En la ventana del living el señor había hecho un tajito con la gillette y por allí se podía ver la fiesta de inauguración de la pileta. Todo el ventanal del piso estaba forrado de plástico como paquete de regalo, por eso no circulaba el aire y había que tener algunas luces prendidas para ver por donde se caminaba.
La luz eléctrica da más calor. Miró por el tajito: se escuchaba un bolero y se alcanzaba a ver un rincón de la pileta con la gente bañándose. Mostrar la cola con esas bombachitas hechas de tiras de elástico y levantarse los pechos con corpiñitos en miniatura no es pecado si no se hace para incitar, pero algunas debían hacerlo para eso. Igual, juzgarlas sería un pecado tan grande como el que cometen ellas.
Pobres, pensaba, las mujeres viven tratando de incitar. Y los hombres tratando de mandar o de hacer ver que mandan.
La gente de afuera parece más atrasada: es más atrasada en casi todo, pero en esto es igual. En San José también pondrían boleros para las mujeres y ellas andarían igual sacando la cola o ajustándose las blusas. Pero ahora ya no hay bailes. Un cumpleaños de quince o un casamiento con baile puede llegar a haber, pero, ¿cuánto hará que no se casa nadie…?
Le había pedido a la Virgen que la niña se casara por fin con ese novio y que se pusiera bien. Si no se casaba, seguro que antes de mitad de año aparecía con uno nuevo. Cambia novio, los padres se disgustan con ella, después se disgustan entre ellos como si no tuvieran más motivos para pelear, la patrona se pasa toda la noche sin dormir mirando películas en la cocina, y el señor entra y sale de la casa, va a la cochera, arranca el auto, sale, da unas vueltas por el barrio y lo guarda. Entonces vuelve y se acuesta y al rato se levanta, va a la cocina, come algo o se sirve una copa, camina por toda la casa y si ella le habla, empiezan a discutir por plata. Y plata es justo lo que les sobra.
El sereno de las cocheras, que es evangélico, dice que los patrones están endemoniados. Los evangélicos combaten la superstición pero son más supersticiosos que la gente y creen que hay demonios volando por el aire que se meten adentro de las personas.
Pero viendo a la gente pelear, entrar y salir y quedarse horas y horas con cara de rabia, o con los ojos perdidos en la televisión, da ganas de darle la razón al sereno o a cualquier evangélico que aparezca diciendo que están infectados por los demonios.
El ruido y el griterío de la terraza parecen endemoniados, como los bailes de los chicos, que ni oyen lo que se dicen por tanto ruido, y encima no se se ven, porque no hay luz o porque les ponen tanta luz que los encandila.
La niña decía que iba a bailar casi todas las noches y los padres le creían. Hacía pensar que eran mentiras que decía para quedarse por ahí con el novio de momento. Pero no: con novio o sin novio, se iba igual a bailar, y cada noche a un sitio diferente. Después, todo el día a dormir y levantarse a media tarde para salir a comprarse más cosas y hablar por teléfono.
No es por el demonio, es por la sobra de tiempo y de plata el pecado. Y después pelean porque uno le hace perder el tiempo al otro, o porque le hizo gastar o perder plata.
El viento a los de al lado les arruinó las flores y las plantas que habían puesto de adorno en la fiesta y que debían tener pensado dejar para siempre. Ahora les va a empezar a llover y termina la fiesta y el patrón del hotel va a tener un ataque de rabia -La Ira- porque se les estropeó todo.
La soberbia empuja a la vanidad, la vanidad trae la ira y todo parece el mismo pecado. Pero juzgar también es un pecado, y tendría que ser m s grave porque es más fácil de cometer y más difícil de sacárselo de la cabeza.
A los chicos les siguen inculcando el pecado de la carne como si fuese lo peor. Pero la vanidad, la soberbia y el egoísmo llevan a matar, a robar y a mentir mucho más que la carne. La carne tiene que dormirse para ver estas cosas tal como son.
Cuando viene tormenta duelen más los pies o se duermen las piernas. Es el cosquilleo de la edad por causa del corazón o la circulación. Hay que ir todos los años al médico para oírle decir lo mismo sobre la edad, la circulación, el corazón y el pulso. Cuando se duerme la carne viene un tiempo de sofocones y malos pensamientos. Después se va pasando todo y hasta se pasa el miedo a la vejez y a morirse.
