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Negué con la cabeza.

– No les ayudaré por dinero -dije-. Todo el mundo me ofrece dinero.

– Pero nos ayudará ¿no?

– Sí, les ayudaré.

– ¿Por qué?

– Porque he estado en Dachau, caballeros. No se me ocurre una razón mejor para ayudarles que ésa. Si lo conocieran, lo entenderían. Y por eso mismo voy a ayudarles.

El Cairo era la virola de diamante en el asidero del abanico formado por el delta del Nilo. Al menos eso era lo que decía mi guía Baedeker. A mí me parecía algo mucho menos precioso, algo así como la tetilla colgante de una vaca que alimentaba a todas las tribus de África, y desde luego la ciudad más grande de todo el continente. Sin embargo, la palabra «ciudad» se quedaba corta para definir a El Cairo. Aquello era mucho más que una mera metrópolis. Era algo así como una isla, un centro histórico, religioso y cultural, una ciudad que sirvió de modelo a las demás ciudades que vinieron después de ella y también todo lo contrario. El Cairo me fascinaba tanto como me alarmaba.

Me registré en el National Hotel, situado en el barrio de Ismailia, a menos de setecientos metros al este del Nilo y del Museo Egipcio. Fievel Polkes se hospedó en el Savoy, en el extremo sur de la misma calle. El National no era mucho más pequeño que un pueblo de extensión media, con habitaciones del tamaño de la pista de una bolera. Algunas de las habitaciones eran guaridas llenas de narguiles que desprendían un olor acre en las que se reunían no menos de una docena de árabes, que se sentaban en el suelo con las piernas cruzadas y fumaban de pipas que tenían el tamaño y la forma de alambiques de laboratorio. La entrada del hotel estaba presidida por un tablón de anuncios de la Re uters, y al entrar en la sala de huéspedes a nadie le hubiera sorprendido encontrarse con lord Kitchener sentado en un sofá, leyendo el periódico mientras se retorcía el bigote cubierto de brillantina.

Dejé un mensaje para Eichmann y, más tarde, me reuní con él y con Hagen en el bar del hotel. Llegaron acompañados por un alemán, el doctor Franz Reichert, que trabajaba para la Agen cia de Prensa Alemana en Jerusalén, pero que no tardó en excusarse e irse, alegando tener el estómago revuelto.

– Tal vez sea algo que haya comido -dijo Hagen.

Me di una palmada en el cuello para acabar con la mosca que se había posado sobre mí.

– También puede ser que algo se lo haya comido a él -respondí.

– Ayer noche cenamos en un restaurante bávaro cercano a la Es tación Central -explicó Eichmann-. Yodiría que no tenía mucho de bávaro. La cerveza estaba bien, pero me parece que el schnitzel estaba hecho con caballo. O con camello.

Hagen emitió un gruñido y se llevó la mano al estómago. Les dije que estaba con Fievel Polkes y que se hospedaba en el Savoy.

– Allí deberíamos habernos quedado nosotros -objetó Hagen. Entonces añadió-: Tengo claros los motivos por los que Polkes ha venido a El Cairo. ¿Pero qué haces tú aquí, Papi?

– En primer lugar, dudo mucho que nuestro amigo judío en verdad creyera que vosotros estabais aquí – respondí-. Así que podríamos llamarlo un acto de buena fe. Y en segundo lugar, mi tarea estuvo terminada antes de lo que yo imaginaba. Decidí que tal vez no volvería a tener ocasión de visitar Egipto, y aquí me tenéis.

– Gracias -dijo Eichmann-. Te agradezco que lo hayas traído hasta aquí. De no haber sido así es probable que no hubiéramos podido reunimos con él.

– Gunther es un espía -dijo Hagen-. ¿Por qué íbamos a creerle?

– Solicitamos un visado para Palestina -prosiguió Eichmann, sin prestar atención a su joven compañero-. Y nos lo volvieron a negar. Mañana volveremos a intentarlo. A ver si encontramos a alguien en el consulado que no deteste a los alemanes.

– Los británicos no detestan a los alemanes -le aclaré-, sino a los nazis. -Guardé silencio. Entonces, dándome cuenta de que aquélla era una buena oportunidad para congraciarme con ellos, añadí-: Pero ¿quién sabe? Tal vez el empleado que os atendió fuera un maldito judío.

