– Jamás había oído semejante locura -dije, mientras caminaba hasta la ventana y veía a Haj Amin y a sus hombres en la calle, entrando en un furgón de aspecto corriente con los paneles laterales reforzados-. Una absoluta locura. El tipo está como una chota.
– Sí -convino Hagen-. Y aun así, su locura tiene un punto de fría lógica, ¿no crees?
– ¿Lógica? -repetí, con cierta incredulidad-. ¿A qué llamas tú «lógica»?
– Estoy de acuerdo con Gunther -intervino Reichert-. A mí también me ha parecido una absoluta locura. Como salido de la Pri mera Cruzada. Es decir, no me malinterpretéis, no me gustan los judíos, pero, en serio, no te puedes cargar a toda una raza.
– Stalin se cargó a toda una clase en Rusia -repuso Hagen-. A dos o tres, si te paras a pensar. Podría haberle dado por los judíos con la misma facilidad que le dio por los campesinos, los kulaks y la burguesía, yhaberlos liquidado. Lleva los últimos cinco años dejando que los ucranianos se mueran de hambre. Nada hace pensar que no vaya a comportarse de igual modo con los judíos y a matarlos de hambre. Pero claro, esa táctica presenta enormes problemas a nivel práctico. De todas formas, sigo manteniendo la misma opinión. Debemos intentar mandarlos a Palestina. Lo que suceda con ellos una vez aquí no es problema nuestro. -Hagen se acercó a la ventana y encendió un cigarrillo-. Aunque creo que debería evitarse a toda costa el establecimiento de un Estado judío independiente en Palestina. Me he dado cuenta de ello desde que estamos aquí. Un Estado de ese tipo podría ejercer presión diplomática sobre el gobierno alemán. Podría sobornar a Estados Unidos para que entrara en guerra con Alemania. Y esa posibilidad debe ser combatida.
– Pero supongo que no has cambiado de opinión sobre el sionismo de facto -dijo Eichmann-. Es decir, está claro que vamos a tener que mandar a esos cabrones a alguna parte. Mandarlos a Madagascar no tiene ningún sentido, jamás irían allí. No, las opciones son ésta o la otra… La que ha propuesto Haj Amin. Y no creo que nadie en el SD esté de acuerdo con esa solución. Es demasiado rocambolesca, parece algo ideado por Fritz Lang.
Reichert alcanzó la carta del Muftí. En el sobre había escritas dos palabras: Adolf Hitler.
– ¿Creéis que la carta menciona algo de lo que nos ha dicho? -preguntó.
– No me cabe ninguna duda -respondí-. La pregunta es: ¿qué vais a hacer con ella?
– No tenemos más opciones que hacérsela llegar a nuestros superiores. -Hagen parecía escandalizado por la posibilidad de no entregar la carta del Muftí, más escandalizado por mi insinuación que por las palabras del Gran Muftí-. Hay que hacerlo. Se trata de correspondencia diplomática.
– A mí no me ha sonado muy diplomático que digamos -añadí.
– Tal vez no, pero aun así la carta debe llegar a Berlín. Forma parte de lo que vinimos a hacer aquí, Gunther. Necesitamos algo que mostrar de nuestra misión, sobre todo ahora que sabemos que la Ges tapo nos vigila. Hacer chanchullos con los gastos es una cosa, pero venir hasta aquí para hacer el ganso es otra muy distinta. El general Heydrich nos tomaría por un par de inútiles. Están en juego nuestras carreras en el SD.
– No había pensado en eso -dijo Eichmann, que tenía una noción de carrera similar a la de Hagen.
– Heydrich será un cabrón -dije-, pero es un cabrón muy listo. Demasiado listo para leer esa carta y no darse cuenta de que el Muftí está zumbado.
– Quizá -repuso Eichmann-. Quizá sí. Por suerte la carta no va dirigida a Heydrich. Por suerte la carta va dirigida al Führer. Él sabrá cómo responder a lo que…
– De un loco a otro loco. ¿Es eso lo que insinúas, Eichmann?
Eichmann por poco se atraganta.
– Ni por asomo -barbotó-. No me atrevería jamás a… -Se puso colorado como la grana y miró a Hagen y a Reichert con preocupación-. Tenéis que creerme. No quería decir eso de ninguna de las maneras. Siento una profunda admiración por el Führer.