Se acuerda de las sensaciones en los pechos, en el vientre y abajo y de la voz que le salía ronca. Antes, las sensaciones le volvían a mitad de la noche, siempre iguales. Pecaba tratando de recordar cómo habían sido y lo que había pasado con cada varón. Ahora puede recordar hasta el menor detalle y todos aparecen más claros pero sin sensaciones, ni vergüenzas, ni miedos de la carne. Recordar no es pecar: se puede recordar sin vicio ni lujuria. Igual preferiría ser vieja y morirse al lado de un hombre, y preferir eso no es pecar: pecar sería querer ser otra con maldad, con envidia. Ha de haber pocas, pensaba, que puedan ser felices de verdad, y si lo son, bien lo tendrán ganado y se lo merecen.
Uno dijo que no hay infierno y que el infierno es el castigo que se recibe en la vida, pero la fe enseña que estas cosas no se pueden saber y que de lo que no se puede saber, como de las cosas que no se deben saber, más vale olvidarse.
Los patrones saben todo y averiguan todo lo que pasa en el Apart Hotel y si estuvieran esa tarde andarían espiando y peleándose por opinar cada cual una cosa distinta.
Y una bien podría vivir feliz y morir feliz sin enterarse de lo que sucede al lado de su casa, pensaba. Mejor dicho, sentía.
Pero siempre hay un "pero" condicionando la descripción del acontecimiento. Se ha comentado que uno puede vivir igualmente feliz, o tan desdichadamente como vive, sin enterarse de lo que sucede a su lado, un paso más allá, o mucho más lejos. Tal vez sea cierto, aunque no sea la verdad lo que está en juego en este decir que se repite desde hace decenas de siglos.
Tampoco la felicidad y la desdicha son estados del cuerpo, -¿o del alma?- que puedan modificarse con la satisfacción de la curiosidad por lo que ocurre en una terraza, o en una guerra. Sean acontecimientos, estados o sentimientos, son siempre cosas de las que bien se dice que "corren por distintos carriles". No sólo irían por carriles separados: pueden ser concéntricos, perpendiculares y hasta enfrentados, y así van los trenes del mundo a toparse estrepitosamente contra el tren de la vida personal, o a pasar por debajo, o a seguir de largo: da lo mismo y todo depende de los carriles del relato y de cómo haya podido uno trazarlos.
La máquina que cuenta nunca se detiene y aunque esté lejos del alcance de la vista y ni se escuchen sus vibraciones, conviene dar por descontado que anda por ahí y esperarla, no en el vacío ni en el aire y ni siquiera en un hipotético espacio interestelar donde se esté parado, sino en su propio lugar: la espera.
Es como una atmósfera, y en ella, hasta en los días más calmos tarde o temprano aparecerá una zona de presión, una columna de aire ascendente que se desplaza y tiende a mover todo, o un punto frío donde el gas, lentamente, comienza a desplazarse hacia abajo o a un lado.
Es cuestión de tiempo: guardar y aguardar a un mismo tiempo, porque en algún momento algo se manifestará.
Espera nada, o, según se suele decir, o como diría ella misma, "no espera nada" y eso porque ya da por descontados la tormenta y el final del calor agobiante y del malestar circulatorio en las piernas.
Recordó los tiempos en que se rezaba el rosario en la novena y la manera en que las cuentas iban pasando una a una entre los dedos, como si pellizcándolas entre el pulgar y el índice se consiguiera hacer que el tiempo salte de una mano a otra y pase de a trancos. El tiempo como si fuera un tren interminable: vagón tras vagón, una llega a la cruz y vuelve a empezar por el final.
Recordó el departamento de la calle Rivadavia, justo en los tiempos en que con la primera patrona rezaban juntas la novena. Mientras se reza se nota todo mucho más, las cosas cercanas medio desaparecen y los ruidos de lejos se oyen más cerca. Rezando se oía el trepidar del edificio cada vez que pasaba un subterráneo bajo la avenida.