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Bajé al local por una escalera curva. La orquesta tocaba canciones americanas, como Time Out for Tears y I Want to Cry. Qué temas tan oportunos. En el Oriental no se admitía a los militares estadounidenses, aunque claro, sin uniforme y con los bolsillos rebosantes de dinero se hacía difícil negarles la entrada. Por eso de vez en cuando había una batida de la PI, aunque generalmente a altas horas. Esperaba estar fuera del local paraentonces. Me senté en un reservado, pedí una botella de coñac, unos huevos y un paquete de Lucky; seguro de que no tardaría en encontrar cama para pasar la noche, intenté buscarle un sentido a todo lo que había ocurrido durante el día. A todo lo que me había ocurrido desde mi llegada a Viena. Y aun antes.

No era fácil. Si no lo había entendido mal, alguien me había señalado como principal sospechoso de dos asesinatos, seguramente la CIA. El americano del coche verde descrito por el vecino de frau Warzok no podía ser otro que el mayor Jacobs. De la identidad real de la mujer que había venido a verme a mi despacho de Múnich asegurando ser frau Warzok, no tenía ni idea. La verdadera frau Warzok estaba muerta, asesinada por Jacobs o por algún otro agente de la CIA. Muy probablemente me hubieran facilitado su dirección para poder implicarme en el asesinato. La misma razón por la que Eric Gruen me había dado la dirección de Vera Messmann. Lo cual significaba que él, Henkell y Jacobs estaban metidos en el asunto. Fuera cual fuera el asunto.

Me trajeron el coñac y los cigarrillos. Me serví una copa y encendí un pitillo. Había ya varias chicas en la barra mirando en mi dirección. Me pregunté si habría jerarquías o si tendría preferencia la primera de la fila. Me sentía como un arenque en un callejón lleno de gatos. La banda atacó Be a Clown, hazte payaso, lo que también venía al caso. Lo que es como detective, había demostrado no valer gran cosa. Se supone que los detectives ven venir los problemas. A los payasos, por el contrario, los engaña todo el mundo y, cuando algo les sale mal, la gente se ríe. Al menos esa parte se me daba bien. Dos de las fulanas de la barra empezaron a discutir. Supuse que sería por ver a cuál de las dos correspondía el dudoso honor de hacerme compañía. Deseé que ganara la pelirroja, parecía una chica vital, y vitalidad era precisamente lo que me hacía falta, porque cuanto más pensaba en latesitura más ganas me entraban de volarme la tapa de los sesos. De haber tenido una pistola, hubiera considerado seriamente esta opción, pero como no la tenía, seguí dándole vueltas a mi situación y a la manera en que me había metido en ella.

