Rodolfo Enrique Fogwill
Urbana
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Alguien dijo que si hubiera un fondo secreto y común al alma de todo periodista bastaría asomarse a él para dar con un libro hecho de sueños.
Podrá ser un proyecto en vías de composición, o una obra concluida que empieza a descomponerse a causa de una corrección vacilante y miedosa.
O quizás ya fue multiplicada y en algún despacho se apilan carpetones y fotocopias aguardando el desenlace de un concurso que arrancar del anonimato al librito y a su abnegado compilador.
Sucede a veces que uno muere y al inventariar sus pertenencias en busca de esas cosas de las que se dice que "por ahora conviene no tirar", aparece un objeto de tapas de cuero con el lomo sobrepujado en media caña e impreso en relieve dorado que hasta por su emplazamiento entre los mejores tomos de la biblioteca parece una edición especial y es apenas el Eterno Ejemplar, único resultado de tantos sueños que el muerto, en vida, fue desgranando en su tiempo libre, tal vez anticipando ese momento revelador:
– ¿Sabían que P había escrito un libro…?
– Nooooo…! ¡No te lo puedo creeeeer…!
– Sí creémelo! ¡Yo este mismo domingo voy a ponerme a leerlo…!
– Habría que llamar a alguien que entienda un poco para ver si no conviene hacer que lo publiquen. ¡A él le hubiera gustado tanto…! ¿Vamos a mirarlo…?
– Sí… Pero no se lo vayan a llevar, y por si alguien lo quiere hojear voy a dejarlo siempre ahí: en mi mesita de noche, justo a la derecha del velador, donde apunta justo la luz de la pantalla.
Y allí, apenas a unos metros del salón donde yace el cuerpo sin vida del autor, yace su Libro Acariciado. El también, a su manera, velado por la luz mortecina de la bombilla del velador: cuarenta vatios inútiles, velando y envejeciendo ese volumen de ciento veinte páginas que jamás nadie irá a leer.
Y el muerto, el desvelado acariciador de aquel sueño de consagración encuadernado en cuero, no era periodista. Ni siquiera peronista era.
Era perito agrario: un título profesional insignificante.
¿A alguien le gustaría ser un perito agrícola? ¿Queda en el mundo alguien que piense que una política educacional que destina recursos del Estado a la formación de este tipo de técnicos merece reconocimiento…? Si queda, que se lo reconozca al primer gobierno del General Perón que fundó las llamadas universidades agrarias donde extendían ese título profesional. O que se lo agradezca a Dios, tal como hiciera durante años el finado, que tuvo la fortuna de graduarse en 1955 en vísperas del alzamiento del general Lonardi.
Porque este segundo militar -undécimo de la serie de veintiséis generales que presidieron la República- a poco de ocupar el poder se ocupó de erradicar esas universidades chotas que había diseminado el colega que lo precedió en el cargo presidencial.
"Diseminado" es una palabra chota. En cambio "choto" y "chota" son adjetivos de una eficacia comparable a la de las figuras más felices de la lengua coloquial del país.
En verdad eran chotas esas universidades que el peronismo diseminó por las circunscripciones donde sus partidarios no alcanzaban a completar la media electoral de su partido.
En la provincias, en las zonas donde el partido justicialista que respondía a Perón no conseguía la meta de dos tercios del padrón que el megalómano militar perseguía para humillar a sus opositores, la marca Ford integraba casi la mitad del parque rodante. La otra mitad se componía de unidades de la marca Chevrolet y poquísimos despistados aparecían al volante de Pontiacs, Buicks, o de algún De Soto de enormes paragolpes cromados desafiando la mugre de los caminos de la época.
Las universidades agrarias, que a punto de concretar su plan de igualitaria distribución de ingresos diseminó el primer gobierno peronista con la finalidad de provocar una distribución masiva de títulos académicos, eludían los cromados y en verdad eran arquitectónicamente chotas.
