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Contaba que su despacho y las oficinas de los secretarios de su juzgado estaban llenos de micrófonos, y que el mayor peligro era que la gente que recibía grabaciones o transcripciones de las escuchas eran un montón de inútiles capaces de interpretar cualquier cosa.

Acababa de enterarse de que su administrador, el muerto, además de imbécil y desordenado, era comunista y trabajaba con una empresa financiera ligada a los restos del aparato de su partido:

– Imaginate vos… -le decía al dueño de casa- con tantas pelotudeces contables que uno pudo llegar a haber hablado con un bolche, lo que puede pasar si a alguien se le ocurre leerlas como mensajes en clave… Debo haber mencionado tres bancos, diez marcas de herbicidas de nombres extraños y siglas con números… Este invierno hablé montones de veces de la "caja negra", que es el sistema que usan las cosechadoras para controlar los recorridos de potreros con el posicionador satelital… Y de golpe un cretino que gana quinientos dólares por mes escucha eso y hace copias para la prensa…

Ya anticipaba un titular, "La Caja Negra del Juez", y le decía a los escribanos que ellos no tenían esos problemas, para explicar que cada vez más seguido estas cosas le hacían pensar la posibilidad de renunciar y vender todo para ir a hacer un postgrado en leyes en Estados Unidos y vivir allí con lo indispensable, sin depender de terceros y sin necesidad de vigilar dónde le habrían metido los micrófonos esa semana.

– Lo peor es la gente… -Decía.

Para peor, esa semana había tenido problemas en su country y con la brigada policial de la zona.

Había desaparecido un reloj. Lo buscaron por toda la casa, interrogaron a las mucamas y a las nenas pero nadie lo había visto. Era el cronógrafo marino que decoraba una repisa frente a su escritorio. Al día siguiente, aprovechando que el jardinero había salido en su franco de los jueves, su mujer decidió revisar el cuartito que el tipo ocupaba detrás de los vestuarios de la pileta.

No lo consultó: él no la hubiera autorizado y, en caso de verdadera necesidad, lo habría hecho personalmente y en presencia de la mucama de confianza.

Ella había salido al jardín y al rato apareció como loca pidiéndole a los gritos que la acompañase a ver lo que había encontrado. No estaba el reloj, ni vieron señales de que el tipo tuviese algo de la casa salvo un mazo de fotos que guardaba una caja.

Eran fotos de las nenas, algunas retocadas con lápiz de color y otras punteadas en tinta negra como para definir el marco de una ampliación. Todas esas imágenes habían estado en su casa y de la mayoría podían recordar el momento en el que las había tomado la madre, o unas compañeras de colegio que solían visitarlos.

Al principio él le restó importancia: era algo natural porque de ese hombre se sabía que era muy cariñoso y hasta amigo de los chicos del country. Siempre solía bromear con ellos inventándoles adivinanzas y chistes rimados con sus nombres, de modo que le parecía normal que hubiese juntado aquellas fotos que las nenas miraban y dejaban tiradas en cualquier parte.

Pero su mujer estaba horrorizada: decía que el tipo era un perverso y que debía ser un violador. Él trató de calmarla: estaba cada vez más seguro de que no había nada que temer, y seguiría pensando así si no hubiera dado con el bibliorato.

Era uno de esos libracos de contabilidad encuadernados en tela que se usaban hace cincuenta años. Tenía cerca de mil páginas pautadas a dos columnas por una doble línea roja y estaba escrito con letras pequeñas pero con caligrafía muy clara, casi como letras de imprenta. En las primeras páginas los trazos en birome, que eran más leves, estaban desteñidos por el tiempo y a medida que se avanzaba hacia el final parecían más frescos y recientes.

Calculaba que escribir eso con semejante caligrafía, sin borrones ni tachaduras, debió requerir un trabajo de años.

No, contaba: no era una novela. Una etiqueta escolar, pegada en el lomo del libraco decía "El Jardín de las Flores", lo que también a ellos los llevó a pensar que era el título de una novela.

