– Lamento molestarla, camarada -dije-. No se trata de una investigación formal, no estoy de servicio. Todo esto para evitar que me pidiera la placa que no tenía-. ¿Le dice algo el nombre de Poroshin, del MVD?
– Conozco a un general Poroshin -contestó, cambiando casi imperceptiblemente de tono-. Destacado en Berlín.
– Es posible que ya le haya telefoneado -continué-. Para explicarle el objeto de mí visita.
– Me temo que no -dijo negando con la cabeza.
– No importa -dije-. Estoy realizando una investigación sobre un criminal de guerra, un fascista austriaco. El general me recomendó que pasara por este despacho porque la encargada del archivo era una de las más eficaces de la Co misión Especial del Estado. Dijo que si alguien podía ayudarme a seguirle el rastro a ese cerdo nazi, ésa era ella.
– ¿Eso dijo el general?
– Con esas mismas palabras, camarada -dije-. Mencionó su nombre, pero me temo que lo he olvidado, sabrá disculparme.
– Primera secretaria jurídica Khristotonovna.
– Sí, eso era. Le reitero mis disculpas por haberlo olvidado. Mi investigación está relacionada con dos miembros de las SS. Uno es vienés. Se llama Gruen, Eric Gruen. G-R-U-E-N. El otro es Heinrich Henkell. Henkell, como el champán. Por desgracia no sé su lugar de nacimiento.
La mujer se levantó ágilmente de la silla, impelida sin duda por el nombre de Poroshin. No era de extrañar. Las dos veces que lo vi, primero en Viena y después en Berlín, daba auténtico miedo. Abrió una puerta de cristal y me condujo hasta una mesa en la que me invitó a sentarme. Se dirigió a un gran fichero y abrió un cajón tan largo como su brazo entre cuyas fichas estuvo rebuscando. Era más alta de lo que me había parecido en un principio. La blusa, abotonada hasta el cuello, era de color pardo, y la falda negra y brillante como un lago. En el brazo derecho de la blusa llevaba un galón que indicaba que había resultado herida en combate, y a la izquierda, dos medallas. Los rusos llevaban medallas de verdad, y no sólo las cintas como los estadounidenses, como si el orgullo no les permitiera mutilarlas.
Khristotonovna sacó dos fichas, se acercó a uno de los archivos y empezó a buscar en él. Luego se excusó y salió de la sala por una puerta situada en la parte de atrás. Pensé que quizás habría ido a comprobar lo que lehabía dicho con la policía austriaca o incluso con Poroshin en persona, y que tal vez regresaría con un Tokarev o incluso con una pareja de centinelas. Me mordí los labios y me quedé donde estaba, pensando de nuevo en todas las mentiras que me habían contado Gruen y Henkell, para matar la espera.
En cómo se habían ganado mi confianza. En cómo Jacobs había fingido sorpresa por volver a verme. En cómo había aparentado desconfiar de mí. En cómo «Britta Warzok» me había hecho perder el tiempo sin más motivo que el de hacerme creer que la amputación de mi dedo era consecuencia directa de mis incómodas pesquisas sobre la Com pañía.
Khristotonovna regresó al cabo de diez minutos con dos expedientes en las manos. Los dejó sobre la mesa frente a mí. Hasta me trajo un bloc de notas y un lápiz.
– ¿Sabe leer ruso? -preguntó.
– Sí.
– ¿Dónde lo aprendió? -preguntó-. Lo habla francamente bien.
– Fui oficial de Inteligencia en el frente ruso -dije.
– También yo -dijo-. Ahí aprendí alemán. Pero su ruso es mejor que mi alemán, creo.
– Muy amable por su parte -dije.
– Quién sabe si…
Pero fuera lo que fuera lo que iba a decir, pareció considerarlo mejor, así que lo dije yo por ella.
– Si, quién sabe si éramos adversarios. Pero ahora estamos del mismo lado, espero. Del lado de la justicia.
Tal vez me quedó un poco cursi. Es raro, pero cuando hablo ruso siempre me sale la vena sentimental.
– Los expedientes están en alemán y ruso -dijo-. Otra cosa: según el reglamento, cuando haya terminado tendrá que firmarme un documento conforme al cual usted los ha examinado. Dicho documento debe quedarse en el archivo. ¿Está de acuerdo, inspector?
– Por supuesto.
– Bien. -Intentó sonreír. Tenía los dientes con mal color. Le hacía tanta falta un dentista como a mí un pasaporte nuevo-. ¿Le apetece un té ruso? -preguntó.
– Sí, gracias. Si no es molestia. Muy amable.
– No es molestia.
Se marchó. Sus enaguas hacían ruido de hojas secas. Me supo mal haber desconfiado de ella. Había resultadoser mucho más amable de lo que habría cabido esperar.
Abrí el expediente de Gruen y empecé a leer.
Allí constaba todo y más. Su afiliación a las SS. Su tarjeta de miembro del Partido Nazi: se había afiliado en 1934. Su cargo. Su valoración en las SS: «Ejemplar». Lo primero que me chocó fue que Gruen nunca había pertenecido al Cuerpo Panzer de las SS. Ni nunca había servido en Francia, ni en el frente ruso. De hecho, ni siquiera había pisado el frente. Según el historial médico, que incluía detalles como el del dedo, no había resultado herido. Su última revisión médica tenía fecha de marzo de 1944. No se había pasado nada por alto, ni un leve caso de eccema. Ni una palabra sobre el bazo ni de daños en la columna. Al leer esto noté que las orejas me empezaban a arder. ¿Era posible que hubiera simulado su enfermedad? ¿Que no hubiera perdido el bazo? Si era así, me habían embaucado como a un memo. Tampoco había sido suboficial, como había asegurado. El expediente contenía copias de sus certificados de promoción. El último, fechado en enero de 1945, revelaba que al terminar la guerra Eric Gruen era Oberführer -general de brigada- de las Waffen-SS. Pero lo que más me turbó fue lo que leí a continuación, a pesar de que ya me lo esperaba tras averiguar que no había pertenecido al Cuerpo Panzer.
Nacido en el seno de una rica familia vienesa, ya de joven Eric Gruen había sido considerado un médico brillante. Tras licenciarse en la Fa cultad de Medicina, había pasado una temporada en Camerún y Togo, donde había elaborado dos influyentes artículos sobre enfermedades tropicales que se publicaron en la Re vista Alemana de Medicina. A su regreso, en 1935, se había unido a las SS como miembro del Departamento Nacional de Salud, donde se sospecha que experimentó con niños discapacitados. Al estallar la guerra, había sido enviado como médico a Lemberg-Janowska, a Majdanek y finalmente a Dachau. Se sabe que en Majdanek infectó con el tifus y la malaria a ochocientos prisioneros de guerra rusos y que estudió con ellos la evolución de la enfermedad. En Dachau había sido ayudante de Gerhard Rose, brigadier general del servicio médico de la Luf twaffe. Había alguna que otra referencia a Rose. Profesor en el Instituto Robert Koch de Medicina Tropicalen Berlín, Rose había llevado a cabo experimentos letales con internos del campo de Dachau en el curso de sus investigaciones sobre vacunas para la malaria y el tifus. Más de mil doscientos reclusos de Dachau, muchos de ellos niños, habían sido infectados con la malaria mediante el uso de mosquitos o jeringas contaminadas.