– ¿Y qué hay de las fotografías? -dijo Aaron-. Usted estuvo en las SS y conoció a Heydrich y Himmler. Y a Nebe. ¿O lo niega?
– No, no lo niego. Pero no es lo que parece. Miren, es largo de explicar. Antes de la guerra yo era policía yNebe era el jefe de la brigada criminal. Yo era detective. Eso es todo.
– Déjame cinco minutos a solas con él, Zvi -dijo Shlomo-. Veremos si dice o no la verdad.
– ¿Al menos admite la posibilidad?
– ¿Por qué cree que el cuerpo que hay en el túnel debe de ser el de Friedrich Warzok? -preguntó Zvi.
– Conozco a un sacerdote que trabaja para la Com pañía. Él fue quien me dijo que Warzok había desaparecido en una casa franca cerca de Ebensee. Tenía que ir a Lisboa y desde allí embarcarse para Sudamérica. Igual que Eichmann. Creen que mataron a Warzok igual que mataron a Willy Hintze.
– Bien, eso es cierto -afirmó Zvi-. Por entonces yo trabajaba para la CIA. O la OSS, que es como la llamábamos. Y Aaron, que trabajaba para el servicio de Inteligencia del ejército británico. Efectivamente, matamos a Willy Hintze. Fue en un bosque cerca de Thalgau, unos meses después de Eichmann. O, en cualquier caso, del hombre que creíamos que era Eichmann. El hermano de Eichmann tenía por costumbre ir a un pequeño pueblo de las colinas de Ebensee, y también su esposa. Fuimos de noche y pusimos el lugar bajo vigilancia. En total había cuatro personas en un chalé del bosque a las afueras del pueblo. El hombre al que matamos encajaba con la descripción que teníamos de Eichmann.
– ¿Sabe lo que creo? -dije-. Creo que la familia de Eichmann intentaba ponerlos tras una pista falsa para que él pudiera escapar.
– Sí -dijo Zvi-. Eso parece.
Había cumplido. Estaba exhausto. Pedí un cigarrillo. Zvi me dio uno. Pedí más café. Aaron me sirvió una taza. Empezábamos a entendernos.
– ¿Qué hacemos, jefe? -preguntó Aaron.
Zvi soltó un bufido de irritación.
– Encerradlo mientras pienso.
– ¿Dónde? -preguntó Aaron mirando a Shlomo.
– En el cuarto de baño -dijo Shlomo-. No hay ventanas y la puerta tiene llave.
Sentí que el corazón me daba un brinco en el pecho. En el cuarto de baño era donde había escondido la pistola que Engelbertina me había entregado, la que quería que me quedara por si a Eric Gruen le daba pordispararse. Pero ¿seguiría allí?
Los dos judíos me condujeron al cuarto. Esperé hasta oír que sacaron la llave de la cerradura del otro lado de la puerta antes de abrir el armario y palpar tras el tanque del agua caliente. Al principio la pistola parecía eludirme, pero no tardé en tenerla en las manos.
El cargador de una Mauser no es mucho mayor que un mechero. Le di la vuelta a la pistola y, con los dedos helados y temblando de los nervios, extraje el cargador. Las balas de ocho milímetros son aproximadamente del mismo tamaño que el plumín de una estilográfica decente y no parecen mucho más peligrosas. Pero como decíamos en la KRI PO: la cuestión no es con qué pegas, sino dónde. Había siete balas en el cargador y una en la recámara. Esperaba no tener que usar ninguna, pero sabía que, si me veía obligado a hacerlo, contaría con el factor sorpresa de mi parte. Nadie se espera que un hombre desnudo, cubierto apenas con una manta, lleve una pistola. Volví a introducir el cargador, la amartillé y saqué el seguro. Lista para disparar. No había motivo para preocuparse por un disparo accidental. Aquellos hombres eran asesinos profesionales, y sabía que, en caso de tiroteo, tendría suerte si mataba aunque sea a uno. Bebí un poco de agua, hice mis necesidades y luego me escondí la pistola debajo del lugar donde mi otra mano sujetaba la manta en torno al cuello. Por lo menos no moriría como un perro. Había visto a suficientes hombres morir tirados en la cuneta como para saber que me pegaría un tiro antes de permitir que eso me sucediera. Transcurrió una media hora, durante la cual pensé mucho en Kirsten y en sus asesinos. Si lograba escapar de los israelíes, me decía, iría en su busca. Aunque para ello tuviera que seguirlos hasta Estados Unidos. No obstante, antes tendría que seguirlos hasta la base. ¿Qué base? Había bases estadounidenses por toda Alemania. Entonces recordé la carta que había visto en la guantera de Jacobs, la carta del Rochester Strong Memorial Hospital en la que se inventariaba el equipo médico enviado a Garmisch-Partenkirchen vía la base aérea de Rin-Meno. Parecía plausible, pues, que se dirigieran a ella. Eché unvistazo a mi reloj de pulsera. Ya casi eran las seis. El avión para Virginia partía a las doce de la noche. Por fin oí el ruido de la llave en la cerradura de la puerta del cuarto de baño. Aunque Zvi no me hubiera estado apuntando con su pistola, su cara presagiaba lo peor.
