– Oh, de Jacobs. Menudo zorro, este mayor Jacobs. Se le ocurrió el día que apareció con Wolfram Romberg para cavar en tu jardín de Dachau. En cuanto te vio, advirtió nuestro parecido. En principio iba a volver a Dachau para preparar allí toda la trama, pero resultó que te habías trasladado a Múnich y habías vuelto a tu antiguo oficio. Fue entonces cuando ideamos el plan para que le siguieras la pista a Friedrich Warzok. La intención era que pensaras que te habías cruzado en el camino de la Com pañía, eso justificaría la paliza y nos permitiría hacer el traje a la medida. Me refiero a cortarte el dedo. Esos expedientes de las SS son exhaustivos hasta la exasperación, aparece uno descrito hasta los últimos detalles. Una maniobra muy hábil por parte de Jacobs, ¿no te parece? El dedo es lo primero que buscaría un investigador de crímenes de guerra aliado o un escuadrón de la muerte judío.
– ¿Y la mujer que me contrató?
– Mi esposa. La primera vez fue a verte a Dachau, pero no estabas. Luego pasó por tu despacho para echarte un vistazo, para ver si Jacobs tenía razón con lo del parecido. Cuando nos lo confirmó, empezamos a urdir el plan, lo cual, todo sea dicho, fue la parte más divertida. Era como escribir una obra de teatro, como inventar personajes y asegurarse de que todas las partes encajaban correctamente. A partir de ahí, todo lo que había que hacer era traerte a Garmisch para conocernos mejor.
– Pero era imposible saber lo de la muerte de tu madre -dije-. ¿O no?
– Llevaba tiempo enferma -contestó-. Podía morir en cualquier momento. Digamos que en un momento dado propiciamos el óbito. No es difícil matar a alguien en un hospital, y menos si está en una habitaciónprivada. ¿Sabes una cosa? Fue un acto de misericordia.
– Hiciste que la mataran -dije introduciendo más monedas en el teléfono-. A tu propia madre…
– Nadie la mató -insistió Gruen-. No. Fue eutanasia. Selección preventiva. La mayoría de los médicos alemanes lo considerarían una muerte misericordiosa. Es una práctica muy extendida, mucho más de lo que te imaginas. Es imposible alterar todo el sistema sanitario en un santiamén. La eutanasia forma parte de la rutina hospitalaria alemana y austriaca desde 1939.
– Mataste a tu propia madre para salvar la piel.
– Muy al contrario, Bernie, lo hice por un bien mayor. El fin justifica los medios en este caso. Creía que Heinrich ya te había explicado lo importante que es la investigación. Una vacuna para la malaria justifica todo lo que se haga en su nombre. Pensaba que lo entendías. ¿Qué significan unos cientos de vidas, quizás un par de miles, al lado de los millones que se salvarían con esa vacuna? Tengo la conciencia muy tranquila, Bernie.
– Lo sé. Eso es lo que lo hace tan trágico.
– Para seguir con nuestra labor necesitamos trabajar con infraestructura estadounidense. Laboratorios, equipos, fondos…
– Más prisioneros para seguir experimentando -añadí-. Como los de Garmisch-Partenkirchen. ¿Quién iba a imaginar que habían muerto de malaria en los Alpes? He de admitirlo, Eric, fue muy astuto. ¿Y adonde os trasladáis? ¿A Atlanta? ¿A Nueva Jersey? ¿A Illinois? ¿A Rochester?
Gruen vaciló un instante.
– ¿Qué te hace pensar que nos vamos a alguno de esos lugares? -preguntó con cautela.
– Tal vez sea mejor detective de lo que crees.
– No intentes venir a por mí, Bernie. Para empezar, ¿quién iba a creerte? Tu palabra, la de un criminal deguerra, contra la de alguien como yo, que cuento con el respaldo de la CIA, nada más y nada menos. Créeme: Jacobs lo tiene todo atado y bien atado, amigo mío. Ha encontrado unas fotografías muy interesantes en las que se te ve con Himmler, el general Heydrich y Arthur Nebe. Hasta hay una en la que estás con Hermann Goring. No tenía ni idea de que estuvieses tan bien relacionado. A los judíos les hará mucha gracia. Pensarán que eres su hombre y que la influencia de Eric Gruen en el Reich fue mayor que la que tuvo en realidad.
– Te encontraré -dije-. Os encontraré a todos. Y pienso mataros. A ti, a Henkell, a Jacobs y a Albertine.
– Ah, ¿conque también has averiguado lo suyo? Veo que has hecho los deberes, Bernie. Felicidades. Qué lástima que tus facultades detectivescas no te asistieran antes. Y bien, ¿qué debo contestar a tan estéril amenaza?
