Se había dormido pensando en esas manos pero talladas en hielo. Puede ser un estúpido, pero tenía razón acerca de esa nube que le había parecido un dedo. Él decía haberle visto un halo de colores y que eso indicaba que pronto vendría la tormenta. Ahora estaba lloviendo. Nunca había oído llover tan fuerte y hacía casi un año que no había vuelto a llorar. Aquella vez había sido un cinco de abriclass="underline" el día del cumpleaños de su amiga. Le había telefoneado para saludarla. La gente llama a eso "felicitar" porque saluda diciendo "feliz cumpleaños". Pero "felicitar" no es eso. Se felicita cuando alguien consiguió algo que lo hizo feliz, no para desear que alguien se vuelva feliz sólo porque que una lo esté saludando. Felicitar suena a "incitar". La cara de este tipo incita. La nariz y las manos incitan. Lo que hace feliz a quien recibe un llamado de cumpleaños es confirmar que lo recordaron, o que recordaron su fecha. Pero aquella vez no había llorado por el cumpleaños ni por la felicidad de su amiga, sino porque le contó que cumplía veintiséis y que acababa de darse cuenta de que estaba enamorada de un señor italiano que conoció en Cancún, en México. Había oído la frase "un señor italiano", y eso, inexplicablemente, la hizo llorar. Y si casi entre sueños pensara que esa tarde un señor argentino la había hecho feliz, le volverían las ganas de llorar y lloraría y entonces ya no podría dormirse. Las manos del tipo son de un hielo recalentado por el sol, que, entre las nubes, arde todo pero no se funde. Las uñas son de cristal blanco. No puede ser electricista: tiene las uñas como limadas con mucha dedicación y las yemas de los dedos parecen pulidas con piedra pómez. Si no fuese por tanta fuerza y tanta dureza en la piel y los músculos, serían manos de guitarrista, o de pianista o violinista. Pero con tanta fuerza no. ¿Habrá un instrumento que requiera el mismo cuidado y tanta prolijidad en las manos que al mismo tiempo necesite toda esa fuerza? La fuerza es una espuma blanca de hielo que corre por el cuerpo de un gigante transparente que es él y se derrama en la piscina cambiando el color y la temperatura del agua: la enfría hasta que por donde circula la corriente todo hierve como hielo seco. Ahora se siente más el calor y el ruido del granizo o de las gotas contra las ventanas es igual a la vibración del hidro de la pileta, en la terraza, arriba. El cielo oscuro, cargado de nubes color azul noche de terciopelo con manchas blancas deja pasar igual todo el ardor del sol. Y a él ahora no se le siente olor a agua clorada de la pileta. Huele a hombre, a remera de tenis sudada y a mezcla de hombre y mujer. La amiga, como vuelve a cumplir años, puede entrar al apart en ropa de cama y sin invitación. Camina en puntas de pie, viene de hacer el amor con un señor italiano y se detiene en el borde de la cama a mirarlos dormir mientras mueve las manos como para hipnotizarlos. Hace pases con las palmas y por eso ellos deben respirar al ritmo que ella va ordenando. Pasa la manos cerca de su espalda y le enfrenta las palmas blanquísimas contra la cara. Las manos son dos espejos hechos de palmas y dedos. Respira su olor. Las manos de la amiga emiten un olor fuertísimo a concha. Y el olor se mezcla con los olores a cable y a hombre de este electricista y la fusión de olores termina produciendo olor a lágrimas. Siente la piel y el hueso del hombro de él, del hombro del hombre, contra su cara y olor a hombre y concha alrededor de la cara y de la nariz. Ahora ya puede empezar a soñar que él le pellizca las tetas con los palitos del arroz y las va transformando en botones de ropa, pero luminosos. Por eso adentro se le forman cables, justo allí, en el fondo de la vagina arden los cables, como si el electricista le hubiese eyaculado ácido de baterías de radio. Transpira ácidos de baterías de radio por la axila, pero llueve menos y ya terminó el viento que irradiaban las manos del tipo de carne dura y hielo.
La Historia también duerme. A diferencia de cualquier personaje, sobre el ensueño y los sueños de la Historia es imposible fabular. Los sueños y los ensueños repiten, alterándolos caprichosamente, los acontecimientos vividos y los deseados: retroceden o se anticipan en el tiempo. La Historia no: puro tiempo que se precipita sobre el espacio de las personas, no puede adelantarse ni retrasarse ni comportarse como si fuese una persona que juega o que se representa que hace algo. Como quien apuesta a suicidarse cargando una bala al azar en alguno de los seis alvéolos del tambor de un viejo Smith amp; Wesson, la Historia, si juega, juega con absoluta seriedad. Los juegos de la Historia no son juegos, aunque siempre se los pueda entender como jugadas hechas con los juegos y los entrejuegos de las personas. Uno -un varón-, dijo que todas las mujeres infieles eran él mismo. "Son yo", decía. No es que jugara a identificarse con sus personajes, ni que juzgara a imagen y semejanza de sí mismo a su personaje femenino que era casi un insecto, quizás bella, pero no muy distinta a cualquier previsible juguete de su especie. Así la creó y la creyó él, que mientras tanto se creería una suerte de culminación del desarrollo del espíritu humano, no un bicho más. Esa mujer era él -soy yo-, porque, igual que nosotros, cedía fantasiosamente al juego de un relato social. Están los cuerpos, el agua fría de la piscina, el calor de un mediodía de verano, las nubes como brotando del pasado para convertirse en un futuro de tormenta, los insectos que se entregan vitalmente al capricho del viento y van con él o ceden a la fuerza electromagnética de la tensión superficial del agua hasta parecer muertos, y están los humanos que adoptan apariencias de atletas, electricistas o poetas divagantes a la espera de alguien que pueda hacer un relato a la altura de su necesidad con ellos y con la imagen de sus manos acicaladas y cultivadas por la pasión de gustar. De modo que sería tan fácil atribuir ese encuentro de pareja a la frivolidad de la mujer infiel, como a un supuesto llamado de la especie, a lo que suele llamarse "cuestiones de piel" o al hedonismo que proclama la legitimidad del placer, ocultando que sólo es un aspecto del sufrimiento sabiamente administrado por la ciudad capitalista. Pero nada de esto importa a la Historia, pese a que se compone de este tipo justo de acontecimientos. La Historia es como aquel viento integrado por infinitas partículas de atmósfera que va arrastrando y al mismo tiempo lo generan. La Historia arrastra infinitas historias microscópicas sin atender a nada y sin pretender nada de sus desenlaces. A su manera acontece la Historia. Pero no es un relato y a pesar de tanto esfuerzo humano, sigue ahí, imponiéndose sin contar nada y sin contar con nada. Y sin fábula ni moraleja alguna, salvo ese "nada que decir" que su silencio siempre está proclamando.
