No había luz en la villa y en el laboratorio no había nadie. Acerqué la nariz a la ventana, lo bastante para ver a través de la doble puerta de cristal y distinguir el despacho. También estaba desierto. Cogí un leño de la pila que había bajo el balcón y busqué una ventana por la cual entrar. La nieve acumulada tras de mí amortiguó el ruido del cristal al romperse. La nieve alta es la mejor amiga del caco. Arranqué con cuidado los fragmentos que habían quedado en el marco, introduje la mano, saqué el seguro, abrí la ventana y trepé al interior. Los cristales crujieron bajo mis pies al pisar el suelo del laboratorio. Todo estaba como la otra vez. Nada había cambiado de sitio. Calor y silencio. Menos los mosquitos, claro. Se agitaron cuando puse la palma de la mano en el cristal de la vitrina para comprobar el calor. Estaba en su punto, es decir, más caliente que la estancia, lo que por cierto no era poco. Estaban perfectamente, pero eso tenía arreglo. Fui a la parte trasera de las vitrinas y apagué los calefactores que mantenían con vida a aquellos letales bicharracos. Con el aire frío entrando por la ventana, calculé que en unas pocas horas estarían muertos.
Atravesé la doble puerta y pasé al despacho. Enseguida me di cuenta de que no había llegado demasiado tarde. Muy al contrario. Sobre un cartapacio de la mesa de Gruen había cuatro pasaportes estadounidenses nuevecitos. Tomé uno y lo abrí. La mujer a la que había conocido como frau Warzok, la esposa de Gruen, era ahora Ingrid Hoffman. Miré los otros. Heinrich Henkell era el señor Gus Braun. Engelbertina, la señora BerthaBraun. Y Eric Gruen, el señor Eduard Hoffman. Apunté los nombres y me guardé los pasaportes. Difícilmente irían a ninguna parte sin ellos. Y sin los billetes de avión, que estaban también sobre el cartapacio. Billetes del ejército estadounidense. Comprobé la fecha, la hora y el destino. El señor y la señora Braun y el señor y la señora Hoffman dejaban Alemania aquella misma noche. Tenían reserva para un vuelo que partía a medianoche para la base de las Fuerzas Aéreas de Langley, Virginia. Sólo tenía que sentarme y esperar. Alguien – probablemente Jacobs- vendría en breve para coger los billetes y los pasaportes. Cuando viniera, le haría llevarme hasta Mönch, donde, con tres fugitivos de la justicia aliada, me la jugaría y llamaría a la policía de Múnich. Que decidieran ellos.
Me senté, saqué la pistola -la que me había dado en Viena el padre Lajolo-, saqué el seguro y la dejé sobre la mesa que tenía al lado. Pronto vería de nuevo a mis viejos amigos. Me apetecía fumar un cigarrillo, pero decidí no hacerlo. No quería que el mayor Jacobs oliera el humo al entrar por la puerta principal.
Transcurrió media hora y, como me aburría, decidí echar una ojeada al archivador; sería mejor si, cuando hablara con la policía, podía aportar pruebas documentales que sustentaran mi versión. No para probar que Gruen y Henkell hubieran experimentado con judíos en Dachau, sino para demostrar que habían continuado su experimentación con prisioneros de guerra alemanes. A la policía eso le haría tanta gracia como a mí. Si por cualquier cosa el tribunal no estuviera dispuesto a condenar a Gruen, Henkell y Zehner por los actos cometidos durante la guerra, ningún tribunal alemán pasaría por alto el asesinato de los militares.
El archivo estaba meticulosamente ordenado en escrupuloso orden alfabético. No había ningún registro sobre actividades anteriores a 1945, pero cada persona que desde entonces había sido infectada con malaria había sido objeto de un detallado conjunto de notas. El primer historial que examiné del cajón superior fue el de un tal teniente Fritz Ansbach, prisionero de guerra alemán ingresado en el hospital de Partenkirchen por histerianerviosa. Se le inyectó la malaria en los últimos días de noviembre de 1947. Al cabo de veintiún días ya había desarrollado la enfermedad y se le inyectó la vacuna, Sporovax, en la sangre. Ansbach moría diecisiete días después. Causa de la muerte: malaria. Causa oficial de la muerte: meningitis vírica. Leí unos cuantos historiales más del mismo cajón. Todos eran iguales. Los dejé sobre la mesa para llevármelos a Mönch. Tenía cuanto necesitaba. Estuve a punto de no abrir el cajón del medio; de no haberlo hecho no hubiera dado con una carpeta etiquetada como «Handlöser».
