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– ¿De qué la conoce? -preguntó el otro policía, mirando la bolsa que había traído conmigo y preguntándose por su contenido.

Improvisé una historia sobre la marcha, intentando hilvanar una cadena causal plausible. El cadáver tenía aspecto de llevar en la bañera casi una semana. Ése sería mi punto de partida aproximado.

– Conocía a su marido -dije-. Friedrich. De antes de la guerra. Antes de que… -Me encogí de hombros -. Hará una semana recibí una carta de ella en mi casa de Garmisch. Decía que estaba en peligro. Tardé unos días en poderme ausentar de la consulta y he llegado a Viena hace un rato. He venido aquí directamente.

– ¿Tiene esa carta? -preguntó el policía de la cicatriz.

– No, me temo que me la he dejado en Garmisch.

– ¿Qué clase de problemas? -preguntó-. ¿Se lo dijo?

– No, pero Britta no es… no era de las que dice las cosas a la ligera. Era una carta muy breve. Sólo decía que viniera a Viena lo antes posible. La telefoneé antes de salir de Garmisch, pero no lo cogió. Sin embargo, he preferido venir de todos modos.

Empecé a caminar en círculos como habría hecho una persona normal, agitada por la pena. En parte lo estaba, desde luego, todavía tenía fresco en la retina el cadáver de Vera Messmann. Había algunas alfombras de buena calidad y sillas y mesas elegantes, porcelana fina de Nymphenburg, un jarrón con unas flores que parecían llevar muertas tanto tiempo como la mujer de la bañera, y un aparador lleno de fotografías enmarcadas. Me acerqué para verlas mejor. Muchas eran de la mujer. Una de ellas era de su boda con alguien cuya cara me resultaba conocida. Era Friedrich Warzok. Estaba seguro de que era él porque llevaba el uniforme de las SS. Levanté la cabeza como si todo me diera vueltas, y de hecho era así porque todo lo que me estaba ocurriendo desde que aquella supuesta Britta Warzok entró en mi oficina me daba muy mala espina.

– ¿Quién ha podido hacer algo así? -pregunté-. A no ser…

– ¿A no ser?

– No es ningún secreto que Friedrich, su marido, está en busca y captura por crímenes de guerra -dije-. Y claro, uno oye cosas sobre brigadas de revanchistas judíos. Quién sabe si venían buscando al marido y la mataron a ella en su lugar.

El policía del sombrero meneó la cabeza.

– Buena hipótesis -dijo-. Pero resulta que creemos saber quién la ha matado.

– ¿Tan rápido? Increíble.

– ¿Le suena el nombre de Bernard Gunther?

Intenté contener mi desconcierto y fingí pensar unos instantes.

– Gunther, Gunther -dije como registrando el fondo del cajón de mi memoria. Si quería sonsacarlos, antes tendría que ofrecerles algo-. Sí, sí, creo que sí. Pero no en relación con Britta Warzok. Hace unos meses, se presentó un hombre en mi casa de Garmisch. Creo que se llamaba Gunther. Dijo que era detective privado y que buscaba testigos para la apelación de un compañero al que conocí tiempo atrás. Un tal Von Starnberg quecumple pena en el presidio de Landsberg por crímenes de guerra. ¿Qué aspecto tiene su Gunther?

– No lo sabemos -admitió el policía de la cicatriz-, pero por lo que ha dicho, hablamos del mismo hombre. Un detective privado con despacho en Múnich.

– ¿Puede decirnos algo sobre él? -preguntó el otro.

– Sí. ¿Les importa si me siento? Estoy un poco aturdido.

– Por favor.

Me siguieron hasta un gran sofá de piel. Me senté, saqué la pipa y empecé a llenarla. Vacilé.

– ¿Les molesta si fumo?

– Adelante -respondió el del sombrero-. Ayudará a disimular el olor.

– No era muy alto -dije-. Iba bien vestido, quizás incluso demasiado. Pelo castaño, ojos pardos. Yo diría que no era de Múnich, tal vez de Hamburgo. O de Berlín.

– Es berlinés -dijo el de la cicatriz-. Ex policía.

