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– No voy a matarte -dije jadeando mientras me vestía-. No voy a matarte porque quiero que me escuches. No me llamo ni me he llamado nunca Eric Gruen. En un futuro próximo, y si es humanamente posible, pienso matar a ese hombre. Me llamo Bernhard Gunther. Quiero que recuerdes mi nombre. Quiero que se lo des a quienquiera que sea el fanático que está al cargo de la Ha ganah. Quiero que recuerdes que fue Bernhard Gunther quien te dijo que Adolf Eichmann sigue vivo. Y que estás en deuda conmigo. La próxima vez que busquéis a Eichmann tendrá que ser en Argentina, porque allí es donde vamos los dos. Él por razones obvias, y yo porque Eric Gruen, el verdadero Eric Gruen, me ha tendido una encerrona. Él y vuestro amigo Jacobs. Ahora ya no puedo arriesgarme a quedarme en Alemania, no después de esto. ¿Me has oído?

Se mordió los labios y asintió con la cabeza.

Terminé de vestirme. Le desabroché la cartuchera a Shlomo y enfundé el Colt. Registré los bolsillos del grandullón y cogí dinero, cigarrillos y un mechero.

– ¿Dónde están las llaves del coche? -pregunté.

Aaron se metió la mano en el bolsillo y me las lanzó, cubiertas de sangre.

– Está aparcado al final de la calle -dijo.

– Voy a llevarme el coche y la pistola de tu jefe, así que no intentes seguirme, soy bastante bueno con esto.La próxima vez puede que remate el trabajo.

Encendí dos cigarrillos, le puse uno en la boca y el otro me lo quedé. Eché a andar colina abajo hacia la casa.

– Gunther -dijo. Me di la vuelta. Estaba sentado y tenía el rostro muy pálido-. No sé si sirve ya de algo – dijo-, pero yo te creo.

– Gracias.

Me quedé inmóvil un momento. La pierna le sangraba más de lo que había previsto. Si se quedaba ahí, se desangraría o moriría congelado.

– ¿Puedes caminar?

– Creo que no.

Lo puse en pie y le ayudé a bajar hasta la casa. Ahí encontré unas sábanas y le hice un torniquete en la pierna.

– Siento lo de tus amigos -dije-. No quería matarlos, pero no tenía alternativa. Me temo que eran ellos o yo.

– Zvi era un buen tipo -dijo-. Pero Shlomo estaba mal de la cabeza. Fue él quien estranguló a las dos mujeres. Estaba dispuesto a matar hasta el último nazi sobre la tierra.

– No puedo culparlo -dije mientras terminaba el vendaje-. Todavía quedan demasiados nazis libres como pájaros. Pero yo no soy uno de ellos, ¿vale? Gruen y Henkell asesinaron a mi mujer.

– ¿Quién es Henkell?

– Otro médico nazi, pero es demasiado largo de explicar. Tengo que ir a por ellos. Ya lo ves, Aaron, voy a hacer vuestro trabajo, si puedo. Tal vez sea demasiado tarde. Lo más probable es que sea yo el que acabe muerto, pero debo intentarlo, porque eso es lo que hay que hacer cuando alguien mata a tu mujer a sangre fría. Aunque ya no quedara nada entre nosotros, seguía siendo mi mujer y eso significa algo, ¿no?

Me limpié la cara con un pedazo de sábana y me dirigí hacia la puerta. Me detuve para comprobar el teléfono. No había línea.

– El teléfono no funciona -dije-. Procuraré mandarte una ambulancia en cuanto pueda, ¿de acuerdo?

– Gracias -dijo-. Y buena suerte, Gunther. Espero que los encuentres.

Salí, atravesé la calle y encontré el coche. En el asiento trasero había un grueso abrigo de piel. Me lo puse y me senté en el asiento del piloto. El coche era un Mercury negro y el depósito estaba casi lleno. Era un vehículobueno y rápido, con un motor de cinco litros y una velocidad punta de casi cien kilómetros por hora. Más o menos la velocidad a la que tendría que ir si quería llegar a Rin-Meno antes de medianoche.

Retrocedí hasta el laboratorio, en Garmisch. Jacobs había vaciado los archivadores, pero no eran los archivos lo que me interesaba. Bajé al sótano para recoger un par de paquetes y documentos que me permitirían -o ésa era mi esperanza- entrar en la base estadounidense. Como plan no era brillante, pero recordé que Timmermann, el repartidor de Stars and Stripes que me había llevado de Viena al monasterio de Kempten, me había dicho que la vigilancia en las bases era prácticamente nula. Ésa era mi baza. Eso y un par de paquetes urgentes para el mayor Jacobs.

Después de pedir por teléfono una ambulancia para Aaron, conduje hacia el oeste y hacia el norte en dirección a Francfort. No sabía gran cosa acerca de la ciudad, excepto que estaba a quinientos kilómetros y llena de americanos. Por lo visto, a los americanos les gustaba más Fráncfort que Garmisch. Y viceversa. ¿Quién podía culparles? Los americanos habían traído empleo y dinero, y la ciudad -hasta entonces modesta- era ahora una de las más prósperas de la Re pública Federal. La base aérea de Rin-Meno, unos pocos kilómetros al sur de la ciudad, era para los estadounidenses la principal terminal de transporte aéreo de Europa. Fue gracias a Rin-Meno que Berlín pudo abastecerse durante el famoso bloqueo de junio de 1948 a septiembre de 1949. De no ser por el puente aéreo, Berlín se hubiera convertido en una más de la ciudades de la zona rusa. Dada la importancia estratégica de Rin-Meno, todas las carreteras desde y hacia Fráncfort habían sido reparadas apenas terminada la guerra y eran las mejores de Alemania. Avancé a buen ritmo hasta Stuttgart, entonces bajó la bruma, un verdadero océano de niebla. Me puse a jurar a voz en cuello como si fuera una sirena de barco, hasta que recordé que los aviones no pueden volar con la niebla. Por poco no me pongo a gritar de puro entusiasmo.Con la niebla aún tenía alguna oportunidad de llegar a tiempo. Pero ¿qué haría cuando llegara? Tenía la 45 automática, cierto, pero mi sed de gatillo había menguado ligeramente tras lo ocurrido en Mönch. Además, disparar a cuatro, tal vez cinco personas a sangre fría tampoco era el colmo de las tentaciones. Antes de llegar a la base justo pasada medianoche, ya había llegado a la conclusión de que no sería capaz de disparar a las dos mujeres. En cuanto a los demás, todo sería más sencillo si ofrecían resistencia. Intenté quitarme todas esas ideas de la cabeza en cuanto llegué al acceso principal del aeropuerto. Apagué el motor, cogí la documentación, me apreté la corbata y me acerqué al puesto de guardia. Era de esperar que mi inglés estuviera a la altura del embuste que había tramado durante el curso de las seis horas de viaje.

El vigilante parecía estar demasiado caliente y bien alimentado para permanecer alerta. Llevaba una gabardina verde, boina, bufanda y gruesos guantes de lana verde. Era rubio, de ojos azules y debía de medir un metro ochenta. En la placa del abrigo ponía: «Schwarz», y por un momento pensé que se había equivocado de ejército. Parecía más alemán que yo. Sin embargo, hablaba el alemán tan bien como yo el inglés.