– Bien -dijo-. Necesitaré veinticuatro horas para preparar su salida de Viena hasta una casa franca. ¿Es todo su equipaje?
– Ahora sí. Lo demás está en el hotel, pero no me atrevo a recogerlo.
– No, desde luego -dijo sacándose el cigarrillo de la boca-. Sería una estupidez. Venga a verme mañanapor la tarde, hacia las cuatro. Esté listo para partir. Traiga ropa de abrigo. Si no tiene, cómprela. Y entre hoy y mañana tómese una foto, la necesitaré -apuntó una dirección en la libreta, arrancó la hoja y me la tendió-. Hay un local en Elisabeth Strasse, delante de la Ópera. Pregunte por herr Weyer, Siegfried Weyer. Es amigo, y de confianza. Dígale que va de mi parte. Él ya sabrá lo que hay que hacer. Le he apuntado su número de teléfono por si surge cualquier imprevisto y se retrasa. B26425. Manténgase alejado de estaciones, oficinas de telégrafos y de correos. Vaya al cine, o al teatro. A sitios oscuros, con mucha gente. ¿Tiene dinero?
– Por el momento me basta -dije.
– Bien. ¿Y un arma?
Vacilé, ligeramente sorprendido de oír una pregunta como ésa en boca de un servidor de Dios.
– No.
– Sería una lástima que lo capturaran -dijo el padre Lajolo-. Sobre todo ahora que hemos puesto los engranajes en marcha para sacarle de Viena. -Abrió el armario de las casullas y sacó el candado de uno de los compartimentos. Dentro había varias pistolas. Sacó una, una Mauser en muy buen estado, extrajo el cargador con sus dedos ágiles y manchados de nicotina y comprobó que estaba cargada antes de entregármela-. Tenga -dijo -. Llévesela, pero no la use a menos que sea absolutamente necesario.
– Gracias, padre -contesté.
Fue hacia la puerta trasera de la sacristía, la abrió y dio un paso hacia un estrecho callejón cubierto de andamios que llevaba a uno de los laterales de la iglesia.
– Cuando vuelva mañana -dijo-, no pase por la iglesia. Entré por el callejón y use esta puerta. Estará abierta. Entre, siéntese y espere.
– De acuerdo, padre.
– Hasta mañana, pues.
38
Abandoné Viena al día siguiente. Mi conductor era un tipo llamado Walter Timmermann. Era vienés pero vivía en Pfungstadt, cerca de Darmstadt. Conducía un camión para el ejército estadounidense en el que llevaba The Stars and Stripes, la revista del ejército, desde la imprenta de Griesheim a Salzburgo y Viena. El camión era un Dodge de tres toneladas con el compartimento de carga cubierto por una lona y con los distintivos del ejército, lo que en la práctica implicaba que las policías militares de las cuatro potencias nunca lo registraban. El camión se dirigía a Alemania con los excedentes de la edición anterior, para hacer con ellos pasta de papel y reutilizarlos. Al cruzar de una zona de ocupación a otra me escondí entre las revistas; el resto del tiempo lo pasé en la cabina, escuchando a Timmermann, a quien le encantaba hablar porque, según decía, pasaba la mayor parte del tiempo conduciendo y a veces se sentía solo. A mí no me importaba porque yo poco o nada tenía que contarle a nadie. Me dijo que durante la guerra había servido en la Luf twaffe, en Griesheim. Allí lo pilló el final de la guerra, y así fue como empezó a hacer de chofer para los estadounidenses dos años después.
– No se trabaja mal con ellos -dijo-, una vez los conoces. La mayoría lo único que quieren es volver a casa. De las cuatro potencias, son los más agradables, pero seguramente también los peores como soldados. En serio te lo digo. Todo les importa una mierda. El día que los rusos ataquen, se comerán Alemania. En las bases no hay vigilancia de ninguna clase, por eso puedo hacer lo que hago. Menudo tinglado tienen montado: alcohol, tabaco, revistas guarras, medicinas, lencería de mujer, lo que quieras, les consigo de todo. Créeme, no eres la única mercancía ilegal que llevo en el camión.
No me dijo cuál era la mercancía en esa ocasión, y yo tampoco se lo pregunté. Por quien sí pregunté fue por el padre Lajolo.