Si la falsa Britta Warzok estaba compinchada con Henkell, Gruen y Jacobs desde el principio, era más que probable que hubieran sido ellos quienes ordenaron que me amputaran el dedo y me dejaran en el hospital en manos de Henkell. Los tipos que me dieron la paliza fueron quienes me llevaron al hospital, ¿no? Y fue Henkell en persona quien me recogió en la entrada. El pañuelo con el que había intentado cortar la hemorragia había terminado en el escenario de la muerte de la verdadera Britta Warzok, junto con mi tarjeta. Qué bien planeado. Lo de cortarme el dedo había sido un golpe maestro, ahora me daba cuenta. De no ser por eso no hubiera podido pasar por Eric Gruen. Por supuesto, yo no había reparado en nuestro parecido físico hasta que se afeitó la barba, pero ellos sí debieron de advertirlo. Quizás el mismo día que Jacobs se presentó en mi hotel en Dachau. ¿No había dicho que le recordaba a alguien? ¿Debió de ocurrírsele entonces la idea de hacerme pasar por Eric Gruen? ¿Para que el auténtico Eric Gruen pudiera adoptar otra identidad? La idea parecía factible, desde luego, si alguien llamado Eric Gruen era arrestado por crímenes de guerra. Cualesquiera que fueran. ¿Una masacre de prisioneros de guerra? O algo peor. Tal vez algo de tipo médico. Algo lo bastante abominable como para que Jacobs supiera que las autoridades de cualquier credo político o religioso no cejarían hasta tener al doctor Eric Gruen entre rejas. Ya no me extrañaba que Bekemeier o los criados de Elizabeth Gruen se asombraran de verme en Viena. Y pensar que me había metido en todo eso por propia iniciativa. Habían sido muy hábiles al dejar que yo urdiera mi propia trampa. Con la modesta ayuda de Engelbertina, por supuesto. Ella me había arrojado arenaa los ojos para que no viera lo que tramaban. Me había estado distrayendo con su fabuloso cuerpo. Si la idea de suplantar a Eric Gruen no hubiera salido de mí, seguramente me lo hubiera sugerido ella. Aun así, era imposible que pudieran prever la muerte de la madre de Gruen. A menos que alguien hubiera propiciado los acontecimientos. ¿Sería posible que Gruen hubiera ordenado la muerte de su propia madre? ¿Y por qué no? No podían ni verse. Y tanto Bekemeier como Medgyessy habían señalado lo repentino de su muerte. Jacobs debió de matar también a la vieja. O tal vez mandó a alguien en su lugar. Alguien de la CIA o de la Odes sa. De todos modos, seguía sin comprender los motivos para matar a Vera Messmann y a la auténtica Britta Warzok.

En cualquier caso, una cosa estaba clara. Me había dejado engañar como un verdadero necio. Menuda cantidad de molestias se habían tomado. Me sentía como un trazo diminuto en un gran lienzo encerrado entre enormes molduras doradas, de las que acentúan la importancia del cuadro. Encerrado. La palabra se quedaba corta ante una conspiración tan bizantina. No es que me sintiera un títere, es que me sentía como el rey de los títeres encarnado en la figura de un imbécil lamentable que merecía unos cuantos palos que le cayeran en las costillas. Me sentía como la pata del gato más estúpido que jamás se hubiera sentado junto a un mono ante una hoguera y un puñado de castañas.

– ¿Puedo sentarme?

Levanté la mirada y vi que había ganado la pelirroja. Estaba algo sonrojada, como si la batalla por mi compañía hubiera sido reñida.

Medio levantándome, sonreí y le indiqué el asiento al otro lado de la mesa.

– Por favor -dije-. Serás mi invitada.

– A eso he venido -dijo ella sentándose en el reservado con un movimiento sinuoso. Tenía más gracia que cualquiera de las chicas que se contoneaban en el escenario, decorado como si fuera una pagoda-. Me llamo Lilly. ¿Y tú?

Casi me da risa. Mi propia Lilly Marlene. Es corriente que las fulanas se inventen nombres. A veces llegado a pensar que la única razón por la que las chicas se meten en el oficio es para ponerse nombres como Johanna.

– Eric -contesté-. ¿Te apetece tomar algo, Lilly?

Le hice una seña al camarero. Tenía un bigote como el de Hindenburg, unos ojos azules como los de Hitler y el talante de Adenauer. Era como si me estuvieran sirviendo cincuenta años de historia alemana. Lilly miró al hombre con desdén.

– Ya tiene una botella, ¿no? -El camarero asintió-. Entonces trae otra copa. Y un café con leche, eso, un café con leche.

El camarero asintió con la cabeza y se retiró sin articular palabra.

– ¿Tomarás café?

– Puede que me tome una copita de coñac, pero como ya has pedido una botella puedo pedir lo que quiera – dijo-. Son las normas. -Sonrió-. No te importa, ¿verdad? Así te ahorras un poco de dinero. No hay nada de malo en ello, ¿no?

– Nada en absoluto -dije.

– Además, ha sido un día muy largo. Durante el día trabajo en una zapatería.