– He ofrecido comprarles una pistola en los bajos fondos de El Cairo. Y les he ofrecido también mis servicios como guardaespaldas.
– ¿Sabe dónde comprar una pistola?
– No. Tenía la esperanza de que me prestara ese Webley que usted tiene.
– Sin problemas -dijo Polkes-. Siempre puedo conseguir otro revólver. -Se quitó la chaqueta, desabrochó la funda y me entrego la pipa. El Webley pesaba como una enciclopedia y era casi tan difícil de manejar-. Tambor giratorio, semiautomático, calibre 45 -me explicó-. Si tiene que disparar, recuerde dos cosas. Una, tiene el retroceso de una mula. Y dos, tiene su historia. Ya sabe a qué me refiero. Así que, si puede, asegúrese de lanzarlo después al Nilo. Y otra cosa. Tenga cuidado.
– Eso ya me lo había dicho.
– Se lo digo muy en serio. Esos son los mismos cabrones que asesinaron a Lewis Andrews, el comisionado británico en Galilea.
– Creí que eso había sido cosa suya.
Polkes sonrió.
– En esa ocasión no. Esto es El Cairo. El Cairo no es Jaffa. Aquí los británicos andan con más cuidado. Si Haj Amin sospecha que se relaciona con nosotros no dudará en matarlos a los tres, así que aunque no le guste lo que le dice, finja que le gusta. Esta gente está loca. Son fanáticos religiosos.
– Igual que ustedes, ¿no?
– No. Nosotros sólo somos fanáticos. Existe una diferencia. Nosotros no esperamos que Dios apruebe que le volemos la cabeza a alguien. Ellos sí. Por eso mismo están locos.
El encuentro tuvo lugar en la amplia suite que Eichmann había reservado en el National Hotel.
Bastante más bajo que cualquier otro de los hombres que había en la habitación, el Gran Muftí de Jerusalénllevaba un turbante blanco y una larga túnica negra. No tenía un sentido del humor demasiado desarrollado, pero sí un aire de suficiencia a la que contribuía, sin duda, el trato adulador que le dispensaban sus acompañantes. Lo que más me llamó la atención fue el enorme parecido que guardaba con Eichmann. Eichmann con una barba canosa tal vez. Quizá por eso se llevaban tan bien.
Haj Amin iba acompañado de cinco hombres que vestían trajes ligeros de color pardo y el tarboosh, la versión egipcia del fez. Su intérprete lucía un bigotito canoso a lo Hitler, tenía papada y ojos de asesino. Se apoyaba en un bastón grueso y, al igual que los otros árabes con la excepción de Haj Amin, llevaba pistolera.
Haj Amin, que rondaría los cuarenta años, solamente hablaba árabe y francés, pero su intérprete dominaba el alemán. Franz Reichter, el reportero alemán (recuperado ya de su estómago revuelto) fue el encargado de traducir al árabe para los dos hombres del SD. Me senté junto a la puerta, escuché la conversación y fingí un estado de vigilancia que me pareció oportuno dado el papel de guardaespaldas del SD que yo mismo me había adjudicado. La mayor parte de lo que allí se habló salió de boca de Haj Amin y resultó ser de lo más perturbador, sobre todo las sorprendentes muestras de su profundo antisemitismo. Hagen y Eichmann no sentían simpatía por los judíos, algo habitual en Alemania. Se reían de ellos y querían que se les excluyera de la vida pública alemana pero, desde mi punto de vista, el antisemitismo de Hagen rayaba en la inocencia y el de Eichmann obedecía al oportunismo. Haj Amin, por el contrario, odiaba a los judíos como un gato odiaría a un ratón.
