– ¿En cuál?
– Eso no puedo decírtelo -dijo-. Podrías aparecer por ahí y ponerme en evidencia.
– También yo me pondría en evidencia -dije.
– Es verdad -dijo-. De todos modos, mejor que no lo sepas. Imagínate qué chasco si me vieras recogiendo zapatos y midiendo pies.
Me cogió un cigarrillo y cuando acerqué una cerilla para encendérselo vi mejor su cara. Tenía pecas en torno a la nariz, que tal vez fuera un poco demasiado puntiaguda. Le daba un aire sagaz y pensativo, y posiblemente lo fuera. Sus ojos tenían la sombra verde de la avaricia.
Los dientes eran pequeños y muy blancos, y la mandíbula inferior algo prominente. Por la expresión de su rostro parecía una de esas muñecas de Sonneberg con cara de porcelana y ropa interior ordinaria.
Llegaron los huevos y el café, un tazón con café y leche a partes iguales. Mientras yo comía estuvo hablandosobre sí misma, fumando, sorbiendo café y tomando algún que otro trago de coñac.
– Nunca te había visto antes -observó.
– Hacía tiempo que no venía -dije-. He estado viviendo en Munich.
– A mí me gustaría vivir en Munich -dijo-. En cualquier sitio que esté más al oeste que Viena. Algún sitio donde no haya Ivanes.
– ¿Crees que los yanquis son mejores?
– ¿Tú no?
Lo dejé correr. Mejor que no escuchara mis opiniones sobre los americanos.
– ¿Qué te parece si vamos a tu casa?
– Oye, se supone que eso tengo que decirlo yo -contestó-. ¿Quién marca el ritmo aquí, tú o yo?
– Perdona.
– ¿A qué tanta prisa?
– Llevo todo el día dando vueltas -dije-. Y ya sabes cómo se le quedan a uno los pies.
Golpeó la botella de coñac con una uña larga como un abrecartas.
– Esto no es precisamente té de hierbas, Eric -dijo severa-. Es más sedante que estimulante.
– Ya lo sé, pero me sirve para soltar el hacha que he estado blandiendo en las últimas horas.
– ¿Contra quién?
– Contra mí.
– ¿Tan mal están las cosas?
Alargué la mano por encima de la mesa y la levanté un poco para que pudiera ver el billete de cien chelines que tenía en la palma.
– Sólo necesito que me cuiden un poco. Nada de cosas raras. En realidad, serán los cien chelines que menos te habrá costado meterte en el escote.
Me miró como si fuera un caníbal que la estuviera invitando a cenar gratis.
– Lo que tú necesitas es un hotel, amigo -dijo-. No una chica.
– No me gustan los hoteles -dije-. Los hoteles están llenos de gente solitaria. Gente que se sienta a solas en su cuarto a esperar hasta que llega la hora de volver a casa, y yo no quiero eso. Lo único que necesito es un sitio para pasar la noche.
Me tomó la mano entre las suyas.
– ¡Qué diablos! -dijo-. Hoy puedo terminar antes.
35
El apartamento de Lilly quedaba en el distrito 2, en la otra orilla del Danubio, cerca de los baños Diana, en Obere Donau Strasse. Era pequeño pero acogedor y pasé con Lilly una noche relativamente apacible, con la sola interrupción de la bocina de una gabarra que bajaba por el canal hacia el río. Por la mañana, Lilly parecía sorprendida y a la vez complacida de no tener que satisfacer más que mis ganas de desayunar.
– Esto es nuevo -dijo mientras preparaba café-. Debo de estar perdiendo aptitudes. O eso o lo que te va son los marineritos.
– Ni lo uno ni lo otro -dije-. ¿Te gustaría ganarte otros cien?
Parecía menos reticente que por la noche, porque aceptó enseguida. No era mala chica. En absoluto. Sus padres habían muerto en 1944, cuando sólo tenía quince años, y todo lo que tenía se lo había ganado ella sola. Su historia no tenía nada de extraordinario, ni siquiera la violación a manos de una pareja de Ivanes. De hecho era consciente de que, guapa como era, había tenido suerte de que sólo fueran dos. En Berlín yo había conocido mujeres que habían sido violadas cincuenta o sesenta veces durante los meses de la ocupación. Lilly me caía bien. Me gustaba porque no protestaba ni hacía preguntas. Era lo bastante lista para saber que seguramente estaba huyendo de la policía, y lo bastante lista también para no preguntar por qué.
