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Vieron una carta cuya autora reconoce que sintió asco, pero no se refería a lo que ocurrió, ni a cuando sucedió, sino a algo que sintió días después en el colegio, cuando se cruzó con El Jardinero y notó que era tan viejo.

Eso figura en la carta. Al mes siguiente, la destinataria le responde, burlona, que no era tan viejo y que sería menor de lo que ellas dos eran ahora, en vísperas del encuentro de ex compañeras.

Su cuñado bajó la voz para repetir que los detalles eran horribles, repugnantes y en ese momento, comenzó a crecer un golpeteo de motores que venían oyendo hacía varios minutos. Curiosos por la historia, no les había llamado mucho la atención, pero ahora se había vuelto un ruido ensordecedor en el que se reconocían los escapes de las turbinas de un helicóptero.

Todo se oscureció: hacia rato que amenazaba nublarse y, hacia el este el cielo se teñía de un marrón rojizo cada vez m s denso. No eran nubes: entre los árboles se dibujaba un remolino con forma de cono invertido que tendría el vórtice a ras del suelo aunque no se alcanzaba a ver tras las lomadas divisoras de predios.

– ¡Qué hijos de puta…! -gritaba el dueño de casa y explicó: -Se pasaron la mañana haciendo vuelos rasantes sobre el campo de golf y ahora decolan sobre las canchas de tenis… ¿Ven eso? -señalaba hacia el cielo del este enrojecido- ¡Es polvo de ladrillos que levantan de las canchas! Van a ver que ahora empieza a caer y que cuando pase -ya pasaba el helicóptero a unos cincuenta metros por encima de las copas de los cedros altos- el viento de la hélice nos apesta de olor a kerosén y rocía todo con polvo y yuyos…

Los chicos habían trepado a la terraza del solarium y saludaban el paso de la máquina. Un aire caliente y con olor a combustible mal quemado invadió el jardín y en unos instantes la pileta y el estanque que usaban para juegos de pesca quedaron cubiertos de hojas flotantes. Algunas habrían caído de los árboles pero la mayor parte eran briznas de césped del campo de golf que la máquina cortadora no había terminado de aspirar en el servicio de aquella mañana.

– Enchastran todo… -Dijo el dueño de casa y su mujer dejó la mesa diciendo que iba a encargar a las mucamas que limpiasen al menos la pileta de los grandes. Todos querían saber m s acerca del bibliorato pero el juez hizo un ademán significando que prefería obviar algo. Volvió a decir que los detalles eran repugnantes y que habría que leer todo con mayor atención porque las revelaciones iban apareciendo de a poco en las sucesivas cartas que, copiándose unas a otras, las iban ampliando.

– Ahora, -decía golpeando su Rolex con los nudillos, como para indicar que contaría algo que estaba sucediendo en el mismo instante- fíjense que el jardinero, mi jardinero, -subrayó-, hace un tiempo nos pidió autorización para instalar un invernáculo en el fondo del terreno y puso una especie de capillita de vidrio donde las nenas pasaban horas porque era un criadero de mariposas y gusanos de seda.

Alimentaba a los bichos con moras y un puré de frutas mezclado con azúcar y aserrín y al comienzo del verano las chicas aparecieron con ovillos de hilo de seda, que, según creían, habían producido o segregado sus gusanos.

Lo mismo dicen todas cartas: las llamadas "experiencias" habían ocurrido en un invernadero donde criaban larvas, crisálidas y gusanos de seda. El jardinero -el del colegio, claro- adormecía a los gusanos con el humo de un cigarrillo. Él lo pitaba y, -según contaban las viejas en sus cartas- incitaba a la chica también a fumar. Después le mostraba cómo los bichos, adormecidos por el humo, se volvían dóciles y se frotaban entre sus dedos. Simulaba comerse uno, pero se limitaba a permitir que recorriese su su lengua diciendo que era dulce y suave.

