Di media vuelta y caminé hacia el este por Horlgasse. Tardé apenas dos minutos en dar con el número 42. Quedaba justo delante del tranvía, donde Horlgasse se convierte en Turkenstrasse, a la altura de Schlick Platz. La Aca demia de Policía de Viena estaba a sólo unos metros. Me encontré frente a otro portal barroco. Una pareja de atlantes hacían las veces de columnas y sostenían una entabladura engalanada con ramas de hiedra. Una puertecita contenida en una de las hojas de la puerta principal estaba abierta. Entré y me detuve delante de los buzones. En el edificio había sólo tres apartamentos, uno en cada piso. En el buzón correspondiente al piso superior se leía el nombre «Warzok».
Estaba lleno de cartas que no habían sido recogidas en varios días, pero subí de todos modos.
Subí las escaleras. La puerta sólo estaba entornada. La abrí del todo y asomé la cabeza al vestíbulo en penumbra. En el interior hacía frío, demasiado frío para estar habitado.
– ¿Frau Warzok? -pregunté-. ¿Está usted aquí?
El apartamento era grande, con techos de tres alturas y ventanas de dos. Una de ellas estaba abierta. Un olor desagradable se me pegó a los orificios nasales y al velo del paladar. Un olor a rancio y a podrido. Busqué un pañuelo para cubrirme la nariz y la boca, pero lo que saqué fueron las bragas que había utilizado para borrar mis huellas en la tienda de Vera Messmann. No le di importancia. Me adentré en el apartamento diciéndome a mí mismo que no podía haber nadie, que nadie podría aguantar ese frío ni ese hedor por mucho tiempo. Luego pensé que alguien debía de haber abierto la ventana, y además poco antes. Me acerqué a la ventana y miré hacia Schlick Platz en el momento en que pasaba el tranvía, haciendo sonar la campana como si fuera una alarma de incendios. Cogí una bocanada de aire fresco y me encaminé a la penumbra, donde el hedor era más intenso. En ese momento se encendieron las luces. Me di media vuelta y vi a dos hombres armados con pistolas. Me estaban apuntando.
33
Ninguno de los dos era especialmente corpulento y, de no ser por las pistolas, no me hubiera costado abrirme paso a través de ellos como si fueran puertas de vaivén. Parecían algo más inteligentes que el típico matón, pero sólo un poco. Tenían esa clase de rostro que se resiste a una descripción inmediata, como un campo de hierba o un camino de grava. De los que hay que observar a conciencia para retenerlos en la mente. Los miré desafiante, como miro a todo aquel que me apunta con una pistola, aunque no por ello dejé de poner las manos en alto. Me da por observar las buenas maneras cuando la gente me saluda pistola en mano.
– ¿Cómo se llama? ¿Y qué está haciendo aquí?
El que había hablado primero intentaba impostar un tono severo, como si se esforzara por dejar a un lado la buena educación con el fin de acongojarme. Tenía el pelo entrecano y la barba y el bigote formaban un heptágono perfecto en torno a la boca, confiriéndole a su delicado rostro cierta virilidad artificial. Detrás de la montura ligera de las gafas, había unos ojos grandes, con demasiado blanco alrededor del iris de color miel, como si no estuviera del todo seguro de sus acciones. Vestía un traje oscuro, un abrigo corto de piel y un pequeño sombrero de fieltro que parecía una cesta de pan en equilibrio sobre su cabeza.
– Soy el doctor Eric Gruen -dije.
Cualquiera que fuera el crimen que Eric Gruen había cometido, llevaba un pasaporte con su nombre en el bolsillo y no me quedaba más opción que hacerme pasar por él. Además, por lo que Medgyessy me había dicho, era la policía aliada la que iba tras de mí, no la austriaca, y aquéllos eran policías austriacos, de eso estaba seguro. Ambos llevaban el mismo modelo de pistola, flamantes Mauser automáticas, la clase de arma que llevaban todos los agentes del cuerpo de policía vienés, una vez purgado de nazis.
