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– Ya puede usted decirlo.

Cinco minutos más tarde estaba sentado a una mesa de refectorio leyendo la revista que el mayor Jacobs me había arrebatado de las manos. Al echarle una ojeada, no era difícil entender por qué. En la portada había una carta abierta de los jefes del Estado Mayor Conjunto estadounidense dirigida a sus compatriotas. Al ir pasando páginas, vi que abundaban las alusiones patrióticas a la guerra, las sonrisas postizas y los anuncios de la Ge neral Electric, Iodent y Westinghouse. Había también una bonita foto de la boda de Humphrey Bogart y LaurenBacall, y una todavía mejor de Himmler tomada minutos antes de envenenarse. Me gustó más ésta que la de Bogart. Pasé unas cuantas páginas. Imágenes de un centro de vacaciones en la costa inglesa. Al fin, en la página 43, di con lo que creía que andaba buscando. Un breve artículo sobre ochocientos presos de cárceles estadounidenses que se habían ofrecido voluntarios para ser infectados de malaria para fines médicos. Con razón Jacobs se había mostrado tan susceptible. Lo que el Departamento de Investigación y Desarrollo Científico estadounidense había llevado a cabo en cárceles de Georgia, Illinois y Nueva Jersey era muy parecido a lo que los médicos de las SS habían hecho en Dachau. Por lo visto, los norteamericanos habían ahorcado a gente por lo que ellos mismos estaban haciendo en las prisiones de su país. De acuerdo, aquellos convictos se habían ofrecido voluntariamente, pero Gruen y Henkell podían haber aducido esa misma justificación sin problemas. Engelbertina, o Albertine, era la prueba. El artículo hizo que me picara la curiosidad. No es que me picara como pica ver a alguien con una caja de mosquitos infectados abierta sobre su abdomen -imagen curiosamente medieval, al estilo de los primitivos remedios con abejas-, sino más bien como cuando uno empieza a sospechar que algo terrible está a punto de ocurrir. Y cuando la curiosidad pica tanto, no hay más remedio que rascar.

Encontré un ejemplar del diccionario médico Lange y, al buscar los síntomas de la malaria y los de la meningitis vírica, descubrí que ambas enfermedades producían síntomas casi idénticos. En los Alpes bávaros, donde los mosquitos no es que sean muy corrientes, habría sido muy fácil hacer pasar por brotes de meningitis vírica varias docenas de muertes por malaria. ¿Quién iba a sospechar nada? Todos aquellos prisioneros de guerra alemanes habían sido utilizados en experimentos médicos. Por no hablar de los presos de Dachau y Majdanek. Costaba creerlo, pero los experimentos con seres humanos, por los que siete médicos nazis habían sido ahorcados en Landsberg, seguían llevándose a cabo bajo los auspicios de la CIA. Tan ta hipocresía me dejaba estupefacto.

36

Había una Oficina de Telefonía y Telégrafos de Ultramar en la planta baja del Edificio de la Ali anza, en Aiserstrasse, en el distrito 9. Me acerqué a un operador. Tenía la nariz como una manga de viento y el pelo como los tejones, gris por fuera y más oscuro en las raíces. Le di el número de Garmisch, compré un kilo de monedas y entré en la cabina que me indicó. No tenía muchas esperanzas de conseguirlo, pero creí que valía la pena intentarlo. Mientras esperaba la conexión, estuve pensando qué decir, con la esperanza de que sabría contenerme y no usar las palabras que solíamos emplear en el frente ruso. Llevaba alrededor de diez minutos esperando allí sentado cuando el teléfono sonó al fin y el operador me dijo que estaban llamando. Entonces alguien descolgó y se oyó una voz distante. Garmisch quedaba a menos de quinientos kilómetros, pero seguramente la llamada se desviaba por Linz, en la zona ocupada por Rusia, y después por Salzburgo, en la zona estadounidense, e Innsbruck, en la francesa. Francia era tenida por la menos eficiente de las cuatro potencias, y con toda probabilidad la mala calidad de la línea era por su culpa. Cuando reconocí la voz de Eric Gruen introduje un puñado de monedas de diez groschen en el teléfono, y pasados quince o veinte segundos pudimos hablar. Gruen parecía realmente contento de hablar conmigo.

– Bernie -dijo-. Esperaba tu llamada. Quería disculparme por haberte metido en una situación tan comprometida. Lo siento de veras.

