La imagen de una nube cilíndrica que va asemejándose al dedo rugoso de un gigantesco y añoso albino y amenaza aplastar a los humanos que se arrastran por la superficie de ciudades y casas debía notificar algo a las libélulas, pero sus dispositivos genéticos no tienen prevista alarmas ni recursos de fuga ante la amenaza de ser sometidos por un dedo. Los dedos aplastantes habrán aparecido en la evolución mucho después de que se consolidara el instinto de estas especies, y de allí en más, ese accionar humano no ha debido ser tan dañino para ellas como para favorecer mutaciones dotadas de mecanismos de defensa, evitación o fuga.
En cambio, como todos sus géneros y familias, estas inofensivas libélulas han adquirido tolerancia a los insecticidas agrícolas: bastó que unas pocas sobreviviesen al festín de extermino que en el siglo XX emprendió la humanidad, para que, legando a su progenie las condiciones que el azar les había brindado, lograsen, sin saberlo, recomponer estas poblaciones que vuelven a aparecer por las ciudades del sur en ciertas conjunciones favorables de la atmósfera.
No se puede anticipar cuándo, pero hay un día en el que a la conciencia del personaje, o a la del narrador, retorna un dato que parece venido de uno de esos manuales de divulgación que ya nadie lee.
Y por azar, o, según se dice, "por un capricho del azar", ese dato que bien puede ser un error o una trivialidad, se imbrica en la trama justo al servicio de lo que el autor o un personaje venían intentando expresar. Ahora, aquí, esta pareja de invitados ha figurado la imagen de una nube interpretándola como un dedo cósmico dispuesto a aplastarlos. Y en ese instante el viento norte, cósmico, arrastraba enjambres de insectos, parte de los cuales quedaban aplastados contra la superficie de la piscina y ya ni se movían.
Pero no estaban muertos: bastaba que un peón los atrapase con su pala de malla de red junto a pétalos y hojas caídos de la guirnalda y tratase de lanzarlos al vacío, para que, libres de la tensión superficial del agua, los insectos comenzasen a agitar las alas retomando su viaje a favor del viento.
La supervivencia de las libélulas está fuera de cualquier plan del peón que, pautadamente, limpia la piscina. Para él, basta que sus cuerpos hayan dejado de afear la verde superficie del agua y que desaparezcan junto a cualquier otra señal de suciedad visible desde la perspectiva humana.
Nunca sospechar que, un renglón, o un instante después de girar su paleta de malla de red lanzando todo al vacío del centro de la manzana, los insectos, vivos, volverán a volar y seguirán volando a favor del viento y lejos del alcance de su vista.
Fuera del alcance de la vista de los que trabajan, y, en general, fuera de la percepción y de la voluntad de todos, suceden la mayoría de los acontecimientos. Sólo el azar, y solamente muy pocas veces, te puede conectar con la imagen de una flor azul entre los labios de una nadadora y provocar que la imaginación se figure su boca llena de pétalos caídos de la guirnalda.
Lo mismo puede atribuirse a un dedo compuesto con la materia de una nube cargada de granizo. A partir de esa misma forma, otra imaginación
habría figurado un tronco añoso, talado y seco, restos de un árbol que, durante décadas, se fue curvando por el peso de una copa y un ramaje demasiado asimétricos.
Ahora estos dos no podrían librarse de la imagen del dedo, en cuya base -coincidían- podían verse relámpagos y anuncios de tormenta. No era propiamente el cosmos, pero era lo más cósmico que aquel ámbito permitía imaginar.
Tal vez otro fragmento ínfimo del cosmos se anunciase a unos pocos centímetros por debajo de la superficie del agua. Un vago dolor, un bienestar-malestar en la parte más baja del vientre que expuesta al chorro de burbujas heladas del hidromasaje, anunciaba una urgencia.