Según las cartas todas las compañeras habían tenido la misma experiencia, y coincidían en que eran bichos muy dulces, suaves y perfumados. Ninguna debió haber llegado a tragarlos, pero todas jugaron con el viejo a pasárselo de boca a boca.

Después, contaba, todo seguía con juegos de lengua. Les sugería que lo imaginen, pero que aunque eran cosas que cualquiera puede suponer, era difícil que alguien conciba detalles tan retorcidos como lo que estas viejas cuentan que hicieron, sintieron o se inventaron.

Del relato de su cuñado le quedó nítida la imagen de gusanos de seda blanquísimos retorciéndose sobre una lengua. Y del tipo del colegio, el de hace más de cuarenta años, una imagen física que en su memoria se confundía con los rasgos del jardinero que tantas veces había visto en la casa quinta del juez.

Uno puede ver verano tras verano al mismo hombre con sus palas y herramientas, siempre inclinado sobre las flores, o caminando como agobiado por el peso del sol, sin siquiera interesarse ni por su nombre.

Siempre cualquiera puede ser un violador, o un asesino. De este jamás hubiera sospechado nada. Que era loco, decían, pero sucede siempre con la servidumbre llegada a cierta edad: la gente tiende a atribuir locura a los que, siendo mayores que ellos, ocupan un rango social tanto más bajo. Solo la demencia puede explicar por qué esa gente no ha podido progresar con el paso del tiempo. A la vez, no descartaba que muchos sirvientes exagerasen sus rasgos de ensimismamiento o de tristeza para justificar una diferencia social debida a otras causas que resultaría penoso reconocer en presencia de su pares y superiores.

Del jardinero de sus cuñados recordaba la costumbre de caminar tarareando y algunas curiosidades que le enseñaba a las nenas: nombres científicos de árboles y flores, que eran temas de su oficio, o costumbres de animales salvajes y de insectos que no tenía por qué conocer.

Pese a esto, nunca se le ocurrió que fuera capaz de armar un libro ni de inventar una historia tan descabellada. Los médicos de la policía que rato después mencionó su cuñado, aseguraban que a la vista de lo que había escrito, no era un violador pero que potencialmente era un tipo peligroso: todo lo que desconcierta suele encubrir algún peligro.

¿Habría copiado eso de otro libro, tal como esas viejas se copiaban los episodios y hasta el estilo de sus cartas? Era otra de las cosas que nunca llegarían a saber. Al tipo lo habían despedido, y con él se perdía la pista de la historia, pero seguía sintiendo curiosidad por leerla y confirmar si el cambio gradual de la correspondencia desde la formalidad a la locura, y lo que su cuñado llamó varias veces "contagio" de una a otra vieja, de una carta a otra, se producían efectivamente como lo había contado.

Hay muchas cosa raras en los libros. Su mujer le reprochaba que leyese tanto, pero, comparándose con otros colegas y con algunos conocidos que cada semana iban por las librerías de barrio norte a buscar la última novedad, se consideraba un lector perezoso.

Últimamente se había propuesto leer con método y tomar notas de las ideas que se le fueran ocurriendo. Temía perder detalles, y más que eso, olvidar ideas que algunas lecturas lo llevaban a pensar, y que, en el momento le parecían importantes, o reveladoras.

Le interesaba cada vez más el tema de la locura, pero no era fácil enfrentar a un vendedor para pedirle libros sobre locura: cualquiera interpretaría que se interesaba en temas de psicología, o psiquiatría.

Pero no era eso: en tal caso iría un local especializado, o consultaría a un psicólogo. Ya había anotado que su interés no debería definirse como lo que le sucede a un loco, sino por lo que se siente en la etapa del comienzo de la enfermedad.

Temía a la locura, no a perder la razón. Esa tarde lo aliviaba ver que otros escribanos compartían idéntico pesimismo y el mismo diagnóstico sobre la decadencia de la profesión, y el consecuente temor al futuro. Pero, en compensación, tanto la evidencia de la carrera de enriquecimiento y ostentación de su cuñado, como el relato del libraco del violador, volvían a perturbarlo.