Leí el expediente despacio. Luego lo releí. Empleaba mucha jerga médica que no entendía y un par de palabras que sí. Había multitud de gráficos en los que se mostraba la temperatura y el ritmo cardíaco del «sujeto» antes y después de colocar sus brazos en una caja con un centenar de mosquitos infectados. Yo que creía que habían sido las pulgas o las chinches, y había sido Henkell, que durante todo aquel tiempo la había visitado en el hospital psiquiátrico Max Planck con su cajita de la muerte. Le inyectaron una vacuna provisional, el Sporovax IV, pero no dio resultado. Ni con ella ni con nadie. Así fue cómo murió Kirsten. Muy sencillo. Y fácil de justificar: la malaria podía hacerse pasar por gripe con la misma facilidad que por meningitis vírica, sobre todo en Alemania, en un hospital con unos medios tan deficientes. A mi mujer la habían asesinado. Sentí que el estómago me estallaba como un globo. Aquellos hijos de puta habían asesinado a mi mujer, de la misma manera que si le hubieran puesto una pistola en la cabeza y le hubieran volado la tapa de los sesos.
Releí las notas de su historial. Dado que había sido registrada como mujer soltera y erróneamente identificada como retrasada mental, habían dado por hecho que nadie la echaría en falta. Ni una palabra sobre mí. Sólo se mencionaba que la habían trasladado al hospital General, donde había «sucumbido» a la enfermedad. «Sucumbido.» Como si se hubiera sentido cansada y se hubiera echado a dormir en vez de morir. Como si no fuera posible distinguir entre lo uno y lo otro. Sin duda, ignoraban que yo era su marido, de lo contrario hubieran anotado en el historial.
Cerré los ojos. Ni pulgas ni chinches, sino picaduras de mosquito. ¿Y el insecto que me había picado durante aquella visita al Max Planck? ¿Un mosquito suelto, tal vez? Quizás eso explicara la supuesta pulmonía que había contraído después de la paliza a manos de los amigos de Jacobs de la Odes sa. Tal vez no había sido neumonía. Tal vez había sido una leve dosis de malaria. Henkell no hubiera sido capaz de distinguir entre lo uno y lo otro. No tenía motivos para sospechar que mi fiebre tenía un «vector entomológico», como ellos lo llaman, de la misma manera que no tenía motivos para sospechar que Kirsten Handlöser era mi mujer. Seguramente mejor. Me hubieran inyectado Sporovax.
Esto cambiaba mucho las cosas. Lo de dar parte a la policía parecía ahora mucho menos probable. Tenía la necesidad de asegurarme de que aquellos hombres recibirían justo castigo por sus crímenes. Y para ello tendría que castigarlos yo mismo. De repente se hacía muy fácil comprender a los escuadrones judíos. El Nakam. ¿Qué clase de castigo eran unos años de prisión para unos hombres que habían cometido crímenes tan repugnantes? Hombres como el doctor Franz Six, del Departamento de Asuntos Judíos del SD, el hombre que en septiembre de 1937 me había mandado a Palestina. O Israel, como había que llamarla ahora. No tenía la menor idea de lo que había sido de Paul Begelmann, el judío cuyo dinero codiciaba Six. Aunque recuerdo haber visto otra vez a Six en Smolensk, donde capitaneaba un Grupo de Acción Especial que había masacrado a diecisiete mil personas. Por eso fue condenado a sólo veinte años. Si el nuevo gobierno federal de Alemania se salía con la suya, le darían la condicional antes de cumplir una cuarta parte de la sentencia. Cinco años por el asesinato de diecisiete mil judíos. Nada tenía de extraño que los israelíes se sintieran en la obligación de acabar con aquellos hombres.