sería una mera coincidencia. ¿O tal vez no? Tal vez se tratara de una coincidencia significativa. Jung tenía toda una teoría al respecto y quizá la hubiera recordado si las circunstancias de dicha coincidencia no me hubiesen ocupado por entero el pensamiento. A lo mejor hubiera recordado incluso que no todas las coincidencias significativas sonpositivas.