Volví al coche y, al ver de nuevo el Buick de color verde, pensé que sería una verdadera pena dejar escapar a Jacobs. Llevado por el hábito, comprobé la puerta que, como la otra vez, estaba abierta. La ocasión era demasiado tentadora para dejarla pasar. Saqué uno de los insectarios del segundo paquete y lo coloqué en el suelo, debajo del asiento del conductor. Como con los otros, rompí la protección y cerré de golpe la puerta del coche.
No era exactamente la venganza que había imaginado. Para empezar, yo no iba a estar allí para verlo. Sin embargo, se trataba de la clase de justicia que Aristóteles, Horacio, Plutarco y Quintiliano habrían aprobado. A su manera, quizás incluso la habrían celebrado. Las pequeñas cosas tienen algo de lo que las grandes carecen. Con eso me daba por satisfecho.
Regresé en coche al monasterio, donde a Carlos Hausner le esperaban una bolsa llena de dinero y, más tarde, un pasaporte nuevo y un pasaje para Sudamérica.
Epílogo
Pasé varios meses en el monasterio de Kempten. Se unió a nosotros otro fugitivo de la justicia aliada y, a finales de la primavera de 1950, los cuatro cruzamos la frontera de Austria y desde allí alcanzamos Italia. El cuarto hombre desapareció en extrañas circunstancias y no volvimos a verlo. Quizá cambió de idea respecto a lo de ir a Argentina. O quizá cayó en manos de otro escuadrón de la muerte del Nakam.
Nos quedamos en una casa franca en Génova, donde conocimos a otro religioso católico, el padre Eduardo Dömöter. Creo que era franciscano. Fue Dömöter quien nos entregó los pasaportes de la Cruz Ro ja. Pasaportes de refugiado los llamaban. Una vez los tuvimos, hicimos la solicitud de inmigración a Argentina. El presidente de Argentina, Juan Perón, admirador y simpatizante de Hitler, había puesto en marcha en Italia una organización conocida como DAIE, la De legación Argentina de Inmigración en Europa. La DA IE gozaba de consideración cuasidiplomática y disponía de oficinas en Roma, donde se tramitaban las solicitudes, y Génova, donde a los futuros inmigrantes se les hacía una revisión médica. Todo esto, no obstante, era poco más que una formalidad. La DA IE estaba dirigida por monseñor Karlo Petranovic, un sacerdote católico croata y también él criminal de guerra buscado por la justicia; estaba protegido por el obispo Alois Hudal, director espiritual de la comunidad católica alemana de Italia. Otros dos sacerdotes católicos también tuvieron parte en nuestra huida. Uno fue el arzobispo de Génova en persona, Giuseppe Siri, y el otro monseñor Karl Bayer. Con todo, fue con el padre Dömöter con quien más contacto tuvimos en la casa franca. Dömöter era húngaro y oficiaba en la parroquia deSant Antonio, no muy lejos de las oficinas de la DA IE.
A menudo me he preguntado por qué razón tantos sacerdotes católicos simpatizaban con los nazis. Se lo pregunté también al padre Dömöter, quien me dijo que el propio Papa estaba al corriente de la ayuda que se les prestaba a los criminales de guerra nazis para escapar. Es más, decía el padre Dömöter, el propio Papa la promovía.
– Ninguno de nosotros ayudaría si no fuera por el Santo Padre -me dijo-. Pero hay un punto importante que hay que tener en cuenta: ni el Papa odia a los judíos ni ama a los nazis. De hecho, fueron muchos los sacerdotes católicos que sufrieron persecución a manos de los nazis. Todo es política. El Vaticano comparte con Estados Unidos el miedo y el aborrecimiento del comunismo. He aquí la razón.
Y con esto lo justificaba.
Todas las solicitudes de entrada en el país despachadas por la DA IE debían ser aprobadas por la Ofi cina de Inmigración de Buenos Aires, lo que significa que tuvimos que pasar en Génova casi seis semanas, durante las cuales llegué a conocer bastante bien la ciudad. Me gustó mucho, sobre todo la parte antigua y el puerto. Eichmann no se atrevía a salir de la casa por miedo a que alguien lo reconociera, pero Pedro Geller me acompañaba habitualmente y juntos exploramos las infinitas iglesias y los museos de la ciudad.
Geller se llamaba en realidad Herbert Kuhlmann y había sido Sturmbannführer de la 12.a Joven División Panzer Hitler de las SS. Eso explicaba su edad, aunque no la necesidad de huir de Alemania. No fue hasta losúltimos días que pasamos en Génova que se decidió a hablar de su pasado.