– De modo que no.
– Lo siento -dijo-. Pero su versión es poco verosímil. Aunque no fuera quien creemos que es, estuvo en las SS. Eso sí que lo ha admitido. Y además están las fotografías con Himmler y Heydrich, que son enemigos declarados de mi pueblo.
– En el lugar equivocado, en el momento equivocado -dije-. Supongo que es la historia de mi vida.
Se apartó de la puerta y con la pistola hizo un gesto hacia el corredor que conducía hasta la puerta.
– Vamos -dijo con voz grave-. Acabemos con esto.
Con la pistola bien sujeta bajo la manta, salí del cuarto y empecé a caminar delante de él. Aaron nos esperaba ante la puerta principal. Shlomo estaba fuera. Por el momento, Zvi era el único que tenía la pistola en la mano, lo que significaba que tendría que dispararle a él primero. Había oscurecido, pero Shlomo encendió la luz de fuera para poder ver lo que hacían. Subimos la cuesta hasta los árboles y la fosa que me esperaba. Ya había decidido en qué momento pasar a la acción.
– Supongo que ésta es su idea de la justicia poética -dije-. Esta ejecución humillante. -Mi voz denotaba valor, pero tenía un nudo en el estómago-. Para mí esto es ponerse a la altura de los Grupos de Acción Especial.
Esperaba que por lo menos uno de ellos, Aaron tal vez, se sintiera mal consigo mismo y apartara la vista. Primero dispararía a Zvi y luego a Shlomo. Shlomo era el único de los tres al que me apetecía matar. La cabeza me seguía doliendo una barbaridad. Me detuve junto al borde de la fosa y eché una mirada alrededor. Los tres estaban a menos de diez metros de mí, lo que los convertía en un blanco fácil. Llevaba tiempo sin matar a nadie, pero no iba a dudar. En caso necesario, los mataría a los tres.
42
Hacía un frío glacial. Un golpe de viento me cubrió la cabeza con la manta por un instante. Mi ropa estaba en el interior de la fosa, a mis pies, cubierta con algunos copos de nieve. Me alegré de que hubiera nieve, así vería la sangre si les daba. Soy buen tirador -por lo menos mejor con pistola que con rifle-, pero con una ocho milímetros al aire libre es fácil pensar que se ha errado el tiro. No sucede lo mismo con una 45. Si Zvi o Shlomo me pegaban un tiro, no tendrían que esperar a que me muriera desangrado para saber que me habían dado.
– ¿Puedo fumarme un último cigarrillo? -pregunté.
Hay que dejar que la gente tenga algo en que pensar antes de liquidarlos. Es lo que nos enseñaron en la academia de policía.
– ¿Un cigarrillo? -preguntó Zvi.
– ¿Estás loco? -protestó Shlomo-. ¿Con este tiempo?
Pero Zvi ya estaba echando mano de su paquete cuando solté la manta, me di la vuelta y disparé. El tiro atravesó la mejilla de Zvi, justo al lado de la oreja izquierda. Disparé de nuevo y el tiro le arrancó la punta de la nariz. La sangre salió a chorros salpicándole a Shlomo en el cuello y la camisa cual sanguinolento estornudo. Al mismo tiempo, el grandullón, bufando como un toro, se llevó la mano a la cartuchera de debajo de la axila. Le disparé en la garganta y se desplomó de espaldas sobre la nieve como si fuera un saco de patatas. Con una mano se apretaba la nuez y, gorgoteando como una cafetera, dio con la culata de la pistola, desenfundó y disparó involuntariamente, matando a Zvi en el acto. Le disparé un segundo tiro a Shlomo entre ceja y ceja y corrí hacia Aaron para propinarle una patada entre las piernas con mi pie congelado. A pesar del dolor, se agarró a mi pierna, por lo menos hasta que le hundí un ojo con la culata. Soltó un alarido de dolor y dejó libre mi pie. Resbalé y caí sobre la nieve. Aaron se tambaleó por unos instantes, luego tropezó con el cuerpo inmóvil de Shlomo y cayó a su lado. Me puse de rodillas, le apunté a la cabeza y le grité que ni se le ocurriera sacar la pistola. Aaron no me oyó, o quizá sí, en cualquier caso, sacó el Colt de la funda e intentó amartillarlo paradisparar, pero tenía los dedos fríos, tan fríos como los míos probablemente, sólo que yo ya tenía uno puesto en el gatillo. Tuve tiempo de sobra para apuntar y dispararle al joven judío en la pantorrilla. Aulló como un perro apaleado, soltó la pistola y se agarró la pierna retorciéndose de dolor. Pensé que ya había disparado cinco o seis veces, no lo sabía muy bien, así que tomé la de Zvi y arrojé la mía entre los árboles. Cogí también la de Aaron y la de Shlomo y las arrojé donde había arrojado la mía. Aaron estaba claramente fuera de combate, así que volví a la fosa, recogí mis ropas medio congeladas y empecé a vestirme.