– El padre Lajolo me ha dicho que es usted médico -dijo el padre Bandolini cuando Timmermann se hubo marchado-. ¿Es eso cierto?
– Así es -contesté, arriesgándome a que me solicitara algún favor que evidenciara toda la farsa-. Aunque no ejerzo desde antes de la guerra.
– Pero es usted católico -dijo.
– Por supuesto -dije, pensando que lo mejor era aparentar el credo de mis benefactores-. Aunque no muy bueno.
– Quién sabe lo que significa ser bueno -dijo encogiéndose de hombros.
– Por alguna razón siempre pensé que los monjes eran buenos católicos -dije encogiéndome de hombros también yo.
– Es fácil ser un buen católico cuando se hace vida monacal -comentó-. Por eso vivimos aquí. La tentación no existe en un sitio como éste.
– No estoy muy seguro -dije-. La cerveza es excelente.
– ¿Verdad que sí? -Sonrió-. Hace cientos de años que se elabora siguiendo la misma receta. Acaso sea por eso que muchos nos quedamos aquí.
Su voz era queda y cadenciosa, lo que me hizo pensar que tal vez no le había oído bien cuando, tras haber comido, me explicó que el monasterio -y en particular la comunidad de San Rafael que en él habitaba- venía ayudando a los exiliados católicos alemanes desde 1871, muchos de los cuales eran católicos no arios.
– ¿Ha dicho usted «católicos no arios»?
Hizo un gesto de afirmación con la cabeza.
– ¿Es alguna clase de término eclesiástico para referirse a los italianos? -pregunté.
– No, no. Es como llamábamos a los judíos a los que ayudábamos. Muchos de ellos se convertían al catolicismo, desde luego, pero a otros sólo los llamábamos católicos para conseguir que países como Brasil y Argentina los acogieran.
– ¿Y eso no era peligroso? -pregunté.
– Oh, sin duda. Mucho. La Ges tapo de Kempten nos tuvo bajo vigilancia durante casi una década. Incluso hubo uno de los hermanos que murió en un campo de concentración por prestar auxilio a los judíos.
Me pregunté si se daría cuenta de lo irónico que resultaba que estuviera ayudando a Eric Gruen, uno de los criminales de guerra más deleznables. No tardé en saber que sí.
– Es la voluntad de Dios que la comunidad de San Rafael ayude a quienes fueran sus perseguidores en el pasado -dijo-. Además, en estos momentos el enemigo es otro, aunque no menos peligroso. Un enemigo que ve en la religión el opio que envenena las mentes del pueblo.
Con todo, eso no era nada en comparación con lo que seguiría.
Mi celda no se encontraba en el claustro, como las de los monjes, sino en la enfermería, donde, según me aseguró el padre Bandolini, estaría mucho más cómodo.
– Créame -dijo acompañándome a través del claustro-, ahí tendrá menos frío. En esas celdas se permite encender fuego, disponen de cómodos sillones y los baños son más modernos que los del claustro. Se le llevará la comida a la celda, y si quiere, puede asistir a misa en la basílica con los demás hermanos. Y si busca absolución, no tiene más que decírmelo y le haré mandar un sacerdote. -Abrió una pesada puerta de madera y me condujo a través de la sala capitular hasta la enfermería-. No estará solo -añadió-. Tenemos otros dos huéspedes alojados con nosotros en estos momentos. Caballeros como usted. Ellos le explicarán cómo funciona todo. Ambos esperan para emigrar a Sudamérica. Enseguida se los presento, aunque no por su verdadero nombre, por razones obvias. Si me permite, lo presentaré con su nuevo nombre, el que figurará en su pasaporte cuando lo envíen desde Viena.
– ¿Cuánto suele tardar? -pregunté.
– Puede que unas semanas -dijo-. Una vez lo tenga, necesitará un visado. Es posible que lo destinen a Argentina. Últimamente, todo el mundo va allí, según creo. Su gobierno se ha solidarizado con la emigración alemana. Y por último, naturalmente, necesitará el pasaje para el barco. La Com pañía se encargará también de eso. -Sonrió como para darme ánimos-. Me temo que tendrá que hacerse a la idea de pasar con nosotros unmes o dos por lo menos.
– Mi padre vive cerca -dije-. En Garmisch-Partenkirchen. Me gustaría verlo antes de abandonar el país. Me parece que no habrá otra ocasión.
