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– Me preguntaba, padre, si podría recomendarme una buena iglesia católica en Pressbaum -dije.

Al ver el billete y oír mi pregunta cuidadosamente formulada, el padre Lajolo hizo un gesto como de fastidioy por un momento pensé que me diría que no sabía nada sobre Pressbaum.

– Sí, tal vez pueda ayudarle -contestó, con un fuerte acento italiano. Tan fuerte casi como su hálito de café y tabaco-. No sé, todo depende. Acompáñeme.

Me condujo a la sacristía, donde no hacía tanto frío como en la iglesia. Había una pila de agua bendita, una estufa de gas, un armario lleno de casullas con los colores de la liturgia, un crucifijo de madera colgado de la pared y, separado por una puerta, un cuarto de baño. Cerró la puerta por la que habíamos entrado y la aseguró con la llave. Luego se acercó a una mesita en la que había una tetera, tazas, platitos y un hornillo de gas.

– ¿Café? -preguntó.

– Si es tan amable, padre.

– Siéntese, amigo -dijo señalando dos sillones raídos.

Me senté y saqué los cigarrillos.

– ¿Le molesta? -pregunté, ofreciéndole un Lucky.

Rió.

– No, claro que no -dijo cogiendo un cigarrillo y añadiendo-: Mi teoría es que los discípulos también fumaban, ¿no lo cree usted? A fin de cuentas, eran pescadores. Mi padre también era pescador, en Génova. Y todos los pescadores italianos fuman. -Encendió el hornillo y luego mi cigarrillo y el suyo-. Cuando Jesús subió a la barca y llegó la tormenta, seguro que se pusieron todos a fumar. Cuando se tiene miedo, fumar es lo único que se puede hacer para fingir que no se tiene miedo. En cambio, cuando la gente se encuentra en medio de una tormenta en alta mar se pone a rezar o a cantar himnos, y eso no es que inspire mucho valor, ¿no?

– Supongo que depende del himno, ¿no le parece? -pregunté, creyendo que me estaba dando la entrada.

– Puede -dijo-. Dígame, ¿cuál es su himno favorito?

– Cuán Grande es Él -respondí sin titubear-. Me gusta la melodía.

– Sí, es verdad -dijo sentándose en el otro sillón-. Es muy bueno. Personalmente prefiero Il canto degli arditi o Giovinezza. Es una marcha italiana. Hubo una época en la que había algo sobre lo que marchar, ya me entiende. Pero ese himno que dice está muy bien. -Rió-. Me han dicho que la melodía se parece a la canción de Horst Wessel. -Dio una calada al cigarrillo-. Hace mucho que oigo esa canción, apenas recuerdo la letra. Tal vez usted podría refrescarme la memoria.

– Será mejor que no me oiga cantar -dije.

– Oh, no -dijo-. Si no le importa. Hágalo por mí.

Siempre he detestado la canción de Horst Wessel, y no obstante me sé la letra al dedillo. En Berlín hubo un tiempo en que bastaba con caminar por la calle para oírla varias veces al día, y recuerdo que era imposible ir al cine sin oírla en el noticiario. Recuerdo que en la Na vidad de 1935 alguien empezó a cantarla en la iglesia, como si fuera un villancico más. Yo sólo la había cantado cuando no hacerlo podía suponer arriesgarse a una paliza a manos de las SA. Carraspeé y empecé a cantar con mi desafinada voz de barítono:

Bandera al viento, cerrando filas,

las SA marchan con paso firme y silencioso.

Los compañeros asesinados por los rojos y reaccionarios

marchan con el espíritu entre nosotros.

Vía libre para las camisas pardas,

vía libre para la Sección de Asalto.

Millones, llenos de esperanza, miran la esvástica,

empieza el día del pan y la libertad.

Asintió con la cabeza y me acercó una taza de café solo. La tomé con ambas manos agradecido e inhalé su aroma agridulce.

– ¿Quiere oír las otras dos estrofas?

– No, no -dijo sonriendo-. No hace falta. Es una cuestión de procedimiento, para saber con quién estoytratando, supongo que se hace cargo. -Se llevó el cigarrillo a una de las comisuras de la boca para alejarse el humo de los ojos y sacó una libreta y un lápiz-. Hay que andarse con cuidado, ¿sabe? Es una precaución como cualquier otra.

– No sé si lo de la canción de Horst Wessel es mucha garantía -comenté-. Seguro que cuando Hitler llegó al poder los rojos se la sabían tan bien como nosotros. A muchos incluso se la hacían aprender en los campos de concentración.

Sorbió sonoramente su café sin hacer caso de mi objeción.

– Veamos -dijo-. Entremos en detalles. Su nombre.

– Eric Gruen -dije.

– Número de afiliación al Partido Nazi, número de SS, rango y lugar y fecha de nacimiento, por favor.

– Tenga -dije-. Se lo traigo apuntado.

Le acerqué una de las notas que había tomado al examinar el expediente de Gruen en la Kom mandatura rusa.

– Gracias. -Le echó un vistazo al papel e hizo un gesto de aprobación-. ¿Tiene algún documento de identificación?

Le enseñé el pasaporte de Eric Gruen. Lo escrutó minuciosamente y luego se lo guardó junto con la nota en el interior de la libreta.

– Tengo que quedármelos por el momento -dijo-. Y ahora dígame qué es lo que le ha traído hasta aquí.

– He sido un necio, padre -dije con fingida tribulación-. Mi madre murió hace algo más de una semana. Ayer se celebró el funeral en el Cementerio Central. Sabía que era arriesgado volver a Viena, pero madre sólo hay una, ¿no? En fin, pensé que todo saldría bien si me quedaba en un segundo plano y me conducía con discreción. Ni siquiera sabía que los Aliados andaban detrás de mí.

– ¿Se presentó con su nombre real?

– Sí -respondí encogiéndome de hombros-. Después de todo, han pasado más de cinco años, y uno lee cosas en los periódicos acerca de esa posible amnistía para… los viejos compañeros.

– Me temo que no la habrá -dijo-. Al menos por el momento.

– Bien, el caso es que me andaban buscando. Uno de los criados de mi madre me reconoció tras el funeral. Me dijo que a menos que le diera una suma absurdamente elevada de dinero, informaría a las autoridades sobre mi paradero. Intenté ganar tiempo pero, al volver al hotel para pagar y regresar a casa de inmediato, me encontré con que la Pat rul la In ternacional me estaba esperando. Desde entonces vago por Viena escondiéndome en bares y cafés por miedo a buscar alojamiento en hoteles y pensiones. Anoche fui al Oriental para pasar la noche con alguna de las chicas, aunque no hice nada con ella. La verdad, no sabía dónde ir.

El padre Lajolo se encogió de hombros, como dándome la razón.

– ¿Dónde vivía hasta ahora? Antes de volver a Viena me refiero.

– Garmisch-Partenkirchen -contesté-. Es un sitio pequeño. Ahí nadie desconfía.

– ¿Puede regresar?

– No -dije-. No por ahora. La persona que me dijo que me marchara de Viena sabe que he estado viviendo allí. No creo que se lo pensase dos veces para informar a las autoridades aliadas de Alemania.

– Y la chica con la que estuvo anoche -dijo-, ¿puede confiar en ella?

– Mientras le pague, sí.

– ¿Sabe algo sobre usted? Cualquier cosa.

– No. Nada.

– Que siga así. ¿Sabe que ha venido a verme?

– No, por supuesto que no, padre -dije-. No lo sabe nadie.

– ¿Puede quedarse con ella esta noche?

– Sí, de hecho ya lo he arreglado.