Pasó el momento de elegir. Había que optar entre detenerse en el estado de una remera, de un mechón de pelo, de la pierna izquierda o derecha de un pantalón o dar paso a la voz del chofer de un taxímetro, y traer con ella una referencia a las noticias de la tarde que probablemente estar sintonizando.
O poner en su voz un comentario sobre el mercado de viajes: en esos tiempos los choferes solían iniciar el di logo con los pasajeros comentando la baja demanda de sus servicios. Era algo lógico para los primeros fines de semana del año porque el público que compone la clientela de los taxis sale de vacaciones durante los meses de verano. Con una referencia obvia al mercado, resulta fácil -como se dice- "romper el hielo", ese blindaje de incomunicación que distancia a clientes y choferes. A lo largo de días y semanas, o a través de una vida, cada chofer perfecciona su estrategia para dialogar con los pasajeros. Es frecuente que un varón interpele a su pasajera sin más finalidad que explorar si vale la pena cifrarse alguna expectativa sexual, pero, en tiempos de escasa demanda de taxis, es más probable que la necesidad de "romper el hielo" con pasajeros y hasta con pasajeras, obedezca a un mero deseo de hablar. Los choferes pasan horas a la espera de un viaje, y nadie en su sano juicio tolera semejantes intervalos de tiempo sin hablar. Independientemente de tanto que se atribuye a la necesidad humana de comunicación hay casi un requerimiento orgánico de hablar. En estos animales superiores, hablar, silbar, zumbar y canturrear han terminado integrándose a la función respiratoria. Los entrenadores deportivos lo saben: si bien hablar es un gasto de energía que distrae a sus pupilos, en los comienzos de la preparación física y hasta que los iniciados dominan lo que llaman el "manejo del ciclo aeróbico", quienes hablan en el curso de las marchas o del trote toleran mejor los síntomas de fatiga, que, a la vez, mientras se habla, demoran más en manifestarse. Es naturaclass="underline" hablar exige una administración ordenada del flujo respiratorio y ese aliento contenido para el diálogo actúa como una verdadera reserva de aire y queda disponible para el aficionado que aún no ha adquirido las tácticas de alto rendimiento.
Algo semejante ocurre con el hábito de escribir, aunque en muchos aspectos se lo pueda interpretar como todo lo contrario del diálogo. Escribir también demanda una reserva de algo que, si bien no es aire, también puede ser indispensable para alguna de las funciones de los humanos.
– ¿Qué ser…?
No se puede saber, pero, como siempre, estas cosas que no se pueden saber son las únicas que vale la pena saber.
Claro que la curiosidad del pasajero se activa cuando oye:
– ¡Estoy arriba del auto desde las seis de la mañana…! ¿Sabe cuántos viajes hice hasta ahora…?
Dos, tres, siete, veintiuno: la gente apuesta a cualquier número, así en un taxi como en cualquier juego de azar. Pero en este caso, el pasajero que acepta la invitación al diálogo suele responder con la fórmula "No: ¿Cuántos…?" o con alguna otra que confirme al chofer que logró su meta, que no era despertar curiosidad, ni manifestar su curiosidad por saber cuánto sabe su pasajero sobre el mercado de viajes, sino entablar un diálogo. ¿Para qué? No hay chofer ni pasajero de taxi alguno del universo interesado por saberlo. Tampoco vale la pena preguntar: cualquiera puede responder cualquier cosa. Uno puede abordar un taxi y preguntar directamente al del volante:
– Tengo una curiosidad: seguro que usted sabe… ¿Por qué ser que, últimamente, cada vez que tomo un taxi la mayoría de los choferes dice algo o pregunta algo nada más que para sacar un tema de conversación…?
Alguno se pondrá a explicar que no es un hábito que haya comenzado últimamente porque siempre sucedió igual. Otros responderán que lo hacen para conversar, dato que ya venía anunciado en la misma pregunta. También se escucharán alusiones al temor a robos y actos vandálicos: al parecer, hay choferes convencidos de que, conversando, podrán anticipar cuál ser el pasajero que hacia el final del viaje lo amenazará con un puñal, una granada o un revólver para robarle. En tal caso, el ladrón podrá quitarles algo, pero les dejará el recuerdo de su voz. En general, parece que hasta último momento los asaltantes de taxímetros se comportan como pasajeros normales, cordiales. Y no sería improbable que quien aborda un taxi en plan de robar, exagere normalidad y cordialidad hasta mimetizarse con la imagen de un pasajero ideal, cordial, normal, propenso a dejar una propina. Pero nada se puede saber sobre los planes de un desconocido, o, según se dice, sobre lo que cada anónimo viajero "tiene en mente".
Sin duda, todo el que aborda un taxi tendrá algo en la mente y también puede darse por descontado, que, aunque haya subido sólo para apropiarse de la magra recaudación del turno, cada cliente tiene una reserva de dinero para afrontar el pago de su viaje, que tiene una reserva de aire para mantener un di logo normal, y que también tiene lo que suele llamarse "sus reservas": cosas, datos, sentimientos y opiniones que solo manifestaría en casos muy especiales o en situaciones que pocas veces se producirán en el curso de un viaje por la ciudad.
Es lo contrario de narrar. Bajo la apariencia de tender a un destino, el relato pretende -o requiere- dar con esas situaciones donde lo que normalmente habría que mantener en reserva se manifieste.
Y no para darlo a conocer sino para darse una oportunidad de conocerlo.