Me detuve.
– Si lo prefieres, puedo pegarte un tiro en la pierna y esperar que no te desangres en las tres o cuatro horas que tardarán en venir desde Linz. Elige.
Abrí la puerta del sótano y entré. Antes de la guerra me hubiera enfrentado a él, pero entonces yo estaba más ágil. Más ágil y más joven.
– Ahora siéntate y pon las manos sobre la cabeza.
Obedecí una vez más. Oí cómo la puerta se cerraba tras de mí y por un momento me quedé en la oscuridad más absoluta. Una llave dio vuelta a la cerradura y luego Jacobs encendió la luz desde fuera.
– Te diré algo para que pienses -dijo desde el otro lado de la puerta-: para cuando lleguen, nosotros ya estaremos de camino al aeropuerto. A medianoche, Gruen, Henkell y las señoras estarán de camino a Norteamérica. Y tú estarás con la cara pegada al fondo de una fosa en alguna parte.
No dije nada. No había nada que decir. Por lo menos, no a él. Sólo esperaba que los israelíes que vinieran de Linz hablaran buen alemán.
40
Oí las pisadas de Jacobs en el piso de arriba durante un rato, y después todo quedó en silencio. Me levanté y le di una patada a la puerta, lo que me sirvió para liberar algo de la rabia y la frustración que llevaba dentro, pero no para encontrar una vía de salida. La puerta del sótano era de roble, podría haberme pasado el día dándole patadas y no le habría hecho ni un rasguño. Miré alrededor en busca de herramientas de cualquier clase.
No había ventanas ni más puerta que aquélla. Había un radiador del tamaño de una anaconda enroscada y caliente como una bombilla. El suelo era de hormigón, y también las paredes. En un rincón había amontonados unos cuantos aparatos de cocina, lo que me hizo suponer que parte del laboratorio debió de ser antes la cocina de la casa. Había varios pares de esquís, botas y bastones; un viejo trineo; patines de hielo; una bicicleta sin neumáticos. Intenté utilizar uno de los esquís a modo de pica y llegué a la conclusión de que podría resultar un arma útil en el caso de que los israelíes vinieran armados sólo con la palabra del Señor. Si traían pistolas, la cosa se complicaba. Descarté la idea de utilizar la cuchilla de los patines por la misma razón.
Junto a todos estos cachivaches había también un botellero con algunas polvorientas botellas de Riesling. Rompí el cuello de una y bebí sin muchas ganas. No hay nada peor que el Riesling caliente. A estas alturas, incluso yo tenía calor. Me saqué el abrigo y la chaqueta, me fumé un cigarrillo y me fijé en una serie de embalajes de gran tamaño que había a lado y lado del radiador. Todos iban dirigidos a la atención del mayor Jacobs y llevaban una etiqueta que ponía: «Gobierno de EE. UU. Especímenes de laboratorio urgentes». En otraetiqueta se leía: «Máxima precaución. Manipular con cuidado. Almacenar en lugar cálido. Riesgo de enfermedad infecciosa. Contiene insectos vivos. Sólo debe ser abierto por entomólogo con experiencia».
Tuve serias dudas de que un par de escuadrones de mosquitos pudieran evitar mi muerte a manos de un escuadrón de israelíes, pero a pesar de ello abrí el embalaje de uno de los paquetes. Dentro había mucha paja y, entre la paja, un insectario portátil con los amiguitos de Henkell y Gruen. En un par de folios había un inventario con el contenido. Había sido redactado por alguien de la Co misión de Ciencias Médicas del Departamento de Defensa del Pentágono, en Washington DC. Ponía lo siguiente: «El insectario contiene huevos, larvas, pupas y especímenes adultos de anofeles y Culex, tanto machos como hembras. Los adultos y los huevos van en cajas. El insectario contiene asimismo tubos de succión para extraer los mosquitos de la caja y raciones de sangre para alimentar a los insectos hasta un máximo de treinta días».