– Efectivamente, Garmisch no queda lejos. Unos ochenta o noventa kilómetros en línea recta. Nosotros enviamos cerveza a la base que los americanos tienen allí. Hay que ver lo que les gusta la cerveza a los americanos. Tal vez pueda ir con el camión del próximo reparto. Veré qué puedo hacer.
– Gracias, padre, se lo agradezco de veras.
Desde luego, en cuanto dispusiera de mi nueva identidad y el pasaporte me dirigiría a Hamburgo. Siempre me ha gustado Hamburgo. Además, es el lugar que queda más alejado de Munich y Garmisch sin salir de Alemania. Lo último que me pasaba por la cabeza era terminar en un barcucho con destino a alguna república bananera como los compañeros que estaban a punto de presentarme.
El padre Bandolini llamó a la puerta con delicadeza y la abrió. Entramos en un saloncito acogedor en el que había dos hombres sentados en sendas butacas. Sobre la mesa había una botella de Three Feathers y un paquete de Regents abierto. Buen augurio, pensé. En la pared había un crucifijo y un retrato del papa Pío XII con algo parecido a una colmena sobre la cabeza. Tal vez sea por las gafas sin montura y el semblante ascético, pero ese Papa tiene algo que me hace pensar invariablemente en Himmler. La cara del Papa también se parecía bastante a la de uno de los dos hombres del salón. La última vez que lo había visto era enero de 1939 y estaba entre Himmler y Heydrich. Recuerdo haber pensado en él como un tipo simple e intelectualmente insignificante, e incluso en ese momento, al reencontrarlo, me costó creer que fuera el hombre más buscado de Europa. A simple vista no se percibía en él nada extraordinario: rostro anguloso, ojos rasgados, orejas algo prominentes y, sobre un bigotito al estilo de Himmler -de por sí una mala elección-, una larga nariz sobre la que descansaban unasgafas de montura negra. Parecía un sastre judío, descripción que, por lo que se me alcanza, le hubiera fastidiado bastante, pues el tipo en cuestión era Adolf Eichmann.
– Caballeros -dijo el padre Bandolini dirigiéndose a los dos hombres sentados en la sala de invitados del monasterio-, quisiera presentarles a alguien que pasará una temporada con nosotros. El doctor Hausner, Carlos Hausner.
Hete aquí mi nuevo nombre. El padre Lajolo me había explicado que cuando se le concede una nueva identidad a alguien destinado a Argentina la Com pañía recomienda algún nombre que refleje la doble nacionalidad sudamericana y alemana. Así es como acabé llamándome Carlos. No tenía ninguna intención de terminar en Argentina, pero teniendo dos cuerpos de policía tras mi rastro, no estaba en disposición de discutir sobre mi nombre.
– Herr Hausner -dijo el padre Bandolini llevando la mano en la dirección de Eichmann-, herr Ricardo Klement -y volviéndose hacia el segundo hombre, añadió-: y herr Pedro Geller.
Eichmann no dio muestras de haberme reconocido. Inclinó la cabeza con un gesto seco y me estrechó la mano que yo le había extendido. Parecía más envejecido de la cuenta. Calculé que tendría unos cuarenta y dos, pero la alopecia, las gafas y el rostro cansado y atormentado como el de un zorro que oyera los perros a su espalda le hacían parecer mucho mayor. Llevaba un traje tupido de tweed, una camisa a rayas y una pequeña pajarita que le daba un aspecto algo más elegante. De elegante su apretón de manos tenía más bien poco. Yo ya me había dado la mano con Eichmann en el pasado, cuando sus manos eran suaves, casi delicadas, pero ahora parecían las de un obrero, como si, desde la guerra, se hubiera visto obligado a ganarse la vida con duros trabajos de fuerza física.
– Un placer conocerlo, doctor Hausner -dijo.
El otro hombre era mucho más joven, tenía mejor aspecto e iba mejor vestido que su infame compañero.Llevaba un reloj de aspecto caro y gemelos de oro. Tenía el pelo rubio, los ojos azul claro y los dientes parecían robados a una estrella de película americana. Al lado de Eichmann se veía alto como un mástil y por el porte parecía una extraña especie de grulla. Le di la mano y noté que, al contrario que la de Eichmann, la tenía bien cuidada y suave como la de un escolar. Cuando me fijé mejor, pensé que no debía de pasar de los veinticinco, por lo que se me hacía extraño pensar qué clase de crimen podía haber cometido con dieciocho o diecinueve años para verse obligado a cambiar de nombre y poner rumbo a Sudamérica.