– Yo soy católico, ¿sabes? -dijo-. El padre Lajolo ofició mi boda durante la guerra. Entonces estaba enotra parroquia, en San Ulrico, en el distrito 7. Mi mujer, Giovanna, es medio italiana, ¿sabes? Medio austriaca, medio italiana. Su hermano estaba en las SS, y el padre Lajolo nos ayudó a sacarlo de Austria al terminar la guerra. Ahora vive en Escocia. ¿Tú te crees? Escocia… Dice que se pasa el día jugando al golf. La Com pañía le consiguió un nuevo nombre, una casa y un empleo. Es ingeniero de minas en Edimburgo. A nadie se le ocurriría ir a buscarlo a Edimburgo. Desde entonces ayudo al padre Lajolo a trasladar a los compañeros lejos de las garras de los rojos. Si quieres que te diga la verdad, Viena está acabada. Y con Berlín pasará lo mismo, fíjate en lo que te digo. Un día sacarán los tanques a la calle y nadie moverá un dedo para detenerlos. Nada de esto habría ocurrido si hubieran firmado la paz con Hitler en vez de forzar una rendición incondicional. Europa todavía parecería Europa, y no la penúltima república soviética.
El viaje fue largo. En la carretera de Viena a Salzburgo el límite de velocidad era de 65 kilómetros por hora. A las pocas horas de escuchar las opiniones de Timmermann sobre los rojos y los yanquis me entraron ganas de meterle una de las revistas por el gaznate.
En Salzburgo cogimos la autopista de Múnich y aumentamos la velocidad. Al poco llegamos a la frontera alemana. Seguimos hacia el norte y después hacia el este, por Múnich. No tenía ningún sentido que me bajara en Múnich, ya que sin duda Jacobs se habría asegurado de que la policía me estuviera esperando. Hasta que la Com pañía me consiguiera una nueva identidad y un pasaporte, parecía que lo mejor era ir al lugar al que me habían destinado. Continuamos hasta Landsberg, y desde allí nos dirigimos al sur, hacia Kempten, a los pies de los Alpes, en la región de Algovia, al sureste de Baviera. El trayecto terminó en un antiguo monasterio benedictino en las colinas de las afueras de Kempten. Según Timmermann estábamos a apenas cien kilómetros este de Garmisch-Partenkirchen, lo cual era toda una tentación. Sabía que no tardaría mucho en sucumbir a ella.
El monasterio era una hermosa construcción gótica con muros de ladrillo rojo y dos campanarios en forma de pagoda desde los que se dominaban kilómetros y kilómetros de nevado paisaje. Sólo al traspasar la puerta principal se tomaba conciencia de las verdaderas dimensiones del lugar y, de paso, de la riqueza y el poder de la Ig lesia católica romana. El que hubiera un monasterio católico tan grande en un lugar tan pequeño y tan a trasmano como Kempten me hizo caer en la cuenta de la clase de recursos económicos y humanos con los que contaba el Vaticano y, por extensión, la Com pañía. Lo que me hizo preguntarme qué interés podía tener la Ig lesia en proporcionar rutas de escape a los nazis y criminales de guerra como yo.
El camión se detuvo y bajé. Estábamos en un patio interior del tamaño de una plaza de armas. Timmermann me llevó a través de una puerta hasta una basílica del tamaño de un hangar con un altar que sólo habría parecido modesto a los ojos del emperador del sacro Imperio romano. Se me antojó ostentoso como un pastel de Navidad polaco. Alguien tocaba el órgano y se oía la dulce voz de un coro de muchachos del lugar. Exceptuando el potente olor a cerveza que impregnaba el aire, todo tenía un gran aire de santidad. Seguí a Timmermann hasta un pequeño despacho, donde un monje vino a nuestro encuentro. El padre Bandolini era un hombre corpulento con una gran panza y manos de carnicero. Tenía el pelo corto y cano, a juego con sus ojos grises. Sus facciones eran tan duras que parecía un tótem esculpido en madera. Traía pan, queso, fiambre, pepinillos, un vaso de cerveza elaborada en el propio monasterio y unas cálidas palabras de bienvenida. Me hizo acercarme al fuego y nos preguntó si el viaje había sido dificultoso.
– Ningún problema, padre -dijo Timmermann, que no tardó en excusarse diciendo que quería llegar a Griesheim aquella misma noche.