– Traigo unos paquetes urgentes para el mayor Jonathan Jacobs -dije-. Tenía un vuelo para Estados Unidos programado para esta medianoche, para la base de las Fuerzas Aéreas de Langley, en Virginia. El mayor está destacado en Garmisch-Partenkirchen y los paquetes han llegado cuando él ya había partido para coger el avión.
– ¿Viene conduciendo desde Garmisch? -El vigilante parecía sorprendido. Se quedó escrutando mi cara. Me acordé del golpe que me había propinado Shlomo-. ¿Con esta niebla?
– Así es -asentí-. Me he salido de la carretera hace un rato, de ahí el golpe en la cabeza. Por suerte, no ha habido daños mayores.
– Menudo paseo.
– Y que lo diga -dije en tono modesto-. Écheles un vistazo a estos papeles y a los paquetes. Es urgente deveras. Son productos médicos. Le prometí al mayor que, si llegaban después de marcharse, por lo menos intentaría asegurarme de que los recibiera antes de despegar. -Sonreí nerviosamente-. ¿Podría usted comprobar si el vuelo ya ha salido?
– No hace falta. Esta noche no hay vuelos -dijo Schwarz-. Hasta los pájaros se han quedado en tierra. Es por la maldita niebla, lleva así desde esta tarde. Está de suerte, tiene tiempo de sobra para encontrar al mayor. No habrá vuelos hasta mañana. -Se puso a comprobar unos papeles y añadió-: Parece que hay cuatro supernumerarios en el avión para Langley.
– ¿Supernumerarios?
– Pasajeros civiles.
– El doctor Braun y su esposa y el doctor Hoffmann con la suya -dije-. ¿Correcto?
– Correcto -dijo el vigilante-. El mayor Jacobs ha llegado con ellos hará unas cinco o seis horas.
– Si su vuelo no va a salir, ¿dónde pueden estar? -pregunté.
Schwarz señaló la pista.
– Desde aquí lo tapa la niebla, pero si conduce en esa dirección y gira a la izquierda llegará hasta un edificio de cinco plantas, la terminal. En una de las paredes pone: «Rhein-Main». Detrás hay un hotelito adosado al cuartel de la Fu erza Aérea. Lo más probable es que el mayor esté ahí. Cada dos por tres ocurre lo mismo con el vuelo de medianoche para Langley, siempre por culpa de la niebla. Creo que esta noche la pasarán aquí, acurrucados y calentitos para que no les piquen los mosquitos.
– Acurrucados y calentitos… -repetí, divertido por la afición de los anglófonos a la rima fácil. Entonces, de repente, me asaltó una macabra idea-. Bueno, entonces mejor no los molesto, ¿no? Podrían estar durmiendo. ¿Sería tan amable de indicarme dónde está el muelle de carga? Dejaré los paquetes ahí.
– Al lado del cuartel, no tiene pérdida. Las luces están encendidas.
– Gracias -dije, volviendo al coche-. Ah, por cierto. Yo soy berlinés, gracias por lo que hicieron ahí durante el bloqueo. La verdad es que, en parte, si me he molestado en venir hasta aquí esta noche es por lo deBerlín.
Schwarz sonrió.
– No hay de qué -dijo.
Subí al coche y entré en la base con la esperanza de que ese atisbo sentimentaloide acabara con cualquier sospecha que el yanqui todavía pudiera albergar sobre mí. Ese truco me lo enseñaron en el servicio de Inteligencia durante la guerra: a la hora de engañar, lo importante no es la mentira, sino las verdades que se dicen para sustentarla. Y lo que había dicho sobre Berlín era la verdad.
La terminal del aeropuerto de Rin-Meno era blanca y del estilo Bauhaus que tanto detestaban los nazis, lo que posiblemente fuera lo único que podía decirse a favor del edificio. Yo sólo veía ventanas enormes, paredes desnudas y aire caliente. Al mirarlo pensé que a Walter Gropius le hubiera gustado instalar un apartamento en el piso superior y que le hubiera hecho pintar a Paul Klee las paredes del cuarto de baño. Dejé el coche y mi filisteismo cultural en el aparcamiento y saqué los paquetes del maletero. Entonces lo vi. El Buick Roadmaster de Jacobs, con sus neumáticos blancos, estaba aparcado a pocos metros de donde yo había dejado el Mercury. Estaba en el sitio correcto. Me puse los paquetes bajo el brazo y fui hacia la terminal. Detrás de mí, medio borrosos por la niebla, había varios aviones C-47 y un Lockheed Constellation. Todos parecían estar acostados para pasar la noche.