– Por supuesto, Eichmann -dije.
Entonces Eichmann clavó en mí su mirada.
– ¿No le contarás a Flesch nada de todo esto, verdad Gunther? Por favor, dime que no se lo contarás a la Ges tapo.
– Ni se me pasaría por la cabeza. Escucha, olvídalo. ¿Qué vais a hacer con Fievel Polkes? ¿Y con la Ha ganah?
Eliahu Golomb se reunió con Polkes en El Cairo para encontrarse con Eichmann y Hagen. Logró pasar justo antes de que los británicos cerraran la frontera después de que árabes y judíos pusieran varias bombas en Palestina. Antes de la reunión, fui a ver a Golomb y a Polkes a su hotel y les conté todo lo que se había dicho en el encuentro con Haj Amin. Golomb pasó un buen rato invocando castigos divinos para el Muftí y después me pidió consejo sobre cómo abordar a Eichmann y a Hagen.
– Creo que deberían hacerles creer que, en una guerra civil con los árabes, la Ha ganah saldría vencedora – dije-. Los alemanes admiran la fortaleza. Les gustan los ganadores. Son los británicos los que sienten debilidad por los desvalidos.
– Venceremos -dijo Golomb.
– Ellos no lo saben -repuse-. Creo que sería un error pedirles ayuda militar, pues lo interpretarían como un signo de debilidad. Deben convencerlos de que, ante cualquier eventualidad, están mucho mejor provistos de armas de lo que en realidad están. Díganles que tienen artillería. Díganles que tienen tanques. Díganles que tienen aviones. No sabrán si es cierto.
– ¿En qué nos ayudaría eso?
– Si creen que ustedes van a vencer, pensarán que dar apoyo al sionismo es la política más adecuada. Si los ven perdedores, entonces no hay forma de saber adonde mandarán a los judíos de Alemania. Les he oídomencionar Madagascar.
– ¿Madagascar? -preguntó Golomb-. Eso es ridículo.
– Mire, lo único que importa es que los convenzan de que puede existir un Estado judío sin que eso suponga ninguna amenaza para Alemania. ¿No querrán que regresen a Alemania convencidos de que el Gran Muftí tiene razón, verdad? ¿Que vuelvan creyendo que todos los judíos de Palestina deben ser aniquilados?
Cuando por fin tuvo lugar, la reunión fue bastante bien. A mis oídos, Golomb y Polkes sonaban como un par de fanáticos, pero como ya habían señalado con anterioridad, no parecían fanáticos religiosos que hubieran perdido la razón. Después de haber escuchado al Gran Muftí, cualquiera parecía sensato.
Unos días más tarde partimos de Alejandría en un barco de vapor italiano de nombre Palestrina rumbo a Brindisi, con parada en Rodas y el Pireo. Una vez en Brindisi, tomamos un tren y llegamos a Berlín el 26 de octubre.
Llevaba nueve meses sin ver a Eichmann cuando, mientras me encontraba en Viena trabajando en un caso, topé con él en Prinz-Eugen-Strasse, en el distrito 11, al sur de lo que más tarde se convertiría en Stalin Platz. Él salía del Rothschild Palais, el cual (tras la invasión de Austria en marzo de 1938 por la Weh rmacht) había sido arrebatado a la familia judía a la que debía su nombre y se había convertido en los cuarteles del SD en Austria. Eichmann había dejado de ser un suboficial de bajo rango para convertirse en alférez, en un Untersturmführer. Caminaba con brío. Los judíos comenzaban a huir del país. Por primera vez en su vida, Eichmann había conseguido un puesto de poder. Fuera lo que fuese lo que les hubiera dicho a sus superiores a su vuelta de Egipto, no cabía duda de que había resultado.
Nos detuvimos a charlar un par de minutos y después se metió en el asiento trasero de un vehículo oficial. Recuerdo que pensé: «Ahí va el tipo con más pinta de judío que haya vestido jamás un uniforme de las SS».
Hay otra cosa que siempre recordaré de él. Algo que me dijo en el barco que tomamos en Alejandría, aprovechando un momento en que no estaba mareado. Algo de lo que Eichmann se enorgullecía. De pequeño, cuando vivía en Linz, había ido a la misma escuela que Adolf Hitler. Tal vez eso explicara en lo que llegaría a convertirse. No lo sé.