Sus edificios, largos prismas con paredes de ladrillo hueco, pura humedad y frío en su interior, estaban techados con placas de madera aglomerada que se fijaban con clavos a las mismas viguetas de pino del tejado ornamental.
Por eso bastaba una llovizna para que los techos, curvándose por la humedad, desplazaran tejas y resquebrajaran cielorrasos abriendo vías de agua impredecibles. Ora aquí, ora allá, en las horas de clase de los días de lluvia, profesores y alumnos iban por las aulas tratando de eludir esas goteras migratorias que siempre aparecían en el lugar menos esperado.
No sólo arquitectónicamente: también eran pedagógicamente chotas esas instituciones de capacitación rural. Quizás al fundarlas, sin perder de vista su meta electoral, el peronismo debió asignarles alguna función como campo de ensayos donde poner a prueba la tolerancia de docentes y alumnos a las rutinas sin sentido constantemente interrumpidas por calamidades que hasta el más inepto de los chacareros sería capaz de prevenir.
Profesionales temerosos de la competencia y la supremacía del más fuerte que señoreaba también bajo el capitalismo beneficente de aquellos años, elegían la docencia creyendo que el ejercicio de la cátedra y un pequeño salario fijo los pondría a reparo de los azares de una sociedad inestable. Pobre gente: no una tormenta, sino una ínfima llovizna bastaba para ridiculizar sus clases magistrales dictadas con el paraguas abierto sobre el escritorio.
Y ellos, con sus zapatos y bocamangas estucados de barro, posaban escrutando techos y paredes con una parte de la mente ocupada en el tema de clase y otra intentando adivinar dónde aparecería la gotera de esa tarde.
Así, en los crudos inviernos de provincia, siempre terminaban con sus trajes domingueros arrugados por la lluvia, llevando bajo el brazo sus manuales de trigonometría esférica y genética ovina convertidos en esponjas de papel y mirando con resignación a los alumnos que se desplazaban por el aula en busca de un reparo de los azares de la naturaleza y de la imprevisión.
Eran muchachos de clase media, hijos de funcionarios, profesionales y chacareros afortunados de la pampa húmeda.
Pero mejor no referir la expresión "húmeda" en presencia de quien haya cursado estudios en esas universidades chotas, para no devolver a su memoria la imagen penosa -chota- de los anocheceres de invierno mal alumbrados a causa de las falencias de la red energética del país, que las usinas locales nunca terminaban de suplir con dínamos asistidos por calderas de vapor y motores diesel conseguidos en los desguaces de la antigua flota de mar.
¿Quién busca la piedad? Nada de esto inspirará piedad a los hombres del siglo veintiuno. Tampoco en ella se inspiraron los generales de 1955, gente dispuesta a todo salvo a distraerse en consideraciones estéticas y pedagógicas en el momento de tomar decisiones.
A los seguidores de los generales Lonardi y Aramburu les bastó aplicar sobre esas excrecencias de la precariedad la misma política de tierra arrasada que se trazaron para todas las instituciones fruto de la manía distribucionista del general que los precedió.
Algún exagerado se dio a quemar bibliotecas y a desmontar cubículos de madera aglomerada, que, pese a la humedad, también ardieron sobre las brasas de vigas de pino y durmientes de quebracho cubriendo con sus cenizas los escombros de unas paredes inestables, fáciles de derrumbar.
Pero la mayoría, sin quemar ni someterse al espectáculo penoso -choto- de la miseria ardiendo, se limitó a transferir la propiedad de las tierras que ocupaban esas chotas universidades a las reparticiones municipales encargadas la recolección de residuos urbanos.
No por piedad, sino por ese principio castrense que entre los militares predispone a una suerte de solidaridad hacia cualquier práctica inútil que parasite la riqueza pública, burócratas y docentes que habían buscado en la parodia académica sustento y seguridad fueron indemnizados con seis sueldos, sus correspondientes aguinaldos y vacaciones pagas, más una serie de plus reglamentados para compensar las retenciones a las cuentas jubilatorias, sindicales, sanitarias y turísticas, que por entonces mermaban los salarios.