– Papeles -dijo el segundo policía.
Me llevé la mano al bolsillo lentamente. Entre los dos debían de acumular tanta experiencia policial como un jefe de boyscouts, y a mí no me apetecía recibir un tiro por culpa de los nervios de un poli novato. Les alargué elpasaporte de Gruen con cuidado y volví a levantar las manos.
– Soy amigo de frau Warzok -dije olisqueando el ambiente. Aquella habitación no era lo único que olía mal; la situación en sí apestaba. Si la policía estaba allí era porque algo grave había ocurrido-. Díganme, ¿está bien? ¿Dónde está?
El segundo policía seguía inspeccionando el pasaporte. No me preocupaba tanto que no creyera que era mío como que estuviera al tanto de lo que Gruen hubiera hecho.
– Aquí pone que es usted vienés -dijo-. Pero no tiene usted acento de Viena.
Iba vestido igual que su colega, excepto por el sombrero de panadero. Los labios sonreían hacia el lado contrario al que se torcía la nariz. Tal vez pensara que le daba un aire irónico o escéptico, pero en realidad sólo daba impresión de estar torcido y distorsionado. Todos los genes recesivos parecían haberse concentrado donde debería haber estado la barbilla. En la frente, bajo el nacimiento del pelo, tenía una cicatriz en forma de ese. Me devolvió el pasaporte.
– Antes de la guerra viví diez años en Berlín -dije.
– Conque médico, ¿eh?
Empezaban a relajarse.
– Así es.
– ¿Su médico?
– No. Oigan, ¿quiénes son ustedes? ¿Y dónde está frau Warzok?
– Policía -dijo el del sombrero, enseñándome la placa-. Deutchmeister Platz.
Parecía razonable. El Komissariat de Deutchmeister Platz quedaba a menos de cien metros del piso.
– Está ahí dentro -dijo el de la cicatriz.
Enfundaron las armas y me hicieron pasar a un baño alicatado.
Había sido construido en aquella época en que un cuarto de baño no se consideraba tal a menos que cupiera en él todo un equipo de fútbol. En la bañera había una mujer. A excepción de una media de nailon, estaba desnuda. La media estaba anudada alrededor del cuello. No era la clase de nudo que pudiera entretener mucho rato a Alejandro Magno, pero era efectivo, porque la mujer estaba muerta. Estrangulada. Aparte del hecho de que nunca antes la había visto, no sabría decir más sobre ella porque la fetidez no permitía permanecer allí. Tanto cuerpo como el agua habían adquirido un tono verdusco. Y había moscas. Resulta curioso que siempre haya moscas en torno a los cadáveres, aunque haga tanto frío como hacía entonces.
– Santo cielo -dije, saliendo del cuarto de baño como si no hubiera visto un cadáver desde los años de facultad, cuando en realidad había visto otro apenas media hora antes.
Esta vez lo que me lleve a la nariz fue la mano. Por el momento, las bragas seguirían a buen recaudo en el bolsillo. El efecto del hedor no era fingido. Fui directo a la ventana y me asomé en busca de aire fresco. Por suerte, el olor me hacía venir arcadas, de lo contrario quizás hubiera dicho alguna estupidez, como que el cuerpo de la bañera no era el de Britta Warzok. Eso lo hubiera estropeado todo, a la vista de lo que dijo a continuación el policía del sombrero.
– Lamento que se haya enterado de esta manera -dijo, siguiéndome a la ventana. Quedaba claro que la habían abierto ellos-. Para mí también ha sido un golpe. Frau Warzok me daba clases de piano de pequeño. – Señaló un piano que había tras la puerta-. Cuando usted ha llegado, acabábamos de encontrarla. El vecino de abajo ha sido quien ha avisado del olor y del correo amontonado en el buzón.