– Mi regimiento estaba en Caen -dijo-. Allí los combates eran brutales, te lo digo yo. Teníamos orden de no hacer prisioneros, entre otras cosas porque no teníamos sitio para encerrarlos. Ejecutamos a treinta y seis canadienses, aunque en honor a la verdad debo decir que ellos hubieran hecho lo mismo con nosotros si se hubieran vuelto las tornas. En fin, el caso es que el Brigadeführer está cumpliendo cadena perpetua por lo ocurrido con los canadienses, aunque en un principio los Aliados lo condenaron a muerte. Un abogado de Munich me advirtió de que yo correría su misma suerte si me juzgaban.
– ¿Erich Kaufmann? -pregunté.
– Sí. ¿Cómo lo sabes?
– Da igual.
– Dice que las cosas mejorarán -comentó Kuhlmann-, pero dentro de un par de años. Tal vez incluso cinco. Pero no estoy dispuesto a correr ese riesgo. Tengo sólo veinticinco años. Mayer, mi Brigadeführer, lleva entre rejas desde diciembre de 1945. Cinco años. No pienso pasarme cinco años encerrado, y mucho menos el resto de mi vida. Por eso me marcho a Argentina. Por lo visto, hay muchas oportunidades para hacer negocios en Buenos Aires. ¿Quién sabe? Quizá tú y yo podríamos ser socios.
– Sí -dije yo-. Quién sabe.
Al oír de nuevo el nombre de Erich Kaufmann casi me alegré de abandonar la Re pública Federal Alemana. Me gustara o no, yo representaba la vieja Alemania tanto como Göring, Heydrich, Himmler y Eichmann. No hay lugar para alguien que se gana la vida haciendo preguntas incómodas. No en Alemania, donde las respuestas son a menudo mayores que las preguntas. A medida que leía cosas sobre la nueva República, me entraban más ganasde emprender una nueva vida en un clima más cálido.
El 14 de junio de 1950, con las solicitudes ya aprobadas, Eichmann, Kuhlmann y yo nos personamos en el consulado argentino, donde nos pusieron el sello de visado permanente en el pasaporte y nos entregaron los certificados que tendríamos que presentar a la policía de Buenos Aires a fin de obtener un documento de identidad válido. Tres días después, embarcamos en el Giovanna, el barco con destino a Buenos Aires.
Para entonces Kuhlmann conocía ya toda mi historia, pero no la de Eichmann. Llevábamos varios días de travesía cuando Eichmann se decidió por fin a reconocerme y a informar a Kuhlmann sobre su verdadera identidad. Kuhlmann se quedó horrorizado y nunca más volvió a dirigirle la palabra, al que se refería como «ese cerdo».
Por mi parte, no me molesté en juzgar a Eichmann. No tenía ningún derecho. Pese a haber eludido la justicia, su presencia en el barco transmitía tristeza y desamparo. Sabía que nunca más volvería a ver Alemania ni Austria. No hablamos mucho. Parecía replegado en sí mismo. Supongo que se sentía avergonzado. Prefiero pensar eso.
El día que dejamos atrás el Mediterráneo para pasar al Atlántico, él y yo estábamos juntos en la popa del barco, viendo cómo Europa desaparecía en el horizonte. Ninguno de los dos dijo nada en un buen rato. Finalmente, dejando escapar un suspiro dijo:
– El arrepentimiento no sirve de nada. No tiene sentido arrepentirse de las cosas. Sólo los niños pequeños se arrepienten.
Algo similar es lo que yo siento.
Nota del autor
Los escuadrones del Nakam, o Venganza, existieron. Una vez terminada la guerra, un grupúsculo de judíos europeos, muchos de ellos supervivientes de los campos de exterminio, formaron la Bri gada Israeli; otros actuaban desde dentro de los ejércitos estadounidense y británico. Su propósito último era vengar la muerte de los seis millones de judíos. Asesinaron a dos mil criminales de guerra nazis y planearon y ejecutaron varios actos de represalia a gran escala, entre los cuales se contaba el plan de envenenar los suministros de agua de Berlín, Núremberg, Múnich y Fráncfort con el objeto de matar a varios millones de alemanes, plan que por fortuna jamás se llevó a cabo. Lo que sí lograron fue envenenar el pan de treinta y seis mil prisioneros de guerra alemanes de las SS internados en un campo cerca de Núremberg, si bien la acción no obtuvo el éxito esperado: fueron envenenadas dos mil hogazas; cuatro mil hombres se vieron afectados y diez de ellos murieron.