De camino al trabajo -la zapatería se llamaba Fortschritt y se encontraba en Kärntnerstrasse- me indicó una barbería donde podrían afeitarme, pues había tenido que dejar la navaja y todo lo demás en el hotel. Me llevé la bolsa conmigo. He dicho que me caía bien, pero nada me garantizaba que no estuviera dispuesta a robarme veinticinco mil chelines austríacos. Me afeité y me corté el pelo. En una tienda de ropa de caballero, en el interior del Ring, compré una camisa limpia, algo de ropa interior, unos pares de calcetines y un par de botas. Era importante tener un aspecto presentable. Me proponía ir a la Kom mandatura rusa, en lo que antaño fuera la Jun ta de Educación, con el objeto de examinar los expedientes de los criminales en busca y captura. Hay que admitir que alguien que, como yo, ha estado en las SS, ha escapado de los soviéticos tras haber sido apresado yha matado a un soldado ruso -por no hablar de dos docenas de NKVD- corría un riesgo considerable por el simple hecho de entrar en la Kom mandatura. De todos modos, según mis cálculos, el riesgo era ligeramente menor que el de realizar la misma consulta en el cuartel de la PI. Ade más, mi ruso era bueno, conocía el nombre de un importante coronel del MVD y tenía aún en mi poder la tarjeta del inspector Strauss. Si todo eso fallaba, lo intentaría con un soborno. La experiencia me decía que todos los rusos de Viena, y para el caso también los de Berlín, eran fácilmente sobornables.
El Palacio de Justicia, en Schmerlingplatz, en el distrito 8, era el punto de encuentro de la Co mandancia Interaliada de Viena y la sede de la Pat rul la In ternacional. Las banderas de las cuatro naciones ondeaban en la fachada de ese imponente edificio, con la del país que ostentaba en cada momento el control de la ciudad -en este caso, la francesa- algo más alta. Frente al Palacio de Justicia se encontraba la Kom mandatura rusa, fácil de identificar por las consignas comunistas y una gran estrella roja iluminada que le daba un tono rosado y como húmedo a la nieve acumulada frente al edificio. Entré en un gran vestíbulo y le pregunté a uno de los centinelas del Ejército Rojo dónde estaba la oficina para la investigación de los crímenes de guerra. Bajo su gorra se distinguía una cicatriz que le penetraba la frente casi hasta el cráneo, como si un día hubiera decidido rascarse con algo más letal que las uñas. Me sorprendió que me respondiera con tanta amabilidad. Me explicó cómo llegar a una sala del último piso y, con el corazón pendiente de un hilo, empecé a subir los grandes escalones de piedra.
Como todos los edificios públicos de Viena, la Jun ta de Educación había sido edificada en una época en que el emperador Francisco José gobernaba un imperio de 51 millones de almas y 675.000 kilómetros cuadrados. En 1949 en Austria vivían tan sólo seis millones de personas y el mayor imperio de Europa se había derrumbado hacía tiempo, aunque nadie lo hubiera dicho a la vista de las escaleras de aquel formidable edificio. En el piso dearriba había un letrero de madera con los nombres de los departamentos garabateados de mala manera en cirílico. Rodeé la balaustrada hasta el otro lado del edificio, donde encontré la sala que andaba buscando. En un atril de madera junto a la puerta había un letrero en alemán en el que estaba escrito: «Comisión soviética para los crímenes de guerra, Austria. Para la investigación e inspección de los crímenes de los invasores fascistas y sus cómplices en el marco de las monstruosas atrocidades del gobierno alemán». Como descripción era completa, todo hay que decirlo.
Llamé a la puerta y entré en un pequeño despacho. A través de un cristal se veía una sala más grande con varias estanterías y aproximadamente una docena de armarios archivadores. En la pared del despacho colgaba un retrato de Stalin de gran tamaño y otro menor de un hombre rechoncho y con gafas que tal vez fuera Beria, el director de la policía secreta soviética. Una raída bandera soviética colgaba vertical de un mástil. En la pared de detrás de la puerta había una serie de fotografías de Hitler, una concentración nazi en Núremberg, campos de concentración liberados, pilas de cuerpos de judíos muertos, los juicios de Núremberg y varios criminales de guerra ya sentenciados en pie sobre la trampilla de la horca. Lo más parecido a un ejemplo de razonamiento inductivo que pueda encontrarse fuera de los manuales de lógica. Una mujer delgaducha, uniformada y de semblante serio levantó la mirada de la máquina de escribir, dispuesta a tratarme como el invasor fascista que yo era. Tenía los ojos tristes y hundidos, la nariz rota, el flequillo pelirrojo, las mandíbulas apretadas y unos pómulos como los de una bandera pirata. Las hombreras del uniforme eran azules, lo cual indicaba que pertenecía al MVD. Me pregunté qué habría hecho ella con la Ley de Amnistía de la Re pública Federal. Con mucha educación, y en correcto alemán, me preguntó qué deseaba. Le enseñé la tarjeta del inspector Strauss y, como si de una audición para una obra de Chéjov se tratara, empecé a hablarle en mi mejor velikorruskij.