Выбрать главу

Sentí su mano en la espalda y en cuanto quise darme cuenta ya estaba en el descansillo y la puerta se había cerrado. Satisfecho de mi actuación, bajé rápidamente las escaleras y me paré ante la puerta del piso inferior, desde el cual, por lo visto, habían llamado informando sobre el hedor y el correo. Desde allí, parecía poco probable. Para empezar, no se notaba el olor, y para seguir no había vecino metomentodo asomado al rellano para ver qué hacía la policía. Ambos elementos hubieran estado presentes si los agentes me hubieran dicho la verdad.

Me disponía a marcharme cuando oí pasos en el vestíbulo de la escalera y, al asomarme por la ventana, vi un Mercury negro aparcado en la calle. Pensé que lo más inteligente sería no cruzarse con el americano, así que llamé a la puerta del vecino.

Tras unos agónicos segundos, la puerta se abrió y apareció un hombre vestido con pantalones y chaleco. Un hombre velludo. Parecía que hasta al vello le crecía vello. A su lado, Esaú tenía la piel más lisa que el cristal de una ventana. Le enseñé la tarjeta del policía y eché una mirada nerviosa a mi espalda. Los pasos se acercaban.

– Siento molestarlo, señor -dije-. ¿Me permite entrar y hablar con usted un minuto?

34

Esaú se quedó mirando la tarjeta del inspector Strauss durante una eternidad antes de invitarme a entrar. Entré con él, olía a comida. No olía bien. Fuera lo que fuera, lo habían cocinado con grasa caducada. La puerta se cerró justo en el momento en que el americano hubiera doblado la esquina de la escalera y hubiera visto la entrada del apartamento. Respiré aliviado.

El vestíbulo, al igual que el del piso superior, era grande como una estación de autobuses. Junto a la entrada había una bandeja de plata para el correo y un paragüero hecho con pezuña de elefante. De todos modos, la pezuña bien hubiera podido ser la de la voluminosa señora que acababa de aparecer por la puerta de la cocina. Tenía puesto un delantal y, como le faltaba una pierna, caminaba con la ayuda de unas muletas.

– ¿Quién es, Heini? -preguntó.

– Es la policía, cariño -respondió él.

– ¿La policía? -exclamó sorprendida-. ¿Qué desea?

Después de todo no me equivocaba: era obvio que esa gente no había llamado a la comisaría de Deutschmeister Platz ni a nadie.

– Lamento molestarlos -dije-, pero ha ocurrido un incidente en el apartamento de arriba.

– ¿Un incidente? ¿Qué clase de incidente?

– Me temo que por ahora no puedo decirles mucho -dije-. Veamos, quisiera saber cuándo vieron por última vez a frau Warzok, y si cuando la vieron, iba acompañada. O si por casualidad han oído ruidos extraños en el piso de arriba.

– Hace una semana que no la vemos -dijo Heini, rizándose el vello de los brazos con los dedos-. La última vez la vimos de pasada. Creía que estaba de viaje. Por el correo que se acumula.

La mujer de las muletas había logrado llegar hasta mi lado.

– La verdad es que no tenemos mucho trato con ella -dijo-. Hola y adiós. Es una mujer discreta.

– No causa molestias -dijo Heini-. Sólo se oye el piano, y eso en verano, cuando las ventanas están abiertas. Toca maravillosamente. Era concertista antes de la guerra, cuando la gente aún tenía dinero para esetipo de cosas.

– Últimamente por la casa sólo pasan niños con sus madres -dijo la esposa de Heini-. Da clases de piano.

– ¿Nadie más?

Quedaron en silencio un instante.

– Vimos a alguien, hará una semana -comentó Heini-. Un americano.

– ¿De uniforme?

– No -dijo-. Pero se los reconoce, ¿no? La forma que tienen de caminar, los zapatos, el corte de pelo… Todo.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Iba bien vestido. Americana buena, pantalones bien planchados. Ni alto ni bajo, normal. Con gafas. Reloj de oro. Bastante bronceado. Ah, sí, otra cosa que me hizo pensar que era americano: el coche que tenía aparcado fuera. Un coche americano. Verde, con neumáticos blancos.

– Gracias -dije mientras le cogía la tarjeta del inspector-. Han sido de gran ayuda.

– ¿Pero qué ha ocurrido? -preguntó la esposa de Heini.

– Si se lo preguntan, yo no les he dicho nada -dije-. No debería decir ni una palabra, por lo menos no todavía. Pero ustedes son personas decentes, salta a la vista. No son de esos que andan por ahí extendiendo rumores sobre cosas como ésta. Frau Warzok ha muerto. Asesinada, según parece.

