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– ¿Cuál era su número de afiliado al NSDAP?

– Nunca fui miembro del Partido Nazi.

– ¿Cuál era su número en las SS?

– 85.437.

– ¿Fecha de nacimiento?

– Siete de julio de 1896.

– ¿Lugar de nacimiento?

– Berlín.

– ¿Qué nombre le pusieron al nacer?

– Bernhard Gunther.

Mi interrogador suspiró y soltó la pluma. Casi a desgana, abrió un cajón y sacó una carpeta. La abrió. Mealargó un pasaporte alemán a nombre de Eric Gruen. Lo abrí.

– ¿Es su pasaporte? -preguntó.

– Es mi retrato -contesté encogiéndome de hombros-. Pero nunca había visto este pasaporte antes.

Me alargó otro documento.

– Una copia de un expediente de las SS a nombre de Eric Gruen -dijo-. También aquí está su fotografía, ¿verdad?

– Es mi fotografía -admití-. Pero no es mi expediente de las SS.

– Solicitud de admisión en las SS, rellenada y firmada por Eric Gruen, con informe médico adjunto. Altura, un metro ochenta y ocho; pelo rubio; ojos azules; rasgos distintivos, al sujeto le falta el dedo meñique de la mano izquierda. -Me alargó el documento. Sin pensarlo, lo cogí con la mano izquierda-. Le falta a usted el dedo meñique de la mano izquierda. No pretenderá negar también esto.

– Es una historia muy larga -dije-. Pero no soy Eric Gruen.

– Más fotografías -dijo mi interrogador-. Una fotografía de usted dándose la mano con el mariscal del Reich Hermann Goring, tomada en agosto de 1936. Otra de usted con el Obergruppenführer Heydrich de las SS, tomada en el castillo de Wewelsburg, Paderborn, en noviembre de 1938.

– No se le habrá escapado que no llevo el uniforme -dije.

– Y otra fotografía de usted junto al Reichsführer Heinrich Himmler, tomada supuestamente en octubre de 1938. Tampoco él lleva uniforme. -Sonrió-. ¿De qué estaban hablando? ¿Eutanasia, tal vez? ¿Aktion T4?

– Le conocí, es verdad -dije-. Pero eso no significa que nos mandáramos felicitaciones por Pascua.

– Una fotografía de usted con el Gruppenführer Arthur Nebe de las SS. Tomada en Minsk, en 1941. Aquí sí lleva uniforme. ¿O no? Nebe capitaneaba un Grupo de Acción Especial que asesinó… ¿a cuántos judíos, Aaron?

– Noventa mil judíos, señor.

El acento de Aaron era más inglés que americano.

– Noventa mil. Exacto.

– No soy quien cree que soy.

– Hace tres días estaba usted en Viena, ¿no es así?

– Sí.

– Ya nos vamos entendiendo. Prueba número ocho. Declaración jurada de Tibor Medgyessy, ex mayordomo de la familia Gruen, en Viena. Al mostrarle su fotografía, la que figura en su expediente de las SS, lo identificó positivamente como Eric Gruen. Tenemos también el testimonio del recepcionista del hotel Erzherzog Rainer. Se alojó usted allí tras la muerte de su madre, Elisabeth. También lo identificó como Eric Gruen. Fue muy estúpido por su parte acudir al funeral, Gruen. Estúpido, pero comprensible.

– Verá -dije-, esto es una encerrona que me ha tendido el mayor Jacobs. El verdadero Eric Gruen abandonará el país esta noche a bordo de un avión que despegará de una base norteamericana. Trabajará para la CIA, Jacobs y el gobierno estadounidense para producir una vacuna contra la malaria.

– El mayor Jacobs es un hombre de una integridad libre de toda sospecha -dijo mi interrogador-. Un hombre que ha antepuesto los intereses del estado de Israel a los de su propio país, aun con riesgo para su persona. -Se reclinó en la silla y encendió un cigarrillo-. Vamos a ver, ¿por qué no admite ser quién es? Admita los crímenes que cometió en Majdanek y Dachau. Admita lo que hizo y todo será más fácil para usted, se lo prometo.

– Para usted, querrá decir. Me llamo Bernhard Gunther.

– ¿De dónde ha sacado este nombre?

– Es mi nombre -insistí.