Entré por una puerta lateral y me encontré con una zona de carga del tamaño de una fábrica. Una cinta transportadora cubría los cincuenta o sesenta metros que tenía de largo y había varias puertas de acordeón que daban a la pista. Había varios toros de carga aparcados y por todas partes se veían decenas de carros portaequipajes y contenedores de carga con petates, maletas, mochilas militares, talegos, zapateros, paquetes y embalajes, como si el trabajo hubiera quedado interrumpido a medio hacer. Había envíos para varios lugares de Estados Unidos, desde la base de las Fuerzas Aéreas de Bolling, Washington, a Vandenberg, California. En alguna parte sonaba una radio. Junto a la puerta de un pequeño despacho había un soldado estadounidense con bigote a lo Clark Gable, peto grasiento y un ridículo gorrito de lana con boria fumando un cigarrillo. Estaba sentado sobre una caja en la que se leía «Frágil» y parecía cansado y aburrido.
– ¿Puedo ayudarle? -preguntó.
– Traigo unos paquetes de última hora para el vuelo de Langley -dije.
– Sólo estoy yo, a esta hora no hay nadie más. Ese vuelo no sale hasta mañana por la mañana. La niebla… Joder, no me extraña que no ganarais la guerra, vaya una leche para despegar y aterrizar en este país…
– Buena explicación, pero dicho así parece que el hijo de puta de Göring no tuvo parte en ello -dije a modo de halago-. Como si todo hubiera sido mérito del tiempo.
– Bien dicho -dijo, y señalando los paquetes que llevaba bajo el brazo añadió-: ¿Son ésos?
– Sí.
– ¿Algún certificado?
Le enseñé los documentos que había cogido en Garmisch y repetí la explicación que le había dado al vigilante de la entrada. Los observó un instante, garabateó una firma y a continuación señaló con el pulgar detrás de su hombro.
– A unos cincuenta metros hay un contenedor en el que pone «Langley» escrito con tiza. Déjalo ahí. Lo cargaremos mañana por la mañana.
Dicho esto entró en el despacho y cerró la puerta tras de sí.
Tardé apenas cinco minutos en encontrar el muelle de carga de Langley, pero algo más en dar con los equipajes que andaba buscando. Junto a uno de los contenedores había dos baúles de Vuitton en posición vertical, como dos rascacielos neoyorquinos. Estaban oportunamente etiquetados: «Doctor y frau Doctor Braun» y «Dr. y frau Hoffmann». Los candados eran baratos y cualquiera con un buen cortaplumas hubiera sido capaz de abrirlos. Como yo llevaba un buen cortaplumas, en un par de minutos había abierto los dos baúles. Muchos de los mejores ladrones del mundo son ex policías. De todos modos, ésa era la parte fácil.
Abiertos, los baúles parecían muebles más que equipajes. En una mitad había una barra con colgadores y una cortina de seda; en la otra, cuatro cajones. Había sido el vigilante quien me había dado la idea, diciendo aquellode los mosquitos.
Abrí uno de los paquetes y saqué el insectario del nido de paja. A continuación saqué las jaulas con los mosquitos, que a su vez parecían baúles de madera en miniatura. Se oía cómo en el interior los mosquitos zumbaban y silbaban irritados, como si se quejaran por llevar tanto tiempo encerrados. Aunque los adultos no sobrevivieran al viaje, no tenía ninguna duda, por lo que el propio Henkell me había dicho, de que los huevos y las larvas sí lo harían. No había tiempo para utilizar los tubos de succión. Introduje una jaula en uno de los cajones y partí la fina red protectora con el cortaplumas antes de apartar rápidamente la mano y cerrar el cajón primero y el baúl después. Hice lo mismo con el segundo insectario y el segundo baúl. Ninguno me picó. Ellos no tendrían tanta suerte. Me pregunté si unas docenas de picaduras serían el incentivo que Henkell y Gruen necesitaban para dar de una vez con su vacuna contra la malaria. Por el bien de todos, era de esperar que sí.