– ¿Policía? Bueno, ya me dio esa impresión. Engreído, pero servicial. -Hice una pausa-. Sin ánimo de ofender. Lo que quiero decir es que fue muy correcto. Debo decir que no me dio la impresión de ser un asesino. No es por decirlo, pero desde que ejerzo he conocido a varios psicópatas, y herr Gunther no es uno de ellos. – Me recosté en el sofá y di una chupada a la pipa-. ¿Qué les hace pensar que la ha matado él?

– Hemos encontrado su tarjeta en la repisa de la chimenea -dijo el del sombrero-. Estaba manchada de sangre. Y también un pañuelo ensangrentado con sus iniciales.

Recordé que había usado el pañuelo para cortar la hemorragia cuando me habían amputado el meñique.

– Pero, señores, la han estrangulado -dije con cautela-. No creo que la sangre demuestre nada.

– El pañuelo estaba en el suelo del cuarto de baño -dijo el de la cicatriz-. Creemos que la mujer golpeó al agresor antes de morir. En cualquier caso, hemos informado a la PI de Kärntnerstrasse. Por lo visto, los americanos tienen un expediente del tal Gunther y uno de ellos ya está en camino desde la Stif tskaserne. De hecho, creíamos que era usted hasta que hemos oído que llamaba a frau Warzok y hemos visto la bolsa.

Al oír ese nombre se me puso la carne de gallina. La Stif tskaserne era el cuartel general de la Po licía Militar de Estados Unidos en Viena, en Mariahilferstrasse. Pero también era la base de su Departamento de Inteligencia en la ciudad. Ya había estado allí antes, cuando la CIA se llamaba OSS.

– Es mi ropa -dije-. Pensaba quedarme un par de días.

Había algo que no encajaba en lo que decían los agentes, pero en ese momento no tenía tiempo de seguir indagando. Si los americanos tenían un expediente sobre mí, era muy posible que tuvieran también una fotografía. Tenía que salir de allí, y rápido. Pero ¿cómo? Si hay algo a lo que los policías se aferran, es a los testigos. Aunque si hay algo que detestan es a los forenses aficionados, los civiles convencidos de poder colaborar.

– La Stif tskaserne -dije-. El 796º Regimiento de Policía Militar estadounidense, ¿verdad? Y la CIA, no la PI. De be de ser un caso para los de Inteligencia, aparte de un homicidio. Me pregunto en qué andaría metida Britta que pueda interesar a la CIA.

Los policías intercambiaron miradas.

– Nadie ha mencionado a la CIA.

– No, pero por lo que acaban de decirme es evidente que está implicada.

– ¿Ah, sí?

– Claro -dije-. Estuve en la Ab wehr durante la guerra, así que sobre estas cosas sé un poco. Tal vez pueda serles de ayuda cuando llegue el americano. Después de todo, he visto al tal Bernie Gunther. Y conocía a Britta Warzok. Si algo puedo hacer para atrapar a su asesino, me gustaría colaborar. Además, soy médico y hablo inglés, esto también podría ser útil. Ni que decir tiene que sabré ser discreto si todo esto tiene que ver con algún asunto de alto secreto de la CIA o la policía austriaca.

Por su expresión, se veía que los agentes no veían el momento de deshacerse de mí lo antes posible.

– Quizá más tarde pueda sernos de ayuda, doctor -dijo el del sombrero-. En cuanto hayamos examinado detalladamente el escenario.

Cogió la bolsa y la llevó por mí hacia la puerta.

– Estaremos en contacto -dijo el otro policía, cogiéndome por el brazo para que me levantara.

– Pero no saben dónde me alojo -dije-. Y no sé sus nombres.

– Llámenos más tarde a Deutschmeister Platz y háganoslo saber -dijo el del sombrero-. Yo soy el inspector Strauss, y mi compañero el Kriminalassistent Wagner.

Me levanté fingiendo reticencia a abandonar el apartamento y me dejé conducir hasta la puerta.

– Me alojo en el hotel de France -mentí-. No está lejos de aquí. ¿Lo conocen?

– Sabemos dónde está -dijo el del sombrero con impaciencia al tiempo que me acercaba la bolsa.

– De acuerdo -dije-. Les llamaré más tarde. Esperen, ¿cuál es el número?

El del sombrero me tendió una tarjeta.

– Sí, por favor, llame más tarde -dijo procurando disimular una mueca.