– El verdadero Bernhard Gunther está muerto -dijo mi interrogador y me tendió otro documento-. Ésta esuna copia de su certificado de defunción. Fue asesinado por la Odes sa o alguna otra organización pro nazi en Munich, hace dos meses. Presuntamente para que usted usurpara su identidad. -Hizo una pausa-. Con este pasaporte tan bien falsificado.

Me tendió mi propio pasaporte, el que había dejado en Mönch antes de salir para Viena.

– No está falsificado -dije-. Es auténtico. Es el otro que es falso. -Suspiré y sacudí la cabeza-. ¿Importa algo de lo que pueda decir, si estoy muerto? Van a matar a la persona equivocada. Aunque seguro que no es la primera vez. Vera Messmann no era ninguna criminal de guerra, como dijo Jacobs. Además, yo puedo demostrar que soy quien digo ser. Hace doce años, en Palestina…

– Cabrón -gritó el tipo grande de las orejas de elefante-. Asesino hijo de puta.

Se abalanzó sobre mí y me golpeó con algo que llevaba en el puño. Me dio la impresión de que el más joven hubiera querido detenerlo, pero sin éxito. El grandullón no era de esos tipos que dejan que otro los retenga a no ser que sea con una ráfaga de ametralladora. El puñetazo me derribó de la silla. Me sentía como si cincuenta mil voltios me hubieran atravesado el cuerpo. Todo mi ser temblaba, a excepción de la cabeza, que parecía envuelta en una gruesa toalla empapada para que no pudiera oír ni ver nada. Mi voz sonaba amortiguada. Luego alguien me enrolló la cabeza con otra toalla y todo quedo en silencio y penumbra, todo había desaparecido, todo menos una alfombra mágica que me recogía y me llevaba volando hacia un lugar inexistente. Un lugar en el que Bernie Gunther -el verdadero Bernie Gunther- se sintió como en su casa.

41

Todo estaba blanco. Privado de visiones beatíficas, pero purificado del pecado, me encontré yaciendo en un lugar transitorio a la espera de algún modo de que alguien decidiera qué hacer conmigo. Esperaba que se decidieran pronto porque hacía frío. Frío y humedad. No había sonidos, pero debía ser así. La muerte es silenciosa. Aunque también debería ser más cálida. Curiosamente, uno de los lados de mi cara parecía estar mucho más frío que el otro y, por un terrible instante, pensé que la decisión ya había sido tomada y me encontraba en el infierno. Una nubecilla me ocupaba el pensamiento como si quisiera comunicarme algo; tuvo que pasar un rato para que me diera cuenta de que se trataba de mi propia respiración. Mi tormento terrenal no había terminado todavía. Levanté la cabeza despacio de la nieve y vi a un hombre cavando en la tierra, a pocos metros de mi cabeza. Extraña cosa cavar de aquella manera en un bosque en pleno invierno. Me pregunté por qué lo haría.

– ¿Por qué tengo que cavarlo yo? -protestó.

Parecía el único verdaderamente alemán de los tres.

– Porque tú lo has golpeado, Shlomo -dijo una voz-. Si no le hubieras pegado, podría haber cavado la fosa él mismo.

El que cavaba tiró la pala al suelo.

– Con esto debería bastar -dijo-. La tierra está helada. Pronto nevará lo suficiente para cubrirlo y aquí terminará todo para él hasta la primavera.

La cabeza empezó a dolerme terriblemente. Arrastré el brazo hasta la frente y dejé escapar un gruñido.

– Ya vuelve en sí -dijo la voz.

El que había estado cavando salió de la fosa y me jaló por los pies. Era el grande. El que me había golpeado. Shlomo. El judío alemán.

– Por el amor de Dios -dijo la voz-, no vuelvas a pegarle.

Aún débil, eché un vistazo alrededor. No había ni rastro del laboratorio de Gruen. Me hallaba en el límite de una arboleda en la ladera que quedaba encima de Mönch. Lo supe por el escudo de armas pintado en la pared de la casa. Me llevé la mano a la cabeza. Tenía un bulto del tamaño de una pelota de golf. Una que se hubiera pasado un centenar de metros del hoyo. Obra de Shlomo.

– Levantad al prisionero.

Era la voz de mi interrogador. Aquel frío no le hacía ningún bien a su nariz. Parecía el personaje de una canción que por entonces ponían en la radio a todas horas: Rudolph, the red nose reindeer.