– Los judíos -comenzó Haj Amin- han alterado la vida de Palestina hasta tal punto que si no los frenamos acabarán con los árabes de Palestina. No nos importa que la gente venga de visita a nuestro país, pero el judío llega a Palestina como un invasor. Llega como sionista, como alguien que se ha dejado atrapar por toda la parafernalia de la modernidad europea, la cual atenta contra los conceptos sagrados del islam. Nosotros no estamos acostumbrados a la forma de vida europea. No nos interesa. Queremos que nuestro país continúe siendo lo que era antes de la oleada de judíos. No queremos ningún progreso. No queremos prosperidad. El progreso y la prosperidad son enemigos del islam más auténtico. Y ya hemos hablado demasiado. Con los británicos, conlos judíos, con los franceses. Ahora nos toca hacerlo con los alemanes. Pero de algo estoy seguro, y es que ahora sólo la espada podrá decidir el destino de este país. Si la política de Alemania consiste en dar apoyo al sionismo, sepan lo siguiente: nuestra política consistirá en aniquilar a todos los sionistas y a aquellos que defiendan su postura.
»Pero no he venido aquí a amenazar a su Führer, herr Eichmann. Alemania no es un país imperialista como Gran Bretaña. Jamás ha perjudicado a ningún estado árabe o musulmán. Durante la guerra se alió con el Imperio otomano. Yo mismo serví en el ejército otomano. Hasta ahora Alemania sólo ha luchado contra nuestros enemigos imperialistas y sionistas. Los franceses. Los británicos. Los rusos. Los americanos. Razón por la que su gente cuenta con nuestra gratitud y admiración. Lo único que deben hacer es dejar de mandarnos judíos, herr Eichmann.
»He leído el magnífico libro del Führer. Una traducción. Aun así, creo que puedo enorgullecerme de conocer la mente del Führer, caballeros. Odia a los judíos por causar la derrota de Alemania en 1918. Odia a los judíos porque fue el judío Chaim Weizmann quien inventó el gas tóxico que le afectó durante la guerra, causándole una ceguera temporal. Por su alumbramiento, nosotros damos gracias a Dios. Odia al judío porque fue éste quien propició que Estados Unidos participara en la guerra del bando de los sionistas británicos, contribuyendo así a la derrota de Alemania. Y lo entiendo a la perfección, caballeros, porque yo también odio al judío. Por infinitas razones, pero sobre todo, odio al judío por su persecución de Jesús, que fue el profeta de Dios. Por ese motivo, el musulmán que mata a un judío tiene garantizada la entrada en el cielo y el encuentro con la augusta presencia de Dios Todopoderoso.
»Así pues, mi mensaje para el Führer es el siguiente: los judíos no son sólo los más fieros enemigos de los musulmanes, sino también un elemento de constante corrupción en el mundo. Haberse dado cuenta de ello supone la mayor revelación que el Führer podría haber comunicado al mundo. En mi opinión, de actuar acorde con esa revelación, dejará un extraordinario legado en este mundo. De actuar con decisión, pues ni Alemania ni Europa solucionarán el problema judío exportándolos a Palestina. Deben encontrar otra solución, caballeros. Unasolución que ponga fin a las demás soluciones. Éste es el mensaje que deben comunicar a sus superiores: el único modo de atajar el problema judío es secar la fuente en Europa. Y le hago al Führer la siguiente promesa solemne: le ayudaré a acabar con el Imperio británico si él promete acabar con toda la población judía de Palestina. Todos los judíos, de todo el mundo, deben ser aniquilados.
Incluso Eichmann pareció algo aturdido por las palabras del Gran Muftí. Hagen, dedicado a tomar notas, se quedó boquiabierto ante la fría sencillez de la propuesta del Muftí. También Reichert parecía desconcertado. Sin embargo, lograron recomponerse lo suficiente para garantizar al Muftí que le harían llegar sus palabras exactas a sus superiores en Berlín. Intercambiaron cartas oficiales y Eichmann concluyó la reunión asegurándole a Haj Amin que, ahora que ya se conocían, no cabía duda de que volverían a encontrarse. Aunque no se llegó a ningún acuerdo de peso, tuve la sensación de que las palabras del Muftí habían dejado una poderosa impresión en los dos hombres del SD.
Terminada la reunión, cuando el Gran Muftí y su séquito se hubieron marchado de la suite de Eichmann en el National (y después de que el traductor al árabe bromeara acerca de lo muy convencidos que estaban los británicos de tener a Haj Amin acorralado en algún lugar sagrado de Jerusalén que, por supuesto, no osaban violar entrando a por él), los cuatro nos miramos, encendimos un cigarrillo y nos dirigimos gestos de incredulidad.