– ¡Asesinada! ¿Aquí? -parecía asombrada-. ¿En este edificio? ¿En este barrio?

– Ya he hablado más de la cuenta -dije-. Escuchen, más tarde pasará a verles alguno de mis superiores. Será mejor que finjan no saber nada, ¿de acuerdo? Me estoy jugando el puesto.

Entreabrí la puerta. No se oían pasos en el edificio.

– Será mejor que cierren con llave -dije, y salí.

Había oscurecido y nevaba otra vez. Salí del edificio a toda prisa y bajé hacia el Ring, donde cogí un taxi para volver al hotel. No podía seguir alojándome allí, desde luego, no sabiendo que la Pat rul la In ternacional le seguía la pista tanto a Eric Gruen como a Bernie Gunther. Recogería mis cosas, pagaría la cuenta y me iría aalgún bar hasta decidir qué hacer.

El taxi giró por Wiedner Hauptstrasse y al acercarnos a la entrada del hotel vi el vehículo de la PI aparcado fuera. El estómago, que ya lo traía revuelto, me dio un vuelco como si alguien lo removiera con un cucharón de madera. Le dije al taxista que continuara hasta la esquina. Pagué y, como quien no quiere la cosa, me mezclé con un pequeño grupo de mirones que se había congregado junto a la entrada a la espera de ver salir a alguien arrestado. Dos policías militares evitaban que la gente entrara o saliera del hotel.

– ¿Por qué tanto jaleo? -le pregunté a uno de los mirones, un hombre mayor, delgado como un desatascador, con quevedos y sombrero negro de fieltro.

– Van a detener a alguien -contestó-. Pero no sé a quién.

Asentí levemente y me alejé con la certeza de que era a mí a quien andaban buscando. Después de la escena en el cementerio, no cabía duda. No valía la pena buscar otro hotel, porque si andaban tras Eric Gruen, el primer lugar donde lo buscarían sería en los demás hoteles y pensiones; a continuación, en estaciones de tren y autobús y en el aeropuerto. Empezaba a levantarse viento. La nieve se me acumulaba en la cara como un sarpullido de hielo. Estaba harto de esconderme por callejuelas oscuras, de tanta persecución y de no tener dónde refugiarme, me sentía como Peter Lorre en El vampiro de Düsseldorf. Ni que las hubiera matado yo a esas mujeres. Solo, acosado, desesperado y muerto de frío. Por lo menos tenía dinero. Mucho dinero. Con dinero aún era posible salvar la situación.

Crucé Karlsplatz y el Ring. En Schwarzenberg Strasse entré en un bar húngaro llamado Czardasfurstin para planear cuál sería mi próximo movimiento. Había una banda con una cítara. Pedí un café y tarta e intenté concentrarme en aquella música sentimental y melancólica. Llegué a la conclusión de que tenía que encontrar un lugar donde pasar la noche sin que nadie me hiciera preguntas. Sólo se me ocurría un sitio donde conseguir unacama fuera tan fácil como pedir café y tarta. Un sitio donde no contase nada más que el dinero. En cierto modo me la jugaba regresando allí después de sólo un par de años, pero no tenía muchas más opciones. Para mí, el riesgo era algo inexorable, como la vejez -si tenía suerte- y la muerte -si no la tenía-. Me puse en camino hacia el Oriental, en Petersplatz.

El Oriental, con sus reservados medio a oscuras, sus chicas ligeras de ropa, su sarcástica orquesta, sus chulos y sus prostitutas, me recordaba mucho a los viejos clubes que había frecuentado en Berlín en los aciagos días de la decadente República de Weimar. Se decía que el Oriental había sido el antro favorito de los Bonzen vieneses, los gerifaltes de la época nazi. Terminada la guerra, lo frecuentaban estraperlistas y la incipiente comunidad intelectual. Al igual que el Egyptian Night Cabaret -para muchas chicas una simple excusa para disfrazarse de esclavas, es decir, para ir medio desnudas- era también casino, y ya se sabe que donde hay un casino hay dinero fácil, y donde hay dinero fácil hay fulanas. La última vez, las chicas eran aficionadas, viudas y huérfanas que se echaban a la vida a cambio de cigarrillos y chocolate, o para llegar a fin de mes. Tuve un asunto con una de ellas. No recuerdo cómo se llamaba. Las cosas habían cambiado mucho desde 1947. Las chicas del Oriental eran ahora profesionales curtidas que sólo querían una cosa: pasta. Lo único oriental que quedaba era la decoración.