– A decir verdad -puntualizó Eichmann-, creo que era escocés.

– Escuchad -dije, con tono de fingida confianza-. Voy a ser sincero con vosotros. No fue vuestro jefe, Franz Six, quien me pidió que os espiara. Fue Gerhard Flesch, del Departamento de Asuntos Judíos de la Ges tapo. Me amenazó con investigar mis orígenes raciales si me negaba. Por supuesto, es una trampa. En mi familia no hay ningún judío. Pero ya sabéis cómo son los de la Ges tapo. Son capaces de hacértelas pasar moradas para demostrar que no eres un condenado judío.

– No se me ocurre nadie que tenga menos pinta de judío que tú, Gunther -dijo Eichmann.

Me encogí de hombros.

– Está empeñado en demostrar que el vuestro es un departamento corrupto -aclaré-. Y claro, eso podría habérselo dicho antes de salir de Alemania. Es decir, podría haberle hablado de Six y de Begelmann. Pero no lo hice.

– ¿Qué vas a decirle, entonces? -preguntó Eichmann.

– No mucho. Que no os concedieron el visado. Que sólo pude averiguar que los habéis estado timando con los gastos. Algo tendré que decirles, ¿no?

Eichmann asintió.

– Sí, eso está bien. Aunque no es lo que quiere oír, claro. Él quiere algo más, algo que le permita absorber las funciones de nuestro departamento. -Me dio una palmada en el hombro-. Gracias, Gunther. Eres un buen hombre, ¿lo sabías? Sí. Puedes decirle que me compré un traje nuevo de verano a cuenta del departamento. Eso lo sacará de sus casillas.

– Es que lo compraste con el dinero del departamento -dijo Hagen-. Por no mencionar todo lo demás. Los salacots, las redes para los mosquitos, las botas de montaña. Ha juntado más equipo que el ejército italiano. Sólo nos falta lo más importante: pistolas. Estamos a punto de reunimos con algunos de los terroristas más peligrosos de Oriente Medio y no tenemos con qué protegernos.

Eichmann torció el gesto, lo cual no le resultaba difícil. Su expresión normal ya era una especie de mueca y su boca dibujaba habitualmente un rictus de ironía. Cada vez que me miraba tenía la impresión de que iba a decirme que no le gustaba mi corbata.

– Mira, lo siento -se disculpó con Hagen-. Ya te lo dije. No fue culpa mía. Además, ahora no hay nada que podamos hacer al respecto.

– Hemos ido a la embajada alemana y les hemos pedido armas -me informó Hagen-. Pero no nos las dan sin la autorización de Berlín. Y estoy seguro de que si las pidiéramos nos tomarían por un par de aficionados.

– ¿Y no podéis ir a una armería y comprar una? -pregunté.

– Los británicos están tan alarmados por la situación que se vive en Palestina que han dejado de vender armas en Egipto -aclaró Hagen.

Llevaba rato intentando encontrar la forma de entrometerme en la reunión que iban a mantener con Haj Amin. Y en aquel momento vi la oportunidad.

– Yo puedo conseguir una pistola -anuncié.

Conocía al hombre dispuesto a prestarme una.

– ¿Cómo? -preguntó Eichmann.

– Era policía en Alex -dije con aplomo-. Siempre hay un modo de conseguir armas. Sobre todo en una ciudad tan grande como ésta. Sólo tienes que saber dónde buscar. Los bajos fondos son iguales en todo elmundo.

Visité a Fievel Polkes en su habitación del Savoy.

– He encontrado la manera de inmiscuirme en el encuentro que mantendrán con Haj Amin -le comuniqué -. Le tienen miedo al Al-Istiqlal y a la Her mandad Musulmana de Jóvenes. Le tienen miedo a la Ha ganah. Y da la casualidad de que se han dejado las armas en Alemania.

– No me extraña que tengan miedo -dijo Polkes-. Si usted no hubiera accedido a vigilar a esos dos tal vez hubiéramos intentado asesinarlos y le hubiéramos cargado la culpa a los árabes. No sería la primera vez que hacemos algo así. Es más que probable que el Gran Muftí esté pensando en cargarnos a nosotros la culpa de algo. Debe andarse con mucho cuidado, Bernie.