El contenido de dos de los otros embalajes era similar. El cuarto contenía «microscopios de disección y compuestos, fórceps, portaobjetos, cubreobjetos, cuentagotas, placas de Petri, solución piretrina, pipetas, unidades de ensayo biológico, redes antiinsectos y cloroformo». Esto último me hizo pensar si podría cloroformizar a alguno de los israelíes, pero una vez más caí en la cuenta de que no es fácil atacar a alguien que te encañona con una pistola.
Transcurrieron un par de horas. Bebí un poco más de vino caliente y me tendí en el suelo. Parecía que no podía hacer nada más que dormir, y a este efecto el Riesling demostró ser tan eficaz como el cloroformo.
Unos pasos en el piso de arriba me despertaron al cabo de un rato. Me incorporé. Me sentía algo mareado, notanto por el vino como por la ansiedad por ver cuál sería mi suerte. A menos que consiguiera convencer a esos hombres de que yo no era Eric Gruen, no me cabía ninguna duda de que me asesinarían, exactamente como había dicho Jacobs.
Durante la media hora siguiente no pasó nada. Oí cómo arrastraban los muebles por el suelo y olí el humo de los cigarrillos. Incluso oí risas. Luego se oyeron unos pasos pesados que bajaban por la escalera, y a continuación el sonido de la llave en la cerradura. Me puse en pie y retrocedí hasta el fondo del sótano, intentando hacerme una idea de lo que esos tipos debían de estar sintiendo: la honda satisfacción de haber apresado a uno de los más aborrecibles criminales de guerra jamás habidos. Finalmente se abrió la puerta y vi frente a mí a dos hombres. En la cara llevaban dibujado un ligero gesto de disgusto y en las manos unas relucientes automáticas del 45. Su aspecto era amenazador, como el del boxeador que espera que el contrincante oponga resistencia para darle una buena somanta de palos.
Llevaban jerséis de cuello vuelto y pantalones de esquiar. Uno era más joven que el otro. Su pelo castaño parecía rígido, como si acabara de salir del barbero; llevaba algo en él, como aceite o crema, o quizá fuera almidón. Sus cejas parecían dedos de mono y los ojos, marrones, parecían más propios de un mastín, como de hecho el resto de la cara. Su compañero era más alto, más feo, con las orejas como las de una cría de elefante y la nariz como la tapa de un piano de cola. La chaqueta le quedaba como un Cristo con dos pistolas.
Me llevaron arriba como si llevara una bomba a punto de estallar y me metieron en el despacho. Habíanmovido la mesa de modo que ahora miraba hacia las puertas de cristal del laboratorio. Había un hombre tras ella y, delante, una silla. El hombre de la mesa me invitó muy cortésmente a que tomara asiento. Tenía acento americano. Cuando me hube sentado, se inclinó con el aire de un magistrado en pleno juicio y apretó los dedos como si se dispusiera a rezar una oración antes de interrogarme. Iba en mangas de camisa y arremangado, lo que le daba un aspecto duro. Aunque también podía deberse al calor de la sala. Seguía haciendo mucho calor. El pelo, abundante y canoso, le caía sobre los ojos, y era tan delgado como los excrementos de los peces de colores cuando no se les limpia el agua. Su nariz no era tan grande como la de los otros dos, lo que no quiere decir que no lo fuera. Aunque no era precisamente el tamaño lo que llamaba la atención de su nariz, sino el color. Estaba tan llena de capilares reventados que más bien parecía una orquídea o una seta venenosa. Cogió una pluma y se preparó para tomar nota en un cuaderno en blanco.
– ¿Cómo se llama?
– Bernhard Gunther.
– ¿Cuál era su nombre anterior?
– Mi nombre ha sido siempre Bernhard Gunther.
– ¿Estatura?
– Metro ochenta y siete.
– ¿Número de pie?
– Cuarenta y cuatro.
– ¿Talla de chaqueta?
– Cincuenta y cuatro.