– De estéril nada.
– Como he dicho antes, mis amigos son muy poderosos. Si vienes a por mí, no serán sólo los judíos quienes se te echen encima, sino también la CIA.
– Olvidas la Odes sa -dije-. No los dejes fuera. Rió.
– ¿Qué crees saber acerca de la Odes sa?
– Lo suficiente para saber que me vendieron. Ellos y tu amigo, el padre Gotovina.
– Entonces no sabes tanto como crees. En realidad, el padre Gotovina no tuvo nada que ver con lo que te ocurrió. Ni siquiera forma parte de la Odes sa. No querría que le hicieras daño. Tiene las manos limpias, de verdad.
– ¿No? ¿Y entonces por qué fue a verlo tu mujer a la iglesia del Santo Espíritu de Munich?
– Bueno, no me extrañaría que el padre Gotovina estuviera mezclado con la Com pañía. -Gruen rió otra vez -. No me extrañaría en absoluto. Pero no forma parte de la Odes sa ni tiene relación alguna con la CIA, eso seguro. El padre Gotovina va mucho por la prisión de Landsberg, es el capellán de los católicos de Landsberg. De vez en cuando le confío mensajes para un amigo, uno que cumple condena perpetua por supuestos crímenes de guerra. Le lleva revistas médicas y cosas así. Para no olvidar los viejos tiempos.
– Gerhard Rose -dije-. Supongo que te refieres a él.
– Exacto. Has hecho los deberes pero que muy bien. Te había subestimado… al menos en ese sentido. En eso voy a emplear también el dinero de mi madre, Bernie, en pagar un recurso de apelación contra su sentencia. Saldrá dentro de cinco años, créeme lo que te digo. Deberías, porque también a ti te interesa.
– ¿Eric? -dije-. Tengo que dejarte. Se me han acabado las monedas. Pero te encontraré.
– No, Bernie. No volveremos a vernos. Al menos no en esta vida.
– Entonces en el infierno.
– Sí, puede que en el infierno. Adiós, Bernie.
– Auf Wiedersehen, amigo mío. Auf Wiedersehen.
Colgué el teléfono y me quedé mirando mis botas nuevas mientras pensaba en todo lo que acababa de averiguar. Casi se me escapa un suspiro de alivio. Era la Odes sa y no la Com pañía la que estaba detrás de todo lo que me había ocurrido. Aún no había salido de la jungla vienesa, todavía no, ni mucho menos. Pero si, como dijo Fritz Gebauer cuando fui a visitarlo en su celda de Landsberg, la Odes sa y la Com pañía no estaban relacionadas, sólo tenía que preocuparme por la CIA y la Odes sa. Nada me impedía solicitar la ayuda de la Com pañía. Les pediría a mis viejos compañeros de las SS que me ayudaran a escapar de Viena. Acudiría a la Te laraña. Como una rata nazi cualquiera.
37
En cierto modo era muy apropiado que la Rup rechtskirche de Ruprechtsplatz fuera el lugar de contacto en Viena para los compañeros fugitivos de la justicia aliada. Ruprechtsplatz queda al sur del canal, junto a Morzinplatz, que es donde la Ges tapo tenía su cuartel en Viena. Tal vez por eso hubieran elegido esa iglesia. No podía haber ninguna otra razón: era la iglesia más antigua de Viena y estaba medio en ruinas, curiosamente, y según un cartel colgado en la puerta, no como resultado de los bombardeos aliados, sino de la demolición negligente de un edificio próximo. Dentro hacía más frío que en un establo polaco, y el parecido no acababa ahí; hasta la virgen parecía una lechera. Aparte de esto, la iglesia contaba con algo que sorprendería a cualquier visitante. Bajo uno de los altares laterales, y protegido por un ataúd de cristal, yacía el esqueleto de san Vital. Como si Blancanieves hubiera esperado más de la cuenta para que el príncipe viniera a despertarla del sueño con su beso.
El padre Lajolo -el religioso italiano que, según el padre Gotovina, tenía tratos con la Com pañía- estaba casi tan flaco como san Vital y no mucho mejor conservado. Delgado como una percha, su pelo era como lana de acero y la cara como una hoz. Estaba bastante bronceado y tenía tantos huecos entre los dientes como un león de la dinastía Ming. Con su larga sotana negra se me antojó muy italiano, la clase de personaje que aparecería en un cuadro de multitudes de algún antiguo maestro florentino. Lo seguí hasta el ábside y, frente a uno de los altares, le alargué un billete de tren para Pressbaum. Al igual que en Múnich con el padre Gotovina, había tachado todas las letras menos la doble ese.