– ¿Comprometida? -dije-. ¿Así llamas a amarrarle una soga al cuello de alguien en vez del tuyo?

– Me temo que no hay alternativa, Bernie -contestó-. No puedo empezar una nueva vida en Estados Unidos hasta que Eric Gruen esté oficialmente muerto o en prisión por esos supuestos crímenes de guerra. Detodos modos, la culpa es de Jacobs, dice que la CIA no permitirá que se haga de otra manera. Si se supiera que han dejado entrar en el país a un médico nazi, se armaría una buena. Es tan simple como eso.

– Hasta aquí lo entiendo -dije-. Pero ¿por qué asesinar a dos mujeres inocentes si sólo querías que yo mordiera el anzuelo? Tú o Jacobs o quién sea que hace el trabajo sucio aquí en Viena podríais haber hecho que me detuvieran en el hotel.

– ¿Y entonces qué hubiera pasado? Piensa, Bernie. Hubieras dicho que te llamas Bernie Gunther, y a pesar de no llevar pasaporte seguramente las autoridades aliadas hubieran comprobado tu versión de los hechos y hubieran averiguado tu identidad. No, teníamos que asegurarnos de que Bernie Gunther tampoco tuviera escapatoria. Ahora ya lo hemos conseguido, Bernie, así que más vale que pienses bien cuál será tu próximo movimiento. La pena por homicidio, sobre todo en casos tan viles como el tuyo, es la muerte. Cuando cojan a Bernie Gunther, lo colgarán. Pero, según quien atrape a Eric Gruen, tal vez te salves y te caiga una perpetua. Tal y como están las cosas en la Re pública Federal, tal vez salgas en menos de diez años. Puede que incluso cinco. Al salir, tendrías un dinero en el banco. Si lo piensas bien, Bernie, verás que he sido muy generoso. Tienes el dinero, ¿no? Veinticinco mil chelines no está nada mal para alguien que sale de Landsberg. No me costaba nada dejarte sin un groschen.

– Has sido muy generoso -dije mordiéndome los labios a la espera de que se le escapara algo, algo que pudiera servirme para escapar de Viena.

– Mira, yo en tu lugar me entregaría. Como Eric Gruen, desde luego. Mejor que lo hagas antes de que alguien atrape a Bernie Gunther y lo cuelgue en la horca.

Eché unas cuantas monedas más en el teléfono y solté una carcajada.

– No creo que las cosas puedan empeorar más -dije-. Tú ya te has ocupado de eso.

– Pues podrían empeorar -contestó-. Créeme. Viena es una ciudad cerrada, Bernie. No es fácil salir de ella. Dadas las circunstancias, no creo que los escuadrones israelíes tarden en dar contigo. ¿Cómo se hacen llamar? ¿El Nakam? ¿O es el Brichah? El caso es que es uno de esos malditos nombres judíos. ¿Sabías que tienen un cuartel en Austria? No, seguramente no. En realidad, Linz y Viena son su centro de operaciones. El mayor Jacobs los conoce bien, por algo también es judío. Y por algo hay tantos judíos que trabajan tanto para el Nakam como para la CIA. Es más, fue un circunciso de la CIA el que mató a la auténtica frau Warzok. No me sorprende, después de lo que hizo en Lemberg-Janowska. Cosas terribles. Lo digo con conocimiento de causa, yo estuve allí. Era una verdadera bestia esa mujer. Mataba a los judíos por deporte.

– Tú en cambio sólo los matabas en aras del progreso científico -dije.

– Ahora te me pones sarcástico, Bernie -dijo-. No te culpo. Sin embargo, es verdad. Nunca maté a nadie por placer. Soy médico. Ninguno de nosotros mataba por gusto.

– ¿Y Vera? ¿Cómo justificas su asesinato?

– Yo no estaba de acuerdo -dijo Gruen-. Pero Jacobs pensó que serviría para darte una lección.

– Puede que después de todo me entregue como Bernie Gunther -dije-. Sólo por estropearos la jugada.

– Podrías hacerlo, en efecto -dijo-. Pero Jacobs tiene amigos muy poderosos en Viena. De alguna manera lograrían hacer ver que eres Eric Gruen. Hasta tú verás que es lo mejor una vez caigas en manos de la policía.

– ¿De quién fue la idea de todo esto?