Antes de quedar dormida ella recordó que la frase "señor italiano" la había llevado a imaginar a un hombre mayor, con grandes bigotes blancos, vestido con un traje a rayas de Giorgio Armani. Llamar señor a un tipo con quien tuviesen una aventura, no era la manera de hablar entre ellas. Que dijese estar enamorada de un señor le hacía pensar en su amiga posando para una postal del tiempo de los abuelos. Y pensar esto que nadie tomaría como un motivo para llorar, lo convertía, por eso mismo, en un motivo para llorar. Soñaba que unos hombres de traje amarillo entraban al departamento y los obligaban a vestirse. Su compañero protestaba, diciendo a que a ella la dejasen así, desnuda, en la cama: debía hacerlo para jactarse de ser su dueño. Pero él también se ponía una casaca amarilla y forcejeaba tratando de calzarse uno de esos shorts a rayas que regalaban en el apart. Le tomó un brazo, la sacudió diciendo que despertase y lo esperara porque debía salir con los bomberos. Despertó sobresaltada. Hacía calor, pero no había señales de incendio. Los tipos de amarillo ahora existían: debían ser bomberos de verdad que habían salido del sueño e iban y venían por el departamento. Uno de ellos, las veces que pasó, se demoró en el marco de la puerta para mirarla. "Un baboso: pasa y vuelve a pasar porque quiere mirarme las tetas", pensó. Tendría que bañarse, pero empezó a vestirse apurada, tratando de encontrar su ropa en la semioscuridad. Llovía menos y el cielo seguía oscuro como si estuviese anocheciendo, aunque el cronómetro que él había dejado junto a la cama indicaba las cinco de la tarde. Había dormido apenas media hora y ya podía olvidarse del sexo. O empezar todo otra vez, si el tipo volviera. Había dejado el bolso con sus cables, el reloj y alguna ropa tirada por allí. En el bolso guardaba una caja con seis preservativos, rollos de cintas adhesivas, herramientas de relojería mezcladas con plaquetas electrónicas, envoltorios de plástico con partes de radios o de computadoras y una pistola pequeña: una especie de arma de guerra pero reducida a la escala de un chico de diez años. La pistola parecía peligrosa: a cada lado de la empuñadura tenía grabada una letra doblevé con alitas. La boca del cañón mediría poco más de medio centímetro de ancho. Cargaría pequeñas balas para defensa personal. ¿Por qué la llevaría entre las herramientas? Quizás fue por influencia de la pistola, pero sintió miedo cuando se repitieron unos gritos: latía fuerte el pecho y la garganta y la boca se habían secado de repente. Pasaba gente taconeando por el pasillo y se oían golpes de saltos por la escalera de emergencia y voces de hombres dando órdenes a los que entraban o salían de ese piso, el décimo del apart. Creyó reconocer la voz de él ordenando "¡Dale! ¡Dale!", pero sin acento uruguayo. ¿Sería él mismo? Temía salir del departamento, pero la curiosidad por lo que estaba sucediendo era mas fuerte. Buscó su bolso, se prometió no olvidar nada en ese sitio al que nunca volvería, y, en la semipenumbra, miró bajo la cama y sobre cada uno de los muebles de la habitación. Envolvió los restos de comida y tomó los palitos de arroz que habían usado y enrollándolos en una servilleta de papel, los guardó en la cartera de su celular, dentro del bolso. No encontró la llave del departamento pero la puerta estaba abierta. La escalera estaba apenas iluminada por los reflectores de emergencia de un piso bajo y una luz amarillenta se difundía por el hueco del tubo que formaban las curvas del pasamanos. Si hubiera tenido un lápiz o un marcador le habría escrito "chau!" en una servilleta y la habría plegado para dejarla en el disparador de la pistola. Pero tal vez lo encontrara en algún piso bajo, desde donde venían más gritos y vozarrones, o en la recepción del edificio, donde imaginó que habría gente y, entre ellos, alguien dispuesto a explicarle qué estaba sucediendo. Antes de llegar se cruzó con tres hombres de amarillo que subían cargando un generador de electricidad: ninguno era él. Abajo había bomberos vestidos con ropa negra y botas altas, policías y otros dos hombres de amarillo. Nadie le habló ni la detuvo. Llovía, pero un domingo no sería difícil encontrar taxis por esa zona. Respiró aliviada bajo la lluvia. Cuando finalmente abordó un Peugeot tenía la remera y toda la pierna derecha del jean empapadas.