¿Orinar en el agua de la piscina? No era eso. La imagen de un dedo hecho de corteza de nubes curvándose en el cielo, lo llevaba a imaginar a su dedo, humano, entrando en esa boca para hurgar entre las encías, la lengua y los carrillos en busca de pequeños pétalos azules, y esa sensación se desplazaba a la imagen cristalina de burbujitas de saliva manando a los costados, que bajo la lengua que acompañaban el tacto tibio y falsamente untuoso de la saliva que le atribuía a ella.
Representarse todo eso en sucesión acentuaba la urgencia. No era orinar: era el impulso de penetrarla, ahora lo sabía. Y después sí, después de penetrarla, comenzaría a explorar su boca con la lengua o con un dedo y a devorar, junto a ella, un bolo de pétalos diminutos amalgamados en saliva.
Pero antes, la tormenta, toda su urgencia, y el tormento de apostar a una improbable satisfacción: por ejemplo, invitarla a que tomasen un departamento en el Karina por un solo día para refugiarse de la tormenta,
– ¿Anda tu celular…?
– ¿Y cómo sabés que traje el celular…? -Preguntaba ella y volvía a arquear la cejas, como "ve" invertida con un ángulo central señalando al cielo.
– Porque te vi… Porque te vi cuando viniste a la pileta y guardaste el kimono espantoso, un paquete chico de Marlboro y un teléfono, allí, en el bolso. -Señalaba hacia el ángulo sudoeste de la piscina, como acusándola con la evidencia del cuerpo del delito. Allí volvían a agruparse hojas y pétalos multicolores de la guirnalda, y debía haber montones de libélulas inmovilizadas por el agua, y más allá, en el borde, un macetón y a su lado, el bolso azul de Nike idéntico a otros bolsos que se veían en los rincones y los bancos.
– ¿Para qué lo querés?
– Para hacer un llamado… Se me ocurrió algo… En cualquier momento empieza la tormenta… ¿Nos vamos…?
– ¿A dónde?
– Se me había ocurrido un chiste: llamar a la administración del apart y tomar un departamento por el día… -Nadie va a poder decir que nos fuimos de la fiesta!
6
Es como cuando alguien sumerge una pala de red de malla unos centímetros bajo la superficie del agua, levanta una magra cosecha de hojas, basuras y algún insecto muerto, alza la caña hasta que apunta al cielo y, haciéndola girar, lanza todo al vacío que no es un vacío sino un espacio de aire sometido a las ráfagas del viento urbano que se entuba entre casas y moles de cemento, impidiendo anticipar la trayectoria de algo inerte que flota o cae, o de lo que revive y se empeña en volar entre los remolinos de aire.
Como velámenes, los muros y las casas hacen su trabajo de resistencia derivando cualquier corriente hacia un destino que nadie tuvo previsto al construirlas ni al proyectarlas.
Así el relato. Esto es el relato. Cayeron dos personajes y de ellos quedarán solamente unas imágenes revoloteando: la forma mutante de una nube, una amalgama de pétalos azules, pequeñas formas como granulaciones de la piel en los puntos donde un vello invisible se erige estimulado por una corriente de agua fría y el fantasma de una mucosa húmeda y tibia dentro de la boca que modula una voz de mujer.
Debió quedar también la figuración de algo que alguien, en el fondo del vientre, pudo percibir como una urgencia que impulsa a uno y a otro a urgirse mutuamente.
Todos se urgían, así en la terraza como en todas las ciudades del mundo. Uno podría suponer que la concurrencia de aquel encuentro, igual que toda la humanidad, representa un conjunto casi infinito de átomos de urgencia. De ellos, unos pocos -muy pocos-, serían afortunadamente complementarios: el mozo urgido por atender al comensal que, con una seña, acaba de reclamar otra botella de agua mineral, la señora que agradece con su sonrisa al mariachi sonriente que le ha dedicado una canción, y poco más. Son casos tan infrecuentes que una mejor versión de la escena debería pasarlos por alto.