Era una un colección de cartas. Al leer las primeras se pensaba que serían copias de correspondencia de otras personas. Cada carta venía encabezada con el nombre de una remitente y de la mujer a quien estaba dirigida. Eran todas cartas entre mujeres. Desde el comienzo se notaba que quienes escribían eran gente de edad, al menos, cincuentonas, alguna de ellas ya jubilada. Debían ser diez o doce mujeres que evocaban pequeñas historias de su infancia escolar. Al comienzo eran formales, se trataban de "señora", "querida señora" o "estimada señorita", y se centraban en los preparativos de un encuentro de ex-alumnas planificado para las vísperas de la siguiente Navidad.

El juez había leído a los saltos, junto a su mujer, decenas de cartas que gradualmente iban volviéndose más íntimas y confianzudas. Empezaban en febrero. Ya hacia abril todas las corresponsales se tuteaban y poco después se empezaban a poner procaces y descabelladas, contagiándose y provocando el mismo tono de unas a otras.

Las supuestas autoras terminaban pareciendo locas: por ejemplo una carta contaba como si fuese la propia experiencia del remitente, algo que páginas atrás, en el bibliorato, le había relatado una tercera corresponsal. A partir de septiembre, una a una, iban evocando su iniciación sexual y todas recordaban la fecha: se trataba del mismo día, un cinco de abril.

Nadie que copie la experiencia de otro -decía el juez- la relataría con los mismos detalles ni la dataría justo sobre la misma fecha.

– ¿No es cierto…? -preguntaba su cuñado dirigiéndose a los otros escribanos, como reconociendo que a él no le interesaba la historia de sus desgracias ni sus relojes de colección.

Pero en realidad, le había despertado curiosidad el libro: ahora querría leerlo. Escuchaba al cuñado contar que lo que "les había helado la sangre" era la descripción en detalle de un hecho del que todas se atribuían haber sido víctimas. Hablaba y cada tanto bajaba la voz y miraba hacia la pileta donde jugaban los niños como temiendo que lo oyesen.

Todas las supuestas corresponsales tenían entre once y doce años en oportunidad del hecho y el corruptor, de cincuenta y cuatro, era, en todos los caso el mismo hombre: el jardinero del colegio, un protegido de las monjas francesas que lo administraban.

Era un tipo muy querido en la zona. Vivía en el colegio y los sábados y los feriados daba clases de box a los varones. Algunas cartas contaban que había sido un destacado boxeador que comenzó su carrera en Bahía Blanca y que llegó a trabajar como sparring de algunos campeones en Los Angeles.

Eso imponía respeto a los adultos, mientras que las chicas del colegio estaban fascinadas porque se jactaba de conocer los nombres de todas las cosas y recordar los nombres de todas las personas.

Curiosamente, ninguna de las que en el bibliorato figuraban como autoras de las cartas, sabía su nombre: todas lo llamaban "El Jardinero".

Contaban las cartas que alumnas, monjas y profesoras del colegio lo admiraban por su destreza para dibujar con ambas manos: reproducía insectos con una perfección y un lujo de detalles que se comenta varias veces en las cartas fechadas entre julio y diciembre, donde también se refiere su conocimiento de los nombres y hábitos de infinidad de especies de insectos voladores.

Lo que más alarmaba, decía el juez, es la semejanza entre el tipo aquel, que era un viejo hace más de cuarenta años y el propio jardinero de sus terrenos en el Country Highland que ahora debe andar por esa edad. Y lo que "te congela la sangre", repetía, eran los detalles de la violación, que solo se pueden recomponer leyendo en orden y con mucha paciencia las cartas fechadas entre agosto y octubre.

Claro, decía: una persona normal diría violación, pero en ninguna de las supuestas cartas se usa esa palabra.

Contaba que una corresponsal la llamaba "iniciación", y que otras aludían al hecho como "la experiencia", "el encuentro", "el reconocimiento" y palabras vagas por ese mismo estilo. Explicaba que habría que recuperar el bibliorato, que ahora estaba en la delegación policial de Pilar, para cotejar bien las descripciones que del hecho dan cada una de las supuestas corresponsales. De lo que estaba convencido era que ninguna de ellas guardaba rencor